Terminamos de cenar y cruzamos el casino. Sentí el irrefrenable impulso de echar unos dados.
Bill me explicó cómo se debía apostar. Las combinaciones me confundieron. «Al carajo», dije, y puse cien dólares sobre la mesa de juego.
La suerte me favoreció cuatro veces seguidas. Gané mil seiscientos dólares.
Regalé cien al crupier y convertí en dinero el resto de las fichas. Bill dijo que debería cambiarme el nombre por el de Bobbie Long, junior.
Lavonne nos esperaba levantada. Había leído su vieja declaración, pero no había despertado nuevos recuerdos.
Le di las gracias por su diligencia, tanto entonces como ahora. Ella repitió que mi madre era muy guapa, realmente.
El viaje a Reno me enseñó algunas cosas. Aprendí a hablar con amabilidad. Aprendí a no mostrarme agresivo.
Stoner era mi maestro. Advertí que siguiendo sus indicaciones estaba moldeando el aspecto detectivesco de mi personalidad. Stoner sabía controlar su ego para conseguir que la gente le contara cosas. Yo quería desarrollar esa habilidad, y deprisa. Quería que los viejos me contaran cosas antes de morir o de volverse seniles.
Me llamó una reportera del L.A. Weekly. Había pensado en escribir un artículo sobre la nueva investigación. Le pregunté si incluiría en ella un número de teléfono gratuito para que pudiera aportar pistas sobre el caso. La periodista respondió que sí.
El contacto de Bill en la Seguridad Social informó que Jim Boss Bennett había muerto de causas naturales en 1979. Billy Farrington nos informó de que la viuda de Jack Lawton aún vivía. Prometió buscar viejos cuadernos de notas de Jack en el garaje y llamar si los encontraba. La recepcionista de la Oficina del Sheriff llamó a Bill. Había recibido los antecedentes policiales de Michael Whittaker. El expediente constaba de diez páginas. La agente expuso los detalles.
Eran penosos y aterradores. Whittaker ya tenía sesenta años. Se pinchaba. Llevaba treinta años enganchado. Había bailado con mi madre en el Desert Inn.
Bill dijo que tal vez estuviese en San Francisco o en alguna cárcel. Apunté que quizás hubiera muerto de sida o de desgaste general. Bill dijo a la recepcionista que hiciera una comprobación en las empresas de servicios públicos. Quería localizar a Whittaker. Teníamos que encontrarlo. Y teníamos que dar con Margie Trawick.
Saqué nuestra copia impresa del «libro inverso». Dije que podíamos telefonear a todos los números de Margie Phillips que teníamos. Bill indicó que primero debíamos realizar una comprobación de empleo.
Yo había memorizado el nombre y la dirección. Margie Trawick trabajaba en el 2.211 de Tubeway Avenue, Tubesales. Bill consultó una guía Thomas. El lugar quedaba a cinco minutos de donde nos encontrábamos.
Fuimos en coche. Era un almacén inmenso y un edificio de oficinas contiguo. Dimos con la jefa de personal. Hablamos con ella. La mujer comprobó sus expedientes y confirmó que Margie Trawick había trabajado allí desde el 56 hasta el 71. Nos explicó que todos los expedientes personales eran estrictamente confidenciales.
Insistimos. La mujer dejó escapar un suspiro y anotó las señas de Bill. Dijo que llamaría a algunos antiguos empleados y les preguntaría por Margie.
Bill y yo regresamos a la Oficina del Sheriff. Revisamos el Libro Azul del caso Ellroy y descubrimos tres nombres más por comprobar.
Roy Dunn y Al Manganiello: dos encargados de barra del Desert Inn. Ruth Schienle: directora de personal de Airtek.
Buscamos datos de ellos en el ordenador del Departamento de Vehículos a Motor. Encontramos cuatro Roy Dunn, ninguna Ruth Schienle y un Al Manganiello en Covina. Consultamos los nombres en el ordenador del Departamento de Justicia. La búsqueda fue infructuosa en los tres casos. Buscamos el nombre de Ruth Schienle en el «libro inverso» que nos señaló una posible dirección en el estado de Washington.
Bill llamó a Al Manganiello. El teléfono estaba fuera de servicio. Yo llamé a Ruth Schienle. Respondió una mujer.
Tenía veintiocho años y era soltera. No conocía a ninguna Ruth Schienle.
Bill y yo nos trasladamos al condado de Orange. Durante el día, nos separamos. Yo me dediqué al expediente. Quería conocerlo hasta la última palabra. Quería establecer conexiones que nadie había advertido hasta entonces.
Por la noche, Bill me llamó. Dijo que Margie Trawick había muerto en 1972. Tenía cáncer terminal. Estaba sentada en un salón de belleza y sufrió una hemorragia cerebral fulminante.
Seguimos el rastro de Michael Whittaker hasta un tugurio, en el barrio de Mission, San Francisco. Bill le telefoneó. Quería hablar del asesinato de Jean Ellroy. Whittaker se apresuró a asegurar que «sólo la había sacado a bailar».
Tomamos un taxi hasta su hotel. No estaba. El encargado nos explicó que se había marchado apresuradamente con su esposa hacía apenas unos minutos. Aguardamos en el vestíbulo. Llegaron putas y drogadictos. Nos dedicaron miradas de extrañeza. Se sentaron por allí y se dedicaron a hacer comentarios carentes de gracia. Escuchamos una decena de bromas acerca de O.J. Simpson. Las opiniones estaban divididas en dos sentidos: O.J. estaba injustamente acusado, y O.J. había acabado con la zorra de su mujer en una reacción justificable.
Esperamos. Vimos un tumulto en los bloques de pisos que se alzaban al otro lado de la calle. Un chico negro había entrado y había soltado una ráfaga en medio del patio con alguna clase de arma de asalto.
Nadie resultó herido. El chico escapó corriendo. Parecía un niño contento con su juguete nuevo. Llegó la policía y echó un vistazo. El tipo de recepción comentó que cosas así sucedían cada día. A veces, los pequeños hampones disparaban unos contra otros.
Esperamos seis horas. Nos acercamos a una tienda de rosquillas y tomamos un café. Regresamos al hotel. El hombre de recepción dijo que Mike y su mujer acababan de subir a escondidas a su habitación.
Subimos y llamamos a la puerta. Yo estaba irritado y cansado. Whittaker nos franqueó el paso.
Era todo huesos y panza. Llevaba el cabello largo recogido en una cola de caballo, al estilo de los motoristas. No parecía asustado, sino débil, un chiflado que hubiera llegado a San Francisco para conseguir droga y hacerse viejo con la pensión de indigente.
La habitación medía tres metros por cuatro. El suelo estaba cubierto de frascos de píldoras y novelas policíacas. La mujer de Whittaker debía de pesar más de ciento veinte kilos. Estaba acostada en un camastro estrecho. La habitación apestaba. Vi bichos en el suelo y una hilera de hormigas junto al zócalo. Bill señaló los libros y comentó que quizás hubiese algún seguidor mío en aquella covacha.
Me eché a reír. Whittaker se estiró en la cama. El colchón se hundió hasta tocar el suelo.
No había sillas. No había baño. El lavabo apestaba como un urinario.
Bill y yo nos quedamos en la puerta. Una corriente de aire soplaba en el pasillo. Whittaker y su esposa se mostraron obsequiosos. Empezaron a justificar su vida y los frascos de píldoras que estaban a la vista. Los corté en seco. Quería ir al grano y escuchar la versión de Whittaker sobre lo sucedido aquella noche. Su declaración formal no tenía sentido. Me entraron deseos de arrojarme sobre él y estrujarle el cerebro.
Bill advirtió que estaba impacientándome, y me indicó con una seña que lo dejase hablar a él. Retrocedí y me quedé al otro lado del umbral. Bill miró a Whittaker como diciéndole: «No estoy aquí para juzgarte; no venimos a traerte problemas.» Whittaker y su mujer tragaron.
Bill habló. Whittaker habló. La mujer de éste calló y miró a Bill. Yo escuché y miré a Whittaker.
Repasó sus cuarenta y cuatro detenciones. Había cumplido pena de cárcel por todos y cada uno de los delitos relacionados con drogas del jodido código penal.
Bill lo llevó a junio del 58. Lo acompañó al Desert Inn la noche de autos. Whittaker dijo que acudió allí con «un hawaiano gordo que sabía kárate». El hawaiano gordo «sacudió a unos cuantos tipos». Todo era pura palabrería.