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Son las 2.40. Mi madre y el Hombre Moreno se separan en el Stan's Drive-In. El coche de ella está aparcado detrás del Desert Inn o en cualquier otra parte. El hombre parece aburrido y malhumorado. Ella parece algo bebida y se muestra locuaz. Van a la casa de él, o a la de la Rubia, o al instituto Arroyo o donde fuera. Ella se resiste otra vez a los intentos del hombre o dice lo que no debe o lo mira como no debe o lo enfurece con algún gesto apenas perceptible.

Quizá se trate de violación, quizá de sexo consentido. Quizá sea válida la reconstrucción de Stoner. Tal vez mi teoría sobre el «más» aportaba ciertos detalles a los hechos. Quizá mi madre se resistió a un menage à trois en algún momento de la velada. Quizás el Hombre Moreno decidió conseguir por la fuerza algo para él solo. Quizá Lavonne Chambers y Margie Trawick se equivocaron al calcular la hora y de ese modo se frustró cualquier posibilidad de determinar una cronología precisa de lo sucedido. Quizás era Myrtle Mawby quien se equivocaba en la hora. Tal vez mi madre y el Hombre Moreno hubiesen dejado el Desert Inn con la Rubia y no hubieran vuelto para ese bocado de última hora, a las 2.00. Había un asesino y una víctima. Había una mujer sin identificar. Había tres testigos femeninos y un testigo masculino borracho. Había un lapso de siete horas en blanco y estaba perfectamente localizada una serie de sucesos prosaicos que terminaban en un asesinato. Uno podía extrapolar los hechos establecidos e interpretar el preludio de infinitas maneras diferentes.

Era probable que esa noche mi madre se reuniera con el Hombre Moreno y con la Rubia. Tal vez los conociera de alguna salida anterior. Quizá los hubiese conocido por separado. Era posible que la Rubia la hubiera puesto en contacto con el Hombre Moreno. La Rubia podía ser alguna vieja amiga. Quizá la Rubia la hubiese convencido de que se trasladara a El Monte. El Hombre Moreno quizá fuese un antiguo amante que volvía en busca de más. O un antiguo empleado de Packard-Bell o de Airtek. O una vieja pasión pasajera. O quien había matado a Bobbie Long siete meses después de acabar con la vida de mi madre.

En el 756 de Maple no había teléfono. La policía no tenía forma de comprobar las llamadas que había hecho mi madre desde teléfonos públicos. Quizás hubiese llamado a la Rubia o al Hombre Moreno, esa noche o en algún momento de los cuatro meses que pasó en El Monte. Todas las llamadas fuera de El Monte quedarían registradas en la factura. La Rubia quizá viviese en Baldwin Park o en West Covina. El Hombre Moreno quizá viviese en Temple City. La policía no encontró el bolso de mi madre. Tampoco halló ninguna agenda en el 756 de Maple. Probablemente estuviese en el bolso. Esa noche, mi madre lo llevaba. El Hombre Moreno se había deshecho de él. Quizá su nombre constase en la agenda. O el de la Rubia.

Corría el año 1958. La mayoría de la gente tenía teléfono. Mi madre, no. Ella estaba en El Monte para esconderse.

Estudié el expediente de mi madre. Estudié el expediente Long. Seleccioné hechos extraños y una omisión flagrante.

Mi madre dejó una copa sin acabar en la cocina. Quizá la Rubia la llamó para proponerle que salieran a divertirse. Quizá nuestra casita la agobiase y la obligara a salir. Bobbie Long quizás empinase el codo en la intimidad. Un policía encontró dos botellas en la cocina. Yo siempre pensé que mi madre se había resistido al hombre que la había matado. Siempre había creído que la policía había encontrado piel y sangre bajo sus uñas. El informe de la autopsia no mencionaba nada semejante. El detalle formaba parte de mi esfuerzo heroico por embellecer los hechos. Había modelado a mi madre como una especie de tigresa pelirroja y había conservado esa imagen durante treinta y seis años.

Jean y Bobbie. Bobbie y Jean.

Dos víctimas de asesinato. Dos escenas del crimen casi idénticas y separadas por pocos kilómetros.

En la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff reinaba un consenso rotundo; allí todo el mundo pensaba que a las dos mujeres las había matado el mismo hombre.

Stoner se inclinaba por la misma idea. Yo también, pero con reparos. En mi opinión el Hombre Moreno no era un asesino en serie.

Me obligué a no sacar conclusiones. Sabía que el motivo de mi rechazo era, en parte, estético. Los asesinos en serie me aburrían e irritaban. Constituían una rareza estadística en la vida real, pero una auténtica peste en los medios de comunicación. Novelas, películas y espectáculos televisivos los celebraban como monstruos y explotaban su potencial en sencillas tramas de suspense. Los asesinos en serie eran unidades de maldad autocontenidas, el contraste perfecto para el policía tópico con los nervios de punta. La mayoría de esos psicópatas sufrían espantosos traumas infantiles. Los detalles daban para un buen psicodrama y les proporcionaba cierta aura de víctimas. Los asesinos en serie eran folladores compulsivos y drogados y niños maltratados por dentro. Asustaban de entrada y eran tan prescindibles como una caja de palomitas de maíz vacía. Sus impulsos hiperbólicos absorbían a lectores y espectadores y los distanciaban de su propio arrebato fantasmal. Los asesinos en serie eran muy poco prosaicos. Eran mundanos, ingeniosos y fríos. Hablaban con un eco nietzscheano. Eran más atractivos sexualmente que el retorcido cabrón que había matado a dos mujeres por lujuria y pánico y había aplicado la presión exacta a un gatillo de dos tiempos.

Yo también saqué partido de los asesinos en serie. En mis tres novelas los rechacé a sabiendas. Eran buenos figurantes para una trama, pero pura basura literaria desde cualquier otro punto de vista. Yo estaba convencido de que a mi madre y a Bobbie Long no las había matado ningún asesino en serie. Incluso dudaba de que a ambas las hubiera matado el mismo hombre. El Hombre Moreno se había dejado ver en público con la Rubia y con mi madre. Al parecer, su furia había ido en aumento conforme avanzaba la noche. El tipo conocía el instituto Arroyo. Probablemente viviese en el valle de San Gabriel. Los psicópatas calculadores no cagan donde comen.

La Rubia conocía al Hombre Moreno. Sabía que había matado a mi madre. La Rubia tenía un mal historial con los hombres y se complacía con cada pequeño triunfo que conseguía sobre ellos.

Quizá conoció al Hombre Moreno en el hipódromo. El hombre había matado a aquella jodida enfermera el año anterior y aún estaba un poco desmelenado. Había llevado a Bobbie a cenar, la había atraído a su cubil y le había propuesto un revolcón. Bobbie le había exigido un pago y el hombre se había puesto furioso. Había perdido la cabeza por completo.

Quizá lo de la pelirroja le hubiese servido de lección. Quizá lo hubiese transformado por completo, lo hubiese sacado del marasmo y le hubiera enseñado que la violación y el sexo consensuado estaban incompletos sin el estrangulamiento. Quizá fue así como se convirtió en asesino en serie.

Quizá Jean y Bobbie lo hubiesen sacado de sus cabales de la misma manera. Quizá mató a las dos mujeres y se recluyó de nuevo en alguna especie de agujero negro psíquico. El estrangulamiento con una media era un modus operandi habitual. El Hombre Moreno asfixió a mi madre con una cuerda de persiana y una media. Bobbie Long fue estrangulada con una sola ligadura.

Tal vez las hubieran matado dos hombres distintos.