Llamó la mujer de la Dalia Negra. Llamaron cuatro mujeres más para decir que su padre podría ser el autor de la muerte. Llamó un hombre y delató a su padre. Llamó otro y denunció a su suegro. Llamamos a las personas que nos habían llamado. La información resultó falsa en todos los casos.
Pasé otra semana con los expedientes de los casos Ellroy y Long. No encontré más conexiones. Bill despejó su escritorio en la central. Encontró un sobre con la anotación Z-483-362.
El sobre contenía:
Una tarjeta de visita a nombre de John Howell, de Van Nuys, California. El talonario para pagos del coche de Jean Ellroy. Había efectuado el último desembolso el 5/6/58. Los plazos ascendían a 85,58 dólares mensuales.
Un cheque cancelado de quince dólares, con fecha 15/4/58. Jean Ellroy lo había firmado el día en que cumplía cuarenta y tres años. Lo endosaba un hombre llamado Charles Bellavia.
Una hoja de papel de un bloc de notas, en una de cuyas caras se leía: «Nikola Zaha. ¿Novio de Vic? Whittier.»
Consultamos los nuevos nombres en los ordenadores del Departamento de Vehículos a Motor y del Departamento de Justicia. En el segundo no tuvimos ningún éxito. En el de Vehículos a Motor no había nada de Zaha, pero si de John Howell y de Charles Bellavia. Ya eran un par de viejos. Bellavia vivía en West Los Ángeles. Howell, en Van Nuys. Bellavia era un apellido raro, y dimos por supuesto que hablábamos con el hombre en cuestión. En cuanto a John Howell, sabíamos que teníamos al auténtico. Su dirección en aquellos momentos variaba unos cuantos números de la que constaba en su tarjeta de visita.
Buscamos en el «libro inverso» algún dato sobre Zaha. Encontramos un par en Whittier. Zaha también era un apellido extraño. Whittier quedaba cerca del valle de San Gabriel, de modo que los dos Zaha que se apellidaban así debían de estar emparentados con el nuestro.
Recordé a Hank Hart, un antiguo novio de mi madre. En una ocasión los sorprendí juntos en la cama. Hank Hart tenía un solo pulgar. Encontré a mi madre con otro hombre. Nunca supe cómo se llamaba. El nombre de Nikola Zaha tampoco me sonaba de nada.
Podía tratarse de un nombre clave. El tal Nikola tal vez fuese el motivo del precipitado traslado de mi madre a El Monte.
Bill y yo nos dirigimos en coche a Van Nuys. Encontramos la casa de John Howell. La puerta estaba abierta de par en par. Hallamos a Howell y a su esposa en la cocina. Una enfermera les preparaba el almuerzo.
El señor Howell permanecía conectado a un respirador. La señora Howell iba en silla de ruedas. Los dos eran viejos y frágiles; no parecía que fuesen a vivir mucho tiempo más.
Hablamos con ellos amablemente. La enfermera hizo caso omiso de nuestra presencia. Les explicamos nuestra situación y les pedimos que hicieran un esfuerzo por recordar. La señora Howell estableció la primera conexión. Dijo que su madre se había encargado de cuidarme cuando era pequeño. La mujer había muerto hacía quince años. Tenía ochenta y ocho. Me esforcé por recordar cómo se llamaba. Al fin lo conseguí.
Ethel Ings. Casada con Tom Ings. Inmigrantes galeses. Ethel adoraba a mi madre. Ethel y Tom estaban en Europa en junio del año 58. Mi madre los acompañó hasta el Queen Mary. Mi padre llamó a Ethel para comunicarle la muerte de mi madre. Ethel se sintió muy afectada.
El señor Howell dijo que se acordaba de mí. No me llamaba James, sino Lee. La policía encontró su tarjeta de visita en casa de mi madre. Lo interrogaron. Fueron muy rudos con él.
La enfermera señaló su reloj de pulsera y levantó dos dedos. Bill se inclinó hacia mí.
– Nombres -murmuró.
Vi una libreta de direcciones en la mesa de la cocina y le pregunté al señor Howell si podía echar una ojeada. Él asintió con la cabeza. Pasé las páginas y reconocí un nombre.
Eula Lee Lloyd. Nuestra vecina de al lado, hacia el año 54. Estaba casada con un hombre llamado Harry Lloyd. Últimamente vivía en North Hollywood. Memoricé la dirección y el número de teléfono.
La enfermera dio unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La señora Howell temblaba y su marido respiraba con dificultad. Bill y yo nos despedimos. La enfermera nos acompañó hasta la puerta principal y, cuando estuvimos fuera, cerró de un portazo.
Por un instante logré hacerme cierta idea de hasta qué punto me fallaba la memoria. No recordaba a Eula Lee Lloyd. No recordaba a Ethel ni a Tom Ings. La investigación se prolongaba ya nueve meses. Los huecos en mi memoria quizás estuviesen perjudicando nuestro avance. Recuperé un recuerdo. Me encontraba en una barca con Ethel, Tom y mi madre. Era a finales de mayo o a principios de junio de 1958. Creía haber analizado exhaustivamente cada detalle del momento. Los Howell me enseñaron que no era así. Mi madre podría haber dicho cosas. Podría haber hecho cosas. Podría haber mencionado algún nombre. Los policías me interrogaron una y otra vez. Querían conocer mis recuerdos recientes. Ahora se trataba de que recuperase los antiguos. Tenía que dividirme en dos. El hombre de cuarenta y siete años tenía que interrogar al niño de diez. Mi madre vivía en mi esfera de acción, y yo tenía que vivir con ella una vez más. Tenía que ejercer una presión mental extrema y regresar al pasado que ambos compartimos. Tenía que colocar a mi madre en escenarios ficticios e intentar la exploración de recuerdos reales a través de expresiones simbólicas. Tenía que revivir mis fantasías incestuosas, ponerlas en contexto y embellecerlas más allá de la vergüenza y del sentido de restricción que los acotaba. Tenía que cohabitar con mi madre. Tenía que yacer a su lado en la oscuridad y pasar a…
Aún no estaba preparado. Primero, tenía que despejar un bloqueo temporal. Tenía que seguir el rastro de Lloyd, Bellavia y Zaha y comprobar adónde me conducía. Quería acercarme a mi madre con un cargamento completo de munición retrospectiva. Se aproximaba el juicio de Beckett. Bill estaría en la mesa de la acusación todo el día, todos los días. Y yo quería presenciar el juicio. Quería contemplar a papá Beckett y hacerle un maleficio a su alma despreciable. Quería ver cómo Tracy Stewart conseguía vengarse, por tarde que fuera para ello e insatisfactorio que resultase. Bill me advirtió que el juicio tal vez durase dos semanas. Casi con seguridad, terminaría a finales de julio o a principios de agosto. Para entonces, yo podía cohabitar con la pelirroja.
Teníamos tres nombres entre manos y nos dedicamos con ahínco a perseguirlos.
Telefoneamos a Eula Lee Lloyd y no obtuvimos respuesta. Llamamos a su puerta y no respondió. Lo intentamos durante tres días seguidos, sin éxito. Hablamos con la casera. Nos explicó que Eula Lee estaba fuera, en alguna parte, cuidando de su hermana enferma. La pusimos al corriente de nuestra situación y ella nos aseguró que hablaría con Eula Lee, tarde o temprano. Le diría que deseábamos charlar un rato. Bill le dio el número de su casa. La mujer dijo que se pondría en contacto.
Llamamos a la puerta de Charles Bellavia. Nos atendió su esposa. Dijo que Charles había ido a la tienda; padecía del corazón y cada día daba un paseo corto. Bill le enseñó el cheque cancelado y comentó que la mujer que lo había extendido había sido asesinada dos meses más tarde. Luego, preguntó por qué motivo Charles Bellavia había endosado aquel talón. La mujer nos aseguró que la firma no correspondía a Charles. Yo no le creí. Bill, tampoco.
La señora Bellavia nos pidió que nos fuéramos. Intentamos aplacarla con palabras amables, pero no se tragó nuestra representación. Bill me tocó el brazo para indicarme que era el momento de retirarse.
Retrocedimos. Bill me dijo que entregaría el cheque al Departamento de Policía de El Monte. Tom Armstrong y John Eckler se encargarían de hablar con el viejo Bellavia.
Buscamos a Nikola Zaha.