Roy y Jana conocían el Desert Inn. No opinaban bien del lugar y apenas tenían información de interés.
Nosotros necesitábamos nombres.
Necesitábamos nombres de antiguos asiduos del Desert Inn y de los locales de copas del valle de San Gabriel. Teníamos que descubrir con qué personas se relacionaban en 1958. Teníamos que establecer un abanico de amistades y conocidos. Teníamos que descubrir nombres que encajaran con las características físicas de la Rubia y del Hombre Moreno. Teníamos que crear un círculo concéntrico de nombres cada vez más amplio. Teníamos que encontrar dos nombres en un lugar inmenso y en un tiempo lejano.
Roy y Jana nos dieron tres:
Una antigua camarera del Desert Inn, que ahora trabajaba en un Moose Lodge de la localidad. Una antigua camarera del Stan's Drive-In. Una antigua encargada de barra del Desert Inn.
Encontramos a las dos primeras. No sabían nada del caso Jean Ellroy ni pudieron aportar nombre alguno. Roy y Jana se habían confundido de tiempo y de gente. La camarera trabajaba en el Simon's Drive-In. La otra no había trabajado en el Desert Inn, sino en The Place. La clientela en éste era mucho más joven.
Bill y yo hablamos del Desert Inn. Lo situamos en el contexto de finales de junio de 1958.
Ellis Outlaw se disponía a cumplir una sentencia por conducir en estado de ebriedad. Ellis proveía a los palurdos de la zona y a apostadores ilegales. Proveía a matones de la localidad y a sus compinches con mierda que esconder de los policías. Margie Trawick vio a la Rubia y al Hombre Moreno, pero sólo una vez. Myrtle Mawby, también. Margie trabajaba a tiempo parcial. Myrtle también. El Hombre Moreno era un tipo de la zona, probablemente. El Desert Inn se había convertido en el local de moda. Era muy posible que el Hombre Moreno hubiera pasado por allí antes de esa noche y hubiera dejado su imagen en un centenar de bancos de memoria. Hallinen y Lawton se pasaron todo el verano delante del Desert Inn. Anotaron nombres en las libretas, y allí quedaron. Era posible que cierta gente les hubiera mentido. Era posible que cierta gente los conociera. Era posible que la Rubia le debiera dinero a Ellis Outlaw. Era posible que el Hombre Moreno le comentase a alguien que la enfermera era una jodida calientapollas. Era posible que alguien opinara que la muy puta se lo tenía merecido. Era posible que cierta gente mintiera a la policía.
Bill y yo estuvimos de acuerdo.
El drama de nuestro crimen se representaba dentro de unos límites muy estrechos. La Rubia y el Hombre Moreno habían tenido suerte y habían desaparecido por las rendijas.
Teníamos que descubrir dos nombres y relacionarlos con un fugitivo que seguía oculto.
23
Kanab, Utah, quedaba recién cruzada la frontera de Arizona. La calle mayor tenía tres manzanas de longitud. Los hombres del pueblo llevaban botas vaqueras y parkas de nailon. La temperatura era veinte grados más baja que la del sur de California.
El trayecto nos condujo a Las Vegas y a una zona de suaves colinas más allá de la ciudad. Ocupamos dos habitaciones en un Best Western y nos acostamos pronto. Teníamos que ver a George y Anna May Krycki por la mañana.
Bill había llamado a la señora Krycki un par de días antes. Yo escuché la conversación desde un teléfono supletorio. En 1958, la señora Krycki tenía una voz chillona. A pesar de los años transcurridos, la conservaba igual. Mi padre solía burlarse de sus gestos espasmódicos.
Le costó creer que la policía siguiese interesada en un caso tan antiguo. Se refería a mí como «Leroy Ellroy, ese chico espástico». Su marido había intentado enseñar a Leroy Ellroy a manejar una escoba, pero Leroy Ellroy había sido incapaz de aprender.
La señora Krycki accedió a que habláramos con ella. Bill le dijo que la visitaría con su compañero. Pero no le explicó que su compañero era Leroy Ellroy.
Bill pasó dos días burlándose de mí. Me llamaba Leroy y me preguntaba continuamente dónde tenía la escoba. La señora Krycki había declarado a la policía que Jean Ellroy nunca bebía. Una noche yo había llegado a casa y había encontrado a mi madre y a la señora Trycki bastante trompas.
La casa de los Krycki en Kanab se parecía mucho a la que tenían en El Monte. Era pequeña y sencilla y estaba bien cuidada. Al llegar encontramos al señor Krycki barriendo el camino de acceso. Recordé su postura, más que su rostro. Bill comentó que tenía una gran técnica con la escoba.
Nos apeamos del coche. El señor Krycki dejó la escoba y se presentó. La señora Krycki salió de la casa. Al igual que ocurría con Peter Tubiolo, aún era reconocible a pesar de haber envejecido. Se acercó a nosotros y nos saludó con gestos nerviosos, como aquellos de los que solía burlarse mi padre.
Nos indicó que entrásemos en la casa. El señor Krycki se quedó fuera con la escoba. Tomamos asiento en el salón. La tapicería del mobiliario era chillona y desparejada: cuadros escoceses, rayas, dibujos geométricos y motivos de flores. El efecto general era de agitación.
Bill se presentó y enseñó la placa. Yo pronuncié mi nombre. Esperé un instante y agregué que era hijo de Jean Ellroy.
La señora Krycki hizo algunos gestos y se sentó con las manos bajo las piernas. Me dijo que había crecido mucho. Añadió que jamás había visto un chico tan espástico como yo; era incapaz hasta de manejar una escoba. Dios sabía que su marido había intentado enseñarme. Comenté que nunca se me habían dado bien las escobas. La señora Krycki no se rió.
Bill se dirigió a la señora Krycki: queríamos hablar de Jean Ellroy y de su muerte. Necesitábamos que fuese absolutamente sincera.
La señora Krycki empezó a hablar. Bill me dirigió un gesto que significaba: «No la interrumpas.»
La mujer dijo que la llegada de mexicanos había echado a perder el valle de San Gabriel y ella y George se habían visto obligados a dejar El Monte. Su hijo, Gaylord, vivía ahora en Fontana. Tenía cuarenta y nueve años y cuatro hijas. Jean era pelirroja. Freía palomitas de maíz y las comía con cuchara. Jean había alquilado la casita de atrás luego de responder a un anuncio en el periódico. «Creo que este lugar será seguro», había dicho. La señora Krycki pensaba que Jean se había trasladado a El Monte para esconderse.
La mujer guardó silencio. Bill le pidió que explicara su último comentario. La mujer dijo que Jean era culta y refinada. Demasiado para lo habitual en El Monte. Le pregunté por qué pensaba tal cosa. La señora Krycki respondió que Jean leía libros condensados publicados por el Reader's Digest. En El Monte, destacaba claramente. No pertenecía a aquel lugar. Había llegado allí por alguna razón misteriosa.