Terminaron la consumición y el Hombre Moreno sugirió ir a dar otra vuelta en el coche. Jean asintió. El Hombre Moreno la llevó directamente al lugar donde ahora estábamos y le exigió pasar a mayores.
Jean se negó. Discutieron hasta que el Hombre Moreno golpeó a Jean en la cabeza cinco o seis veces, utilizando los puños o alguna pequeña herramienta de metal que tenía en el coche.
Jean perdió el conocimiento. El Hombre Moreno la violó. La lubricación explicaba la ausencia de abrasiones vaginales. Un rato antes estaban sobándose y besándose. Jean se había excitado y aún estaba mojada. El Hombre Moreno la había penetrado suavemente. La violación en sí había sido torpe y frenética. El forense había encontrado un tampón en el fondo del conducto vaginal. El pene del Hombre Moreno lo había encajado allí dentro.
Jean seguía sin volver en sí. El Hombre Moreno, aturdido, se dejó llevar por el pánico. Estaba en su coche con una mujer inconsciente que podía identificarlo y acusarlo de violación. Decidió matarla.
En el coche tenía una cuerda de persiana. La enrolló en torno al cuello de Jean y tiró de los extremos. La cuerda se rompió. Entonces, le quitó la media izquierda y la utilizó para estrangularla. Arrastró el cuerpo fuera del coche y lo dejó sobre la hiedra. Después, abandonó la zona a toda prisa.
Cerré los ojos y repasé nuevamente la reconstrucción de los hechos. Incluso fijé la atención en primeros planos sumamente elocuentes.
Empecé a temblar. Stoner apagó el aire acondicionado.
17
Vivía en un apartamento amueblado. Las sillas y el sofá estaban impregnados de un repelente de manchas sintético. La agencia de alquileres suministraba la ropa de cama y los utensilios de cocina. El anterior inquilino me dejó un insecticida en aerosol y un frasco de colonia Old Spice. Los de la agencia instalaron un teléfono. Conecté un contestador automático. Se trataba de un lugar de clase baja para mi nivel de entonces. El salón y el dormitorio eran pequeños, las paredes blancas y lisas. Alquilé el apartamento por meses, sin límite. Podía marcharme sin previo aviso.
Me trasladé. De inmediato comencé a echar de menos a Helen.
El lugar parecía una buena cámara de obsesiones. Apenas si tenía ventanas. Para que semejase aún más una cueva, podía correr las cortinas. Podía desconectar las luces y perseguir a la pelirroja en la oscuridad. Podía comprar un reproductor de discos compactos, escuchar a Rachmaninoff y a Prokofiev y desencadenar ese punto en que los vuelos líricos se vuelven discordantes.
La casa de Bill quedaba a veinte minutos. Bill llevaba un brazalete de reservista y permiso de armas. Trabajaba como colaborador externo para la oficina del ayudante del fiscal. Estaban preparando las pruebas contra Bob Beckett. Bill tenía carta blanca en la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Tenía acceso a todos los archivos y equipos de comunicaciones. Nuestra investigación fue aprobada: Bill compartiría la información con el Departamento de Casos No Resueltos y contaría en todo momento con el expediente de Jean Ellroy. Me dijo que tendríamos que estudiar cada pedazo de papel que contuviera.
Compré un gran tablero de corcho y lo clavé a la pared del salón. Pedí prestadas algunas fotos del expediente e hice un collage.
Clavé con chinchetas dos instantáneas de mi madre en agosto del 57. También clavé el retrato robot del Hombre Moreno. Escribí un interrogante en un papel adhesivo y lo pegué sobre las imágenes. Seleccioné un cinco por ciento de fotos de identificación y las coloqué debajo de los tres retratos. Mi escritorio estaba de cara al tablero. Cuando levantaba la vista observaba a mi madre entrar en su caída en barrena. Y alcanzaba a vislumbrar el resultado final. Podía devastar mi recuerdo de ella cuando era más joven y tierna.
Bill me llamó. Dijo que debía reunirme con él en la Academia de Policía de la Oficina del sheriff. Quería enseñarme cierta prueba.
Fui en el coche y salió a recibirme al aparcamiento. Me anunció que tenía noticias frescas.
El sargento Jack Lawton había muerto en 1990. Ward Hallinen seguía vivo y residía en el condado de San Diego. Tenía ochenta y tres años. Bill había hablado con él. No recordaba en absoluto el caso Ellroy. Bill le explicó nuestra situación. Hallinen se mostró interesado y le dijo que le llevara el expediente. Quizás encontrase algo en él que le refrescara la memoria.
Nos dirigimos hacia el almacén de pruebas materiales. Junto a él había una pequeña oficina y, en ella, tres hombres enfrascados en una conversación tópica. Un tipo blanco decía que lo había hecho O.J. Dos negros discrepaban de él. Bill enseñó la placa y firmó un formulario de petición de pruebas.
Uno de los hombres de la oficina nos llevó al almacén. En éste, de las dimensiones de dos campos de fútbol colocados uno junto al otro, hacía un calor terrible. El interior estaba lleno de estanterías de acero que llegaban hasta el techo, a diez metros de altura. Conté veinte o treinta hileras, rebosantes de paquetes envueltos en plástico.
Bill salió del almacén. Yo permanecí delante de un escritorio, cerca de la puerta. El encargado me trajo un paquete. Llevaba la marca identificativa Z-483-362.
El envoltorio era transparente. Vi cuatro pequeñas bolsas de plástico en el interior. Abrí el paquete y coloqué las bolsas sobre el escritorio.
La más pequeña contenía unas muestras minúsculas de polvo y fibras. Una etiqueta señalaba su procedencia: «Oldsmobile de 1955 / NPR-558 / 26/6/58.» La segunda encerraba tres pequeños sobres sellados. Llevaban anotado el nombre de mi madre y el número del expediente. El contenido de cada uno aparecía rotulado más abajo:
«Uñas de la víctima (muestra).»
«Cabellos de la víctima (muestra).»
«Vello pubiano de la víctima (muestra).»
No los abrí. Sí lo hice con la tercera bolsa grande, para ver el vestido y el sujetador que llevaba mi madre el día de su muerte.
El vestido era celeste y azul marino. El sujetador, blanco, con encajes en las copas. Lo tomé entre mis manos y me lo llevé a la cara.
No percibí ningún olor a ella. No logré sentir su cuerpo dentro de aquella prenda. Y lo deseaba. Deseaba reconocer su perfume y tocar su contorno.
Me pasé el vestido por el rostro. El calor me hacía sudar. Mojé ligeramente la tela.
Dejé el vestido y el sujetador. Abrí la cuarta bolsa. Vi la cuerda y la media de nailon.
Estaban enroscadas juntas. Vi el punto en que la cuerda había rodeado y apretado el cuello de mi madre. Los dos lazos estaban intactos. Formaban círculos perfectos de apenas ocho centímetros de diámetro. A mi madre le habían apretado el cuello hasta reducirlo a esas dimensiones, exactamente. Con esa fuerza la habían asfixiado.
Cogí las ligaduras. Las observé y las hice girar con los dedos. Me llevé la media a la cara e intenté percibir el olor de mi madre.
18
Esa noche subí al coche y fui a El Monte. El calor y la humedad eran insoportables.
El valle de San Gabriel siempre había sido muy caluroso. Mi madre murió durante una oleada de calor de principios de verano. La sensación de bochorno era ahora la misma de entonces.
Seguí un viejo instinto que me condujo a la casa. Mantuve las ventanillas bajadas y dejé que el aire caliente entrara en el coche. Pasé por delante de la comisaría de El Monte. Seguía allí, en el mismo lugar que en 1958. Pero el edificio tenía un aspecto distinto. Quizá le hubieran hecho un lavado de cara. El coche me parecía una condenada máquina del tiempo.