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La sorprendí en la cama con un hombre. Ella se cubrió los pechos con la sábana. La sorprendí en la cama con Hank Hart. Estaban desnudos. Vi una botella y un cenicero en la mesilla de noche. Nos trasladamos a El Monte. Vi a una puta fugitiva. Quizás escapase para crear un espacio entre sus dos mundos. Dijo que lo hacía por los dos. Iba demasiado acelerada y malinterpretó El Monte. Lo vio como una zona neutra entre dos mundos opuestos. Parecía un buen lugar para juergas de fin de semana. Parecía un buen lugar para educar a un muchacho.

Intentó enseñarme cosas. Las aprendí demasiado tarde. Me hice más disciplinado, meticuloso, diligente y decidido de lo que ella hubiese podido imaginar. Sobrepasé todos sus sueños respecto a mi éxito. Yo no podía comprarle una casa y un Cadillac y expresarle mi gratitud a la manera de un auténtico nuevo rico.

Viajamos en el tiempo. Recorrimos nuestros diez años juntos. Hicimos saltos irregulares hacia delante y hacia atrás. Cada viejo recuerdo tenía su contrapunto. Cada destello de Jean, la pelirroja licenciosa, iluminaba su imagen contrapuesta. Allí estaba la Jean borracha. La Jean con su hijo desagradecido. El chico se ha caído de un árbol. Ella le quita astillas de los brazos. Lo lava con agua de hamamelis. Lo inspecciona bajo una lupa con unas pinzas.

Viajamos en el tiempo. En la oscuridad, perdí conciencia del tiempo real. Aquel equilibrio contrapesado se mantuvo. Me quedé sin recuerdos y abrí los ojos.

Vi la gráfica de la pared. Noté el sudor en la almohada.

Desconecté la máquina del tiempo. Ya no quería llevarla a ningún otro sitio. No quería ponerla en ambientes de ficción ni recoger mis revelaciones y denominarlas un resumen de su vida. No quería descalificarla como una mujer compleja y ambigua. No quería darle menos de lo que le correspondía.

Estaba hambriento e inquieto. Deseaba respirar aire fresco y ver gente viva.

Me acerqué a un centro comercial. Dejé el coche, anduve hasta un merendero y tomé un bocadillo. El lugar estaba abarrotado. Observé a la gente. Observé a los hombres y a las mujeres juntos. Busqué seducciones. Robbie cortejó a Tracy en público. El Hombre Moreno llevó a Jean al Stan's Drive-In. Harvey llamó a la puerta de Judy e hizo que se sintiese segura.

No vi nada sospechoso.

Dejé de inspeccionar. Me quedé sentado, muy quieto. La gente cruzaba mi línea de visión. Me sentí como si flotara. Como si estuviera colocado de oxígeno.

Me vino a la cabeza suavemente.

El Hombre Moreno carecía de relevancia. Tal vez estuviese muerto, o no. Tal vez lo encontrásemos, o no. Nunca dejaríamos de buscar. Ese hombre no era más que una señal de dirección. Me obligaba a esforzarme por ser plenamente justo con mi madre.

Ella era ni más ni menos que mi salvación.

27

El jurado deliberó. Papá Beckett fue condenado por lo de Tracy Stewart. Bill dijo que le caería cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Gloria Stewart se enfrentó a papá Beckett. Clamó por el cuerpo de su hija y llamó a papá cosas terribles. Yo dije que no había cuerpo ni punto final. A papá Beckett lo sentenciaban de por vida. Gloria tenía otra cadena perpetua con papá y con Robbie.

Bill celebró una fiesta en su casa. La denominó «un ensayo para el Día del Trabajo». En realidad, se trataba de una fiesta de despedida por papá Beckett.

Asistí. Estaban Dale Davidson y su esposa, Vivian, que era ayudante del fiscal de distrito y conocía el caso Beckett a la perfección. Asistieron otros ayudantes de la Fiscalía. Gary White y su novia. El padre de Bill asomó la nariz. También se presentaron los vecinos. Todo el mundo comió perritos calientes y hamburguesas y habló del asesinato. Los policías y ayudantes del fiscal se sentían aliviados ahora que el asunto Beckett había terminado. Los que no eran agentes o ayudantes del fiscal pensaban que eso ponía punto final al asunto. Deseé conocer al estúpido que había inventado el concepto de punto final y meterle una buena placa de punto final por el culo. Todo el mundo hablaba de O.J. Todo el mundo especulaba sobre la posible sentencia y sus posibles ramificaciones. Yo no hablé gran cosa. Disfrutaba de mi propia fiesta con la pelirroja. Estaba juguetona. Me robaba las patatas fritas del plato. Compartíamos nuestros propios chistes privados.

Observé a Bill, que engullía hamburguesas y hablaba con los amigos. Sabía que estaba aliviado. Sabía que su alivio se remontaba a la detención de papá Beckett. Había hecho caso omiso de la declaración de papá Beckett respecto a matar a otras mujeres; resultó una decisión hipotéticamente firme. El veredicto de culpabilidad era más ambiguo. Papá Beckett estaba viejo y enfermo. Sus días de violador y asesino habían pasado. Robbie aún tenía edad para seguir violando, matando y moliendo a palos a una mujer. Y había llevado a cabo una actuación desconcertante. Había colaborado con la justicia en el caso del condado de Los Ángeles contra Robert Wayne Beckett, padre. Había hecho amistad con las fuerzas del orden y en nombre de éstos había cometido parricidio. En su expediente carcelario se señalaba su buena conducta. Quizá le sirviera para salir bajo palabra antes de lo previsto.

Bill seguía en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Cumplía su propia cadena perpetua. Había escogido el asesinato. El asesinato me había escogido a mí. Él llegó al asesinato como un deber moral. Yo llegué a él como mirón. Él se convirtió en mirón. Tenía que mirar. Tenía que saber. Sucumbió a repetidas seducciones. Las mías empezaban y terminaban en mi madre. Bill y yo éramos coacusados procesables. Estábamos encausados por el tribunal de Preferencias en las Víctimas de Asesinato. Nos sentíamos inclinados hacia las víctimas femeninas. ¿Por qué sublimar el deseo cuando éste puede utilizarse como instrumento de percepción? La mayoría de las mujeres morían a causa del sexo. Se trataba de la justificación de un mirón. Bill era un detective profesional. Sabía mirar, o cribar, o distanciarse de sus descubrimientos y conservar la compostura profesional. Yo podía evadirme de tales limitaciones. No tenía que consolidar pruebas demostrables ante un tribunal. No tenía que establecer unos motivos coherentes y explicables. Podía revolcarme en la vida sexual de mi madre o de otras mujeres muertas. Podía ordenarlas por categorías y reverenciarlas como a hermanas en el horror. Podía mirar y cribar y comparar y analizar y construir mi propio surtido de vínculos sexuales y no sexuales. Podía declararlos válidos para todo el género y atribuir un amplio abanico de detalles a la vida y la muerte de mi madre. No andaba tras los pasos de sospechosos activos. No intentaba que los hechos se adecuaran a ninguna tesis preestablecida. Lo que intentaba era saber. Andaba tras mi madre como elemento de verdad. Ella me había enseñado algunas verdades en una alcoba a oscuras. Quería devolverle el gesto. Quería honrar en ella a todas las mujeres asesinadas. Aquello sonaba rotundamente ampuloso y egoísta. Me decía que estaba contemplando la vida en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Hacía que reviviese, en una reposición perfecta, aquel momento en el merendero. En ese preciso instante me señalaba un camino.