Telefoneé a Stoner y le expuse mis conjeturas. A él le pareció posible la primera y descartó la segunda. Uno no mata a dos mujeres y lo deja allí. Discrepé. Le dije que se dejaba llevar demasiado por el empirismo policial. Añadí que el valle de San Gabriel era una especie de ente que se creaba a sí mismo. La gente que acudía allí lo hacía por razones inconscientes que sobrepasaban la aplicación consciente de la lógica, y que eso hacía posible cualquier cosa. La región definía el delito. La región era el delito. Había dos asesinatos sexuales y había uno o dos asesinos sexuales que escapaban a la conducta habitual de un asesino sexual. La explicación de todo ello estaba en la región. La migración inconsciente al valle de San Gabriel explicaba todos los actos absurdos y homicidas que se producían allí. Nuestro trabajo consistía en localizar e identificar a tres personas entre todos aquellos inmigrantes.
Bill escuchó mis explicaciones y concretó. Dijo que era preciso estudiar a fondo el expediente de mi madre y empezar a buscar viejos testigos. Teníamos que revisar los datos del Departamento de Vehículos a Motor y examinar los antecedentes policiales. Debíamos evaluar la investigación realizada en 1958 y seguir los pasos de mi madre desde la cuna hasta su muerte violenta. En la mayor parte de los casos, las investigaciones de homicidios tomaban rumbos extraños. Teníamos que estar al día en nuestra información y preparados para saltar sobre lo que fuera.
Respondí que por mi parte estaba dispuesto en aquel mismo instante.
Bill me dijo que apagara las luces y volviese al trabajo.
21
Ward Hallinen tenía ochenta y tres años. Lo vi y lo recordé al instante.
Me había dado un caramelo en la comisaría de El Monte. Siempre se sentaba a la izquierda de su compañero. Mi padre admiraba sus trajes.
Sus ojos azules me llevaron de nuevo a aquel tiempo. Eran todo cuanto recordaba de él. Se había convertido en un anciano frágil, con la piel cubierta de marcas rojas y rosáceas. En 1958 debía de tener cuarenta y seis o cuarenta y siete años.
Salió a recibirnos a la puerta de su casa, una especie de falso rancho rodeado de árboles umbríos que crecían en una bonita extensión de terreno. Vi un establo y un par de caballos que pastaban.
Stoner me presentó. Nos dimos la mano y murmuré algo parecido a un «Cómo está, señor Hallinen?». Mi memoria corría a una velocidad vertiginosa. Quería encender su recuerdo. Stoner me había dicho que tal vez estuviera senil y no se acordara del caso Jean Ellroy.
Entramos en la casa, nos condujo hasta la cocina y nos sentamos. Stoner puso nuestro expediente en una silla desocupada. Miré a Hallinen. Él me miró. Mencioné la anécdota del caramelo. Dijo que no se acordaba.
Pidió disculpas por su mala memoria. Stoner hizo una broma acerca de su propia edad, ya avanzada, y el modo en que uno perdía facultades. Hallinen le preguntó qué edad tenía. «Cincuenta y cuatro», respondió Bill. Hallinen soltó una carcajada y se dio unas palmadas en las rodillas.
Stoner mencionó a algunos hombres de la vieja Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Hallinen dijo que Jack Lawton, Harry Andre y Claude Everley habían muerto. Blackie McGowan, también, así como el capitán Etzel y Ray Hopkinson. Ned Lovretovich todavía seguía vivito y coleando. Él se había jubilado años atrás. No estaba seguro de cuántos, pero eran muchos. Había trabajado para algunas agencias privadas de seguridad y luego se dedicó a criar caballos de carreras. Por una vez en la vida le sobraba el tiempo y podía disfrutar del condado de Los Ángeles.
Stoner se echó a reír. Yo, también. La esposa de Hallinen hizo su entrada en aquel instante. Stoner y yo nos pusimos de pie. Frances Traeger Hallinen nos pidió que nos sentáramos.
Se la veía en buena forma física y muy despierta. Era la hija del viejo sheriff Traeger. Tomó asiento y pronunció algunos nombres.
Stoner también lo hizo. Luego fue el turno de Hallinen. Los nombres encendían fugazmente alguna historia. Presencié un breve recorrido nostálgico entre policías.
Reconocí alguno de los nombres. Un centenar de agentes había aportado anotaciones a los expedientes Ellroy y Long. Intenté imaginar a Jim Wahlke y a Blackie McGowan.
Frances Hallinen trajo a colación el caso Finch-Tregoff. Yo dije que de joven lo había seguido. Ward Hallinen apuntó que había sido el más importante de su carrera. Yo mencioné algunos detalles. Él no los recordaba.
Frances Hallinen se excusó y salió de la casa. Bill abrió el expediente. Yo señalé los caballos de la finca y mis pensamientos volaron al hipódromo de Santa Anita y el caso Bobbie Long. Hallinen cerró los ojos. Advertí que se esforzaba por evocar el asunto. Dijo que recordaba haber ido al hipódromo, pero no consiguió revivir un hecho concreto.
Bill le mostró las fotos del instituto Arroyo. Al mismo tiempo, yo me ocupé de realizar una descripción oral de la escena del crimen. Hallinen contempló las fotos y dijo que creía recordar el caso. Según su parecer había tenido un sospechoso perfecto.
Mencioné a Jim Boss Bennett y la rueda de reconocimiento de 1962. Bill sacó un montón de fotos de identificación de Jim Boss Bennett. Hallinen dijo que no se acordaba de la rueda de identificación. Contempló las fotos durante tres minutos al menos.
Contrajo el rostro. Sostuvo las fotos con una mano mientras mantenía la otra cerrada sobre la mesa de la cocina. Afirmó los pies en el suelo. Estaba luchando con todas las fuerzas contra su incapacidad de recordar.
Sonrió y confesó que no acababa de ubicar al tipo. Bill le entregó el Libro Azul del caso Ellroy y le pidió que le echase un vistazo.
Hallinen leyó el informe sobre el cadáver y el de la autopsia. Leyó las transcripciones de las declaraciones de los testigos. Leyó despacio. Dijo que recordaba algunos otros casos en los que había trabajado con Jack Lawton. Agregó que el nombre de la taquígrafa le sonaba, y que recordaba al antiguo jefe de policía de El Monte.
Contempló las fotos de la escena del crimen. Nos aseguró que sabía que había estado allí. Me dirigió una mirada que parecía decir: «Ésa es su madre. ¿Cómo puede mirar esas fotos?»
Bill le preguntó si conservaba sus antiguas libretas de notas sobre los casos. Hallinen respondió que lo lamentaba, pero se había deshecho de ellas hacía unos años. Tenía voluntad de ayudar, pero su mente no se lo permitía.
Me volví hacia Bill y le indiqué con un gesto que ya estaba bien. Recogimos el expediente y nos despedimos. Hallinen se disculpó de nuevo. Yo comenté «El tiempo nos alcanza a todos», o algo así, con tono condescendiente.
Hallinen señaló que lamentaba no haber encerrado a aquel cabrón. Dije que se las había tenido que ver con una víctima muy astuta. Le agradecí su esfuerzo y su amabilidad.
Bill y yo volvimos al condado de Orange. En el trayecto, discutimos acerca de nuestros planes futuros. Bill dijo que estábamos librando una batalla por un suceso que no había dejado memoria. Hablaríamos con personas que ya eran de mediana edad en 1958. Nos moveríamos a través de vacíos en el recuerdo y de memorias tergiversadas por el paso del tiempo. Los viejos confundían las cosas sin querer. Deseaban complacer e impresionar. Querían demostrar su solvencia mental.
Mencioné las libretas de notas de Hallinen. Bill comentó que nuestro expediente escaseaba en informes complementarios.
Hallinen y Lawton trabajaron en el caso durante todo el verano. Probablemente llenaron media docena de libretas con notas. Teníamos que reconstruir su investigación. Quizás hubiesen entrevistado al Hombre Moreno sin tomarlo por sospechoso. Le pregunté si Jack Lawton estaba casado. Bill respondió que sí. Dos de sus hijos habían sido agentes por un tiempo. Antes, Jack había trabajado con su viejo compañero, Bill Farrington. Billy sabría si la mujer de Jack aún vivía. Podía ponerse en contacto con ella y averiguar si conservaba las libretas de notas de su esposo.