El cuerpo debería haber sido localizado.
Era posible que hubiesen descuartizado a Tracy en la furgoneta y luego arrojado las partes en diferentes lugares.
Bill opinaba que nunca lo sabrían con seguridad. Robbie mantendría su declaración. Papá Beckett no enviaría aquella nota. Lo de «caso cerrado» era, en efecto, una tontería. Papá Beckett sería condenado por el jurado, pero el juez no le impondría la pena de muerte. Necesitaban un cuerpo. Necesitaban demostrar que papá Beckett había violado a Tracy, tal como había declarado Robbie, pero la palabra de éste no era prueba suficiente. Robbie aseguró que él no había violado a Tracy. Bill no le creyó.
Charlie Guenther prestó declaración. Describió el caso de la desaparición de Tracy Stewart. Describió el trabajo de Gary White para el Departamento de Policía de Aspen. Consultó un cuaderno de notas y enumeró metódicamente las fechas y lugares que mencionaba. Papá Beckett observaba. Dale Rubin protestó de algunas fechas y lugares. Guenther revisó sus anotaciones y las confirmó. Papá Beckett siguió observando. Vestía camiseta deportiva de manga larga y pantalones holgados. Las sandalias casaban con sus canas y sus gafas. Sus compañeros de celda probablemente lo llamasen «papi».
Gloria Stewart subió al estrado para declarar. Describió la vida de Tracy y los sucesos previos a su desaparición. Tracy era una chica tímida y miedosa. Había tenido problemas en el instituto y había dejado los estudios. Rara vez tenía citas. Tracy hacía recados y atendía el teléfono cuando no estaban sus padres. Pasaba muchísimo tiempo en casa.
Dale Davidson se mostró amable. Formuló sus preguntas con tono respetuoso. Dale Rubin interrogó a la testigo. Dio a entender que Tracy vivía enclaustrada y llevaba, en general, una existencia neurótica. Rubin terminó algo nervioso y poco convencido de su propio argumento. Observé a los miembros del jurado y me introduje en sus mentes. Supe que consideraban desmedidas las insinuaciones del abogado. Tracy había sido asesinada. Su vida hogareña carecía de importancia.
Davidson era amable. Rubin, casi educado. Gloria Stewart se mostró como una fiera.
Tembló. Sollozó. Miró a papá Beckett. Lloró, tosió y balbuceó. Su testimonio decía que el caso no estaba cerrado. El odio que sentía llenó la sala. Había asistido al juicio de Robbie y había presenciado cómo era condenado. Fue un fugaz momento de respiro en su odio. Esta vez, tenía otro de esos momentos. Todo aquello no era nada en comparación con la fuerza conjunta del odio que mantenía a diario.
Cuando dejó el estrado de los testigos, pasó junto a la mesa de la defensa y miró detenidamente a papá Beckett. Con un estremecimiento, siguió hasta su banco y tomó asiento. Su marido le pasó un brazo por los hombros.
Yo nunca había experimentado aquella clase de odio. Nunca había tenido un objetivo de carne y hueso.
El juicio de Beckett continuó. Cuatro plantas más abajo, también continuaba el de Simpson. Me cruzaba con Johnnie Cochran cada día. Era un hombrecillo perfectamente pulcro y atildado. Vestía mejor que Dale Davidson y que Dale Rubin.
Sharon Hatch compareció para testificar. En 1981 era la querida de papá Beckett, y dijo que lo había abandonado. Papá Beckett se puso furioso al oírla. La amenazó e hizo otro tanto con sus hijos. Sharon miró a Dale Davidson. Papá Beckett miró a Sharon. Sharon dijo que papá Beckett nunca le había pegado ni amenazado hasta el momento de abandonarlo. Seguí la lógica de Davidson. Estaba planteando el estado mental de papá Beckett antes y después de la ruptura. Antes, estaba tranquilo; después, se le habían cruzado los cables. Yo desconfiaba de aquella línea argumental. Contenía la insinuación, dirigida contra una mujer inocente, de que en lo sucedido existía una relación causa efecto. Tal línea argumental podía golpear a los varones del jurado en los huevos e inducirlos a tratar con conmiseración a papá Beckett. Una golfa carente de sentimientos había jodido al pobre viejo. Observé a Sharon Hatch. Intenté descifrar sus pensamientos. Parecía pasablemente despierta. Tal vez supiese que papá Beckett ya estaba chiflado mucho antes de que rompiese con él. El tipo era un matón que se dedicaba a cobrar préstamos, un fetichista de las armaduras cuya galantería con las mujeres constituía un síntoma del odio que le inspiraban, un psicópata sexual en estado de hibernación. En su fuero interno sabía que deseaba violar y matar mujeres. La ruptura le había proporcionado una excusa. Esta se basaba en una combinación de una parte de rabia y dos de autocompasión. Y no podía fijarse como fecha de inicio de su odio hacia todo el género femenino el día en que Sharon Hatch le había dicho: «Piérdete, encanto.» Papá Beckett ya se dirigía al punto culminante de su explicación. Era como el Hombre Moreno de la primavera del 58. Sentí un leve asomo de comprensión hacia el Hombre Moreno. Y sentí una gran descarga de odio hacia papá Beckett. Mi madre tenía cuarenta y tres años y un humor cáustico. Sabía poner en su sitio a los hombres débiles. Tracy Stewart estaba absolutamente indefensa. Papá Beckett la había atrapado en su dormitorio, donde la muchacha era como un cordero en el matadero.
Dale Davidson y Sharon Hatch formaron un buen equipo. Entre los dos describieron a papá Beckett como una mecha deshilachada a punto de arder. Dale Rubin planteó ciertas objeciones. El juez Cowles aceptó algunas y denegó otras. Las protestas se referían a aspectos legales y apenas presté atención. Yo volvía a estar en South Bay, en 1981, a medio paso de esa noche de hacía veintitrés años.
El juez anunció un descanso. Papá Beckett se encaminó hacia el calabozo contiguo a la sala de juicios. Dos policías de paisano entraron con Robbie, que venía esposado y con grilletes en los tobillos. Vestía ropa carcelaria. Los agentes lo instalaron en el asiento de los testigos y le quitaron las esposas y los grilletes. Robbie vio a Bill Stoner y a Dale Davidson y les hizo un gesto con la mano. Los dos hombres se acercaron a él, mientras todos los asistentes empezaban a sonreír y a charlar.
Robbie era duro de pelar. Alto y macizo, su índice de grasas en el cuerpo no debía de superar el 0,05 por 100. Lucía bigote poblado y larga cabellera color castaño. Parecía capaz de alzar ciento cincuenta kilos y de correr cien metros en menos de diez segundos.
Se reemprendió el juicio. Los policías de paisano se sentaron cerca del estrado de los testigos. El juez ordenó que entrase papá Beckett, quien se sentó al lado de Dale Rubin.
Robbie miró a papá. Papá miró a Robbie. Cada cual comprobó cómo estaba el otro y, a continuación, apartó la mirada.
El secretario tomó juramento a Robbie, tras lo cual éste respondió a algunas preguntas preliminares formuladas por Dale Davidson. Lo hizo con aire fanfarrón. Se encontraba allí para solventar un agravio familiar. Con sus palabras estaba diciendo que sabía lo que se jugaba y que le importaba una mierda. Y decía algo más: «Soy como soy y quien me ha hecho así es mi padre.»
Papá observó a Robbie. Los Stewart, también. Davidson condujo a Robbie de vuelta a Redondo Beach, a la casa de Tracy y al apartamento de papá. Hizo varias protestas. El juez las desestimó o las aceptó. Rubin parecía desconcertado e incapaz de frenar la carrerilla que traía Robbie, quien empezó a mirar directamente a su padre.
Davidson actuó despacio, con premeditación. Llevó a Robbie hasta el momento preciso. Robbie se puso a balbucir y a sollozar. Llevaba a Tracy a la habitación y se la entregaba a papá, que comenzaba a sobarla…
Robbie perdió el hilo. Vaciló y tropezó con sus propias palabras. Dale Davidson hizo una pausa. Suspendió su interrogatorio apenas por unos segundos, calculado con maestría superior. Luego le preguntó a Robbie si estaba en condiciones de continuar. Robbie se enjugó el rostro y asintió. Davidson le ofreció un vaso de agua y le pidió que prosiguiese. Robbie retomó su relato como un actor profesional.