Seguimos el rastro de los nombres por el valle de San Gabriel. La gente se trasladaba al valle y rara vez lo abandonaba para instalarse en otra parte. A veces se marchaban a poblaciones pestilentes, como Colton o Fontana. Siempre era yo quien conducía. Bill se había jubilado por pasar demasiado tiempo en la carretera. Ahora yo lo «desjubilaba», lo que significaba que debía hacer de chófer y soportar sus insultos por mi impericia al volante.
Hablábamos. Le dábamos vueltas a nuestro caso hasta abarcar el mundo del delito en su totalidad. Recorrimos autovías y caminos secundarios. Bill señaló lugares ideales para arrojar un cadáver y me contó anécdotas de su oficio. Yo le hablé de mis patéticas hazañas delictivas. Él describió sus años de patrulla con fervor picaresco. Los dos adorábamos la sobrecarga de testosterona. A los dos nos encantaban los cuentos de energía masculina sublimada. Ambos veíamos el mundo a través de ella. Los dos sabíamos que aquello había matado a mi madre. Bill vio la muerte de mi madre en todo su contexto, y eso le valió mi estimación.
Todo el mes de enero llovió sin parar. Teníamos que esperar pacientemente en las horas punta y cuando topábamos con una carretera inundada. Estuvimos en el Pacific Dining Car y tomamos grandes bistecs para cenar. Charlamos. Empecé a darme cuenta de lo mucho que ambos detestábamos la pereza y el desorden. Yo había vivido en ellos durante veinte años seguidos. Bill lo había vivido no hacía mucho tiempo, como policía en activo. La pereza y el desorden pueden ser sensuales y seductores. Los dos lo sabíamos. Comprendíamos el tirón que producían. Tenía que ver con la testosterona. Uno debía controlarse, hacerse valer. Si se perdía el control, el tirón lo obligaba a capitular y a rendirse. El placer barato era una tentación condenable. La bebida, la droga y el sexo sin orden ni concierto proporcionaban una versión barata del poder al que uno se proponía renunciar. Destruían la voluntad de llevar una vida decente. Promovían el delito. Destruían los contratos sociales. La dinámica tiempo perdido / tiempo recuperado me lo enseñó. Los estudiosos atribuían la delincuencia a la pobreza y el racismo. Tenían razón. Vi el crimen como una plaga moral concurrente cuyo origen era absolutamente empático. El delito era energía masculina mal dirigida, un anhelo absoluto de rendición extática, un anhelo romántico fracasado. El delito era la pereza y el desorden del descuido personal a escala epidémica. El libre albedrío existía. Los seres humanos eran mejores que las ratas en sus reacciones a los estímulos. El mundo era un lugar jodido. Todos éramos responsables, en cualquier caso.
Yo lo sabía. Bill, también. Él templaba su conocimiento con un sentido de la caridad mayor que el mío. Yo me juzgaba con dureza y traspasaba a otra gente los niveles de exigencia para conmigo mismo. Bill creía en la moderación más que yo. Y quería que hiciese extensivo a mi madre cierto sentido de tal moderación.
Bill consideraba que yo era demasiado duro con ella. Le gustaba mi sinceridad de colega y le desagradaba mi falta de sentimentalismo materno filial. Comenté que estaba tratando de mantener a raya su presencia. Desarrollaba un diálogo con ella. Básicamente, un diálogo interno. Mi actitud externa era de permanente crítica y de valoración falsamente objetiva. Ella cobraba plena fuerza dentro de mí. Me hostigaba y me tentaba. Me puse una bata blanca y me dirigí a ella públicamente, haciéndome pasar por médico. Formulé comentarios desconsiderados para provocar respuestas francas. Mantuvimos una relación clandestina. Éramos como amantes ilícitos que vivían en dos mundos.
Sabía que Bill estaba enamorándose de ella. Y no era una cana al aire como la que había echado con Phyllis Bunny Krauch, sino una fantasía de resurrección. Tampoco era un juego, como su deseo de ver a Tracy Stewart y a Karen Reilly exhumadas, más allá de su condición de víctimas. Estaba interesándose por los espacios en blanco de la pelirroja. Con el mismo interés que sentía por encontrar al asesino, Bill deseaba resolver los misterios del carácter de la víctima.
Hablábamos. Perseguíamos nombres. Nos desviamos por tangentes antropológicas. Nos detuvimos en el aparcamiento del otro lado de la calle, frente al Desert Inn. Anotamos algunos nombres y seguimos el rastro de los diversos propietarios hasta remontarnos a 1958. El hijo del antiguo dueño, que tenía un concesionario Toyota, nos proporcionó cuatro nombres. La pista de dos de ellos nos condujo al depósito de cadáveres y la de los otros dos a sendos establecimientos de coches usados, en Azusa y Covina. Bill tuvo el presentimiento de que el Hombre Moreno era un vendedor de coches. Seguimos aquel presentimiento durante diez días seguidos. Hablamos con un montón de antiguos vendedores. Todos estaban fosilizados.
Ninguno de ellos recordaba el caso que nos interesaba. Ninguno se acordaba del Desert Inn. Ninguno había asomado jamás la nariz por el Stan's Drive-In. No eran de fiar. Casi todos tenían pinta de auténticos desgraciados. Negaban haber frecuentado los bares de El Monte.
Hablábamos. Perseguíamos nombres. Rara vez nos salimos del valle de San Gabriel. Cada nueva pista, cada nueva sugerencia, nos conducía de vuelta allí. Me aprendí de memoria todas las rutas por autovía desde Duarte a Rosemead, a Covina y al norte, hasta Glendora, así como las entradas y salidas de El Monte. Siempre pasábamos por El Monte. Era la ruta más corta hacia las autovías 10 Este y 605 Sur. Aquella población se nos hizo muy familiar. El Desert Inn se había convertido en Valenzuela's. La comida era mala; los camareros, incompetentes. Era una sentina con una banda de mariachis. La repetición me hizo aborrecer aquel tugurio. Perdió su encanto y su factor sorpresa. Dejó de existir para servirme de fondo en mis citas mentales con mi madre. En El Monte ya sólo quedaba un campo de fuerza magnético: King's Row por la noche.
A veces me cerraban en las narices. Llegaba a medianoche y encontraba la verja con el candado puesto. King's Row era un camino de acceso al instituto. No existía para volver a inyectarme el horror. Otras veces encontraba la verja abierta. Entonces entraba con el coche y aparcaba con las luces apagadas. Me quedaba allí sentado, temeroso. Imaginaba toda clase de horrores de 1995 y los esperaba pacientemente. Quería arriesgar mi físico en nombre de ella. Quería que su miedo se fundiera con el mío y se transformara como por ensalmo. Quería asustarme hasta alcanzar un grado de conciencia que provocara nuevas y lúcidas percepciones.
Pero mi temor disminuía al llegar a su punto culminante; nunca lograba asustarme a mí mismo lo suficiente para llegar a esa noche en concreto.
Salió el L.A. Weekly. El artículo sobre Ellroy-Stoner estaba perfectamente realizado. Exponía los casos de mi madre y de Bobbie Long con considerable minuciosidad y subrayaba el papel de la Rubia. Erróneamente, decía que mi madre había sido estrangulada con la media de seda. La omisión de la cuerda resultaba fundamental, pues nos ayudaba a eliminar falsas confesiones y a confirmar las legítimas. Los hechos auténticos ya se habían publicado en GQ y en artículos de periódico antiguos. La omisión del L.A. Weekly era un recurso de urgencia.
En la revista apareció nuestro número de teléfono para quien quisiera dejar mensajes, en negrita destacada.
Recibimos llamadas. Mantuve en marcha el contestador automático las veinticuatro horas. Repasaba los mensajes periódicamente y anotaba la hora precisa en que había llegado cada uno. Bill comentó que los teléfonos 1-800 identificaban el número desde el que se llamaba. Podíamos anotar la hora en que se producía la llamada sospechosa y seguir el rastro del comunicante a través de la factura mensual.
El primer día, cuarenta y dos personas llamaron y colgaron. Dos videntes se ofrecieron a trabajar por dinero. Un hombre dijo que podía organizar una sesión e invocar el espíritu de mi madre por una tarifa puramente simbólica. Un gilipollas metido en la industria del cine planteó que debía contemplar mi vida como una producción de gran presupuesto. Una mujer aseguraba que su padre había matado a mi madre. Cuatro personas dijeron que lo había hecho O.J. Simpson. Un antiguo camarada llamó para darme un sablazo. Al día siguiente, los que llamaron y colgaron fueron veintinueve. Hubo cuatro propuestas de videntes. Dos personas llamaron y acusaron a O.J. Nueve llamadas fueron para desearme suerte. Una mujer aseguró que le encantaban mis libros y propuso que nos viéramos. Un hombre me acusó de escribir novelas racistas y homófobas. Tres mujeres declararon que quizá su padre hubiese matado a mi madre. Dos de ellas añadieron que sus padres las habían sometido a abusos deshonestos.