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Él estaba borracho. Papá violó a Tracy. A continuación, dijo que tenían que matarla. La llevaron abajo. Papá la golpeó en la cabeza con una cachiporra…

Robbie vaciló otra vez. Vaciló como si respondiese a una señal, pero nadie le dio tal señal. Sacó de dentro un llanto ruidoso y se puso a hipar. Lloró por su propia vida desperdiciada. No tenía intención de matar a la muchacha. Su padre lo había obligado. No lloraba por la muchacha a la que había matado. Lloraba por su propia pérdida.

Robbie era buen actor. Entendía cómo funcionaba el cambio de tono dramático. Buscó en su vieja autocompasión, extrajo algunas lágrimas y pulsó, en un molto bravissimo, la cuerda del típico buscador de redención. Él era malo, pero no tanto como su padre. Su carácter retorcido y sus remordimientos, espléndidamente fingidos, le proporcionaban carisma y credibilidad al instante. Viajé hacia atrás en el tiempo hasta el 9/8/81. Un hombre tenía que matar a una mujer. Un muchacho tenía que complacer a su padre. Papá sólo mataba mujeres en presencia de otros hombres. Papá necesitaba a Robbie. Sin él, papá no podía matar a Tracy. Robbie sabía qué quería su padre. ¿Tú también la violaste? ¿Lo hiciste porque tu padre lo hizo y lo odiabas y no soportabas verlo disfrutar más que tú? ¿La violaste porque sabías que tu padre la mataría y a fin de cuentas qué importaba una violación más? ¿Buscaste unas bolsas de basura y la descuartizaste en la parte trasera de la camioneta?

Davidson guió a Robbie en su recuerdo de las andanzas de aquella noche y en sus primeros actos para borrar el rastro. Robbie se mantuvo en la historia que ya había contado tantas veces y que había sido grabada de manera oficial. Davidson le dio las gracias y pasó el turno a Dale Rubin. En ese momento, Robbie volvió a hacerse real y tangible. Allí estaba Robbie, enfrentado a papá. Y sin ninguna tontería vendible que distorsionara el maldito asunto.

Rubin intentó desacreditar a Robbie. Le preguntó si había llevado a Tracy a su casa él solo. Robbie respondió que no. Rubin volvió a formular la pregunta de diversas maneras en varias ocasiones. Robbie lo negó repetidamente y alzó la voz con cada nueva negativa. Ahora era todo orgullo. Sentado en la tribuna de los testigos, se pavoneó y repitió sus noes con inflexiones exageradas al tiempo que movía la cabeza arriba y abajo como si hablara con un jodido retrasado mental. Rubin le preguntó si por aquel tiempo solía meterse en peleas. Robbie contestó que era un tipo de sangre caliente. Le gustaba patear culos. Había aprendido de su padre. Todas las cosas malas que sabía las había aprendido de su padre. Rubin le preguntó si acostumbraba pegar a sus novias. Robbie repuso que no. Rubin expresó su incredulidad. Robbie añadió entonces que Rubin podía pensar lo que le viniese en ganas. Cada vez que negaba algo, Robbie sacudía la cabeza arriba y abajo con mayor vehemencia. Rubin insistió. Robbie también, dándose aún más aires. Tenía al menos una decena de matices distintos para sus negativas. Miró fijamente a papá Beckett y sonrió a Dale Rubin. La sonrisa y la mirada decían: «No podéis ganarme porque no tengo nada que perder.»

Papá Beckett alzó varias veces la vista para fijarla en Robbie, en un gesto provocador. No permanecía con la mirada baja por miedo o vergüenza, sino porque estaba cansado. Padecía del corazón y era demasiado viejo para andarse con juegos mentales con los presos jóvenes.

Robbie pasó una jornada y media en el estrado. Fue interrogado y contrainterrogado y cocido a fuego lento y zarandeado de palabra. Lo aguantó todo. No titubeó ni por un instante. En ningún momento dio la impresión de desmoronarse. Era una demostración de arte escénico parricida. Robbie era todo energía y valor, aunque probablemente subestimase el efecto que aquello produciría en su padre, que no paraba de bostezar.

Davidson citó el caso de Sue Hamway. Robbie contó al tribunal todo lo que sabía. Davidson mencionó a Paul Serio. Robbie lo describió como un gilipollas, compañero de andanzas de su padre. Rubin también mencionó a Serio. Robbie se burló de aquel cabroncete e imitó el modo en que subía y bajaba la cabeza. Rubin no lograba sacar de quicio a Robbie, cuyo odio llenaba la sala. Era un odio de origen infantil que con el paso del tiempo se había cargado de razones. Robbie era el protagonista de su propia historia vital; Tracy Stewart, la ingenua actriz principal de la obra. Robbie no sentía nada por ella. No era más que una golfa que jugaba con dos hombres y hacía que las cosas se desmadraran.

Robbie terminó de prestar declaración. El juez ordenó un descanso. Estuve a punto de aplaudir.

Subió a testificar la primera ex esposa de papá Beckett. Dijo que éste era un padre pésimo y que trataba con brutalidad a Robbie, a David y a Debbie. David Beckett prestó declaración. Señaló a su padre y lo llamó «pedazo de mierda». Dale Rubin contrainterrogó a David. Le preguntó si lo habían condenado por abusar sexualmente de menores. David respondió que sí. Señaló a su padre y dijo que había aprendido de él. No abundó en detalles. Debbie Beckett no pudo declarar. Se pinchaba y había muerto de sida.

Fue el turno de Paul Serio. Describió su participación en el asesinato de Susan Hamway y echó toda la culpa a papá Beckett. Ignoraba que había sido un asesinato premeditado; creía que se trataba de un ajuste de cuentas por deudas. Papá Beckett se había cargado a Sue Hamway él solo. Después había sacado un consolador y había dicho: «Hagamos que parezca un asesinato sexual.»

Serio había sentido ciertos remordimientos por la hija de Sue Hamway, que había muerto de inanición mientras el cadáver de ésta se descomponía.

Bill Stoner subió al estrado. Describió la investigación sobre Beckett desde el primer día. Su actitud, de tranquilidad y certeza absolutas, contrastaba con las demostraciones histriónicas de Robbie. Bill era un auditor independiente llamado para pormenorizar y calcular el total de los costos. Dale Rubin intentó ponerlo nervioso, pero no lo consiguió.

La defensa llamó a tres testigos. Dos viejos amigos de Robbie acudieron a declarar. Ambos dijeron que Robbie solía agredir a perfectos desconocidos sin que mediara razón alguna. Rubin controló a sus testigos y éstos dieron una imagen conveniente. El Robbie anterior a Tracy era impetuoso e imprevisiblemente violento. El argumento carecía de fuerza. La actuación deliberada de Robbie la dejaba reducida a nada. Robbie había ofrecido la misma imagen, sólo que con mayor fuerza dramática y en primera persona.

Rubin llamó a su último testigo, otro viejo camarada. Según él, Robbie había reconocido que había violado a Tracy Stewart. Le creí. En cambio, se me escapó cómo lo interpretaba el jurado. Imaginé que su respuesta sería: «¿Y qué?» Robbie ya estaba en la cárcel y no se podía dudar de él. Su autoinmolación robaba la escena a todo lo demás. Los miembros del jurado estaban cansados. Querían volver a casa. Y agradecían la experiencia. Había resultado emocionante y entretenida, y mucho más fácil que si hubiesen tenido que vérselas con el asunto Simpson. Allí había habido sexo y desavenencias familiares. Y se habían obviado los rollos científicos y las apelaciones maliciosas a la raza. En comparación, el espectáculo de la sala principal era muy inferior.

El juicio estaba casi concluido. Bill predijo un veredicto rápido y condenatorio. Gloria Stewart pudo presentarse en el tribunal y enfrentarse a papá Beckett. Pudo insultarlo. Pudo suplicar que le devolvieran el cuerpo de Tracy. La «confrontación con la víctima» era un procedimiento novedoso que acudía en defensa de los derechos de las víctimas y la recuperación psicológica de éstas. Le dije a Bill que no deseaba asistir a las argumentaciones finales ni a la confrontación. Papá Beckett bostezaría. Gloria Stewart haría su declaración y continuaría expresando su dolor. La ley de la confrontación con la víctima fue aprobada gracias a retrasados mentales enganchados a la televisión matinal. No deseaba presenciar la intervención de Gloria. No quería verla representar el papel de víctima profesional. Bill no llegó a presentarnos. Nunca le dijo quién era yo ni a quién había perdido en junio del 58. Sabía que no teníamos nada que decirnos. Sabía que mi dolor nunca había sido comparable al de ella.