El juicio de Beckett se prolongó dos semanas. Bill y yo acudimos a las sesiones a diario, cada uno en su coche. Bill salía con Dale Davidson y con Charlie Guenther casi todas las tardes. A veces se les unía Phil Vanatter. Ahora, Vanatter era famoso. Trabajaba en el caso del asesinato del siglo. El grupo del caso Beckett decidió celebrar el final del juicio. Vanatter fue con ellos. Bill me propuso que los acompañara, pero decliné la invitación. Yo no era policía ni ayudante del fiscal de distrito. No quería ponerme a hablar con profesionales. No quería discutir los aspectos más ridículos y bufos del caso Simpson ni compadecer a quienes lo llevaban. Y andaba escaso de irritación por motivos raciales. No me sentía un blanquito ofendido. Durante más de cincuenta años el DPLA había tratado a patadas a los negros indiscriminadamente. Mark Fuhrman era Jack Webb con colmillos. El ADN era irreductiblemente preciso y confuso. Las conspiraciones racistas poseían más peso dramático. Bill lo sabía, pero era demasiado delicado como para restregárselo por la cara a Phil Vanatter. Marcia Clark necesitaba un Robbie Beckett negro. Un Robbie negro podía incriminar a O.J. con un alma de cosecha propia. La justicia era política y teatro. O.J. Simpson recurría a un victimismo explotable. Yo no era Gloria Stewart.
Me dirigí a West Los Ángeles. Quería encontrar un teléfono de pago privado y llamar a Helen. Quería hablar de Tracy y de Geneva.
Recordé las cabinas telefónicas del hotel Mondrian. Era hora punta. Sunset Boulevard estaría abarrotado, probablemente. Tomé hacia el norte por Sweetzer. Crucé Santa Mónica Boulevard y advertí de pronto dónde me encontraba.
Estaba conduciendo por una zona de asesinatos.
Karyn Kupcinet murió en el ochocientos treinta y algo de North Sweetzer. Fue a finales de noviembre del 63. John Kennedy llevaba cuatro o cinco días muerto. Alguien estranguló a Karyn en su apartamento. La encontraron desnuda, boca abajo en el sofá. La sala estaba revuelta. La Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff llevó el caso. Se ocupó de él Ward Hallinen. Investigaron al novio de Karyn, que era actor, y a uno de sus vecinos, un tipo raro. El padre de Karyn era Irv Kupcinet, un conocido conductor de programas de entrevistas y columnista en Chicago. Karyn se había trasladado a Los Ángeles para buscar una oportunidad como actriz. Su padre la mantenía, pero la muchacha no conseguía levantar cabeza. Su novio y los amigos de éste, sí. Karyn se puso demasiado esbelta; tenía algunos kilos de menos. Tomaba píldoras para controlar el peso y para volar. Guenther creía que su muerte había sido accidental. En la mesilla auxiliar, junto al cuerpo, habían encontrado un libro. Trataba exclusivamente de danza nudista. Una podía bailar como una ninfa de los bosques y liberar sus inhibiciones. Guenther suponía que la chica, borracha, estaba bailando desnuda, se había caído y se había roto el hueso hioides contra la mesilla. Había logrado arrastrarse hasta el sofá y allí había muerto. Bill pensaba que la habían asesinado, tal vez su novio, el vecino raro o algún chiflado que había ligado en un bar. En el 63 recibieron un montón de informaciones sobre el caso. Aún recibían algún soplo de vez en cuando. Recientemente, un tipo del FBI había tenido uno. Según el agente, lo había descubierto en una llamada grabada. Un mafioso aseguraba conocer la auténtica verdad. Karyn estaba chupándosela a un tipo y se había asfixiado con la polla.
Doblé al oeste en Sweetzer con Fountain. Vi el edificio de El Mirador. Judy Dull vivía allí. A sus diecinueve años, ya tenía un hijo y se había separado de su esposo. Posaba para unos anuncios de pastel de queso. Harvey Glatman la encontró. Glatman era sospechoso en el caso Jean Ellroy. Jack Lawton lo exoneró de toda sospecha en el caso Ellroy y lo detuvo por el asunto Dull.
En La Ciénaga, tomé hacia el norte. Allí mismo se alzaba el edificio de apartamentos donde vivía Georgette Bauerdorf. Georgette fue asesinada el 12 de octubre del 44. Un hombre irrumpió en su vivienda, le metió un rollo de vendas en la boca y la violó. La chica murió asfixiada en pleno acto. El asesino nunca apareció. Roy Hopkinson trabajó el caso.
Georgette tenía diecinueve años, como Judy Dull. Georgette tenía dinero, como Karyn Kupcinet. Georgette trabajaba como voluntaria en la cantina de una organización de servicios sociales para el Ejército. Su familia había regresado a Nueva York. Sus amigas aseguraban que se la veía nerviosa y que fumaba demasiado. Vivía por su cuenta. Conducía por Los Ángeles impulsivamente.
Karyn estaba moviendo droga, disimulada tras el dinero de su padre. Judy huía de demasiada vida demasiado deprisa. Georgette se contagió de la fiebre de a bordo y corrió a los chicos de la cantina. Tracy se ocultó en casa. Robbie la recogió allí. Jean escogió mal la población donde esconderse.
Visualicé sus rostros. Formé una fotografía de grupo. Convertí a mi madre en la madre de cada una de ellas. La coloqué en medio del encuadre.
Dime por qué.
Dime por qué eras tú y no otra.
Respóndeme y enséñame cómo has llegado hasta allí.
26
Mi madre afirmaba haber visto cómo los federales abatían a John Dillinger. Por entonces estudiaba enfermería en Chicago. Dillinger murió el 22 de julio del 34. En esa fecha Geneva Hilliker tenía diecinueve años. Mi padre decía que había sido entrenador de Babe Ruth. Tenía una vitrina llena de medallas que en realidad no había ganado. Las historias de mi madre siempre eran más creíbles. Él estaba más desesperado y ansioso por impresionar. Ella mentía para conseguir lo que quería; comprendía los límites de la verosimilitud. Era posible que estuviese a tres manzanas del cine Biograph y escuchara los disparos. Era posible que a partir de ciertos sonidos lo hubiese imaginado todo y hubiera acabado por convencerse de que era verdad, con la ayuda, tal vez, de unos cuantos vasos de bourbon. Era posible que me hubiese contado la historia de buena fe. Entonces tenía diecinueve años. Quizá con ello pretendiese decirme: «Mira lo brillante y prometedora que era.»
Mi padre era un mentiroso. Mi madre era una farsante. Durante seis años los conocí juntos, y durante otros cuatro, separados. Luego pasé siete años más con mi padre. Él crió a mi madre y la mató a tiros. Sus historias siempre estaban hinchadas y cargadas de malicia. Resultaban sospechosas. Durante los siete últimos años de su vida difamaba continuamente a mi madre, a voluntad.
Permanecí en contacto con mi tía Leoda, quien me contó cosas de Geneva. La elogiaba mucho. Yo nunca recordaba una palabra de lo que Leoda me decía. Detestaba a mi tía. Yo era el confidente y ella hacía el papel de primo con la pasta.
Leoda me proporcionaba mentiras de las cuales partir. No podía desecharlas sin más. Quería dar forma a la percepción desde puntos de vista contradictorios. Yo tenía mi propia memoria, que funcionaba perfectamente. Después del juicio de Beckett la sometí a prueba. Recordaba el apellido de antiguos compañeros de clase. Recordaba todos los parques y todas las cárceles dónde había ido a parar alguna vez. Tenía ordenada cronológicamente toda mi vida al lado de mi madre. Recordaba el nombre de antiguos proveedores de droga y de todos mis profesores en el instituto. Tenía la mente clara y precisa. Y una memoria sólida. Podía contrarrestar los fallos sinápticos con las descargas de fantasía. Era capaz de rememorar escenas alternativas. ¿Y si ella hacía lo mismo? Tal vez lo hiciera. Tal vez hubiese reaccionado de la misma manera. La verdad literal era básica. Podía llegar en cantidades limitadas. A mi memoria podía faltarle elasticidad, pero no estaba reprimida.