Y también pasó el miedo. A casi seis cuerpos de longitud por encima del suelo, sentía una relativa calma. Se aferraba con fuerza, en efecto, e incluso luego recordaría que era una suerte que el viento continuara amainando, pero el metal liso le permitía adherir con fuerza los pies de succión. Y era asombroso el panorama que disfrutaba — sí, disfrutaba— desde esa posición. Mirar las cosas desde arriba era de gran ayuda; se obtenía un cuadro bastante amplio de un solo vistazo.
Una embriagadora sensación de triunfo lo embargó cuando el tanque se acercó al cohete y se detuvo. El mesklinita saludó alegremente con las pinzas a McLellan, cuando éste salió al resplandor de las luces del tanque, y sintió un exagerado placer cuando el hombre le devolvió el saludo. El tanque viró a la derecha y enfiló hacia la playa donde aguardaba el Bree. Mack, recordando que Barlennan no tenía protección, esperó consideradamente a que estuviera a cierta distancia antes de despegar. El espectáculo de aquella máquina elevándose despacio y sin soporte amenazó por un instante con reavivarle el viejo temor; pero Barlennan combatió tenazmente esa sensación y se obligó a mirar el cohete hasta que éste se perdió de vista en la luz del sol.
Lackland también observaba; pero, cuando desapareció el último destello de metal, no perdió más tiempo y condujo el tanque hacia donde aguardaba el Bree. Se detuvo a cien metros de la nave, aunque a distancia suficiente como para que las pasmadas criaturas de las cubiertas vieran al capitán encaramado en el techo del vehículo.
Un rumor de furia creció en medio de la tripulación cuando la portezuela del tanque se abrió y surgió la figura de Lackland. Su modo de vida, que oscilaba entre la piratería y el comercio, había seleccionado a los más dispuestos para luchar sin titubeos ante la menor amenaza para cualquiera de ellos; los cobardes habían desistido tiempo atrás, y los individualistas habían muerto. Lo único que salvó la vida de Lackland fue el hábito, el condicionamiento que les impedía dar el brinco de cien metros que aun los más débiles podían efectuar con una mera flexión de los músculos. Reptando como habían hecho toda la vida, bajaron de las balsas como una cascada roja y negra, y se desparramaron por la playa avanzando hacia la máquina alienígena. Lackland los vio venir, pero entendió tan mal sus motivos que ni siquiera se dio prisa cuando tendió la mano hacia el techo, recogió a Barlennan y lo depositó en el suelo. Luego metió los brazos en el vehículo y sacó las radios que había prometido, posándolas en la arena junto al capitán; y para entonces los tripulantes habían comprendido que el capitán estaba vivo y aparentemente ileso. El alud se detuvo confusamente, moviéndose con indecisión entre la nave y el tanque; una cacofonía de voces, que iban desde las más graves hasta las más agudas que la radio podía reproducir, sonó en los altavoces del traje de Lackland. Aunque había hecho lo posible para atribuir significado a algunas de las conversaciones nativas, el hombre no entendió una sola palabra de lo que decían. Quizá fue mejor para su paz de espíritu; había comprendido hacía tiempo que hasta un blindaje capaz de soportar la presión de ocho atmósferas de la superficie de Mesklin significaba poco o riada para las pinzas mesklinitas.
Barlennan detuvo la algarabía con un ronquido que Lackland quizás hubiera oído directamente a través del blindaje, si la reproducción por radio no lo hubiera ensordecido.
El capitán sabía muy bien lo que pensaban sus hombres, y no tenía ganas de ver fragmentos escarchados de Lackland esparcidos por la playa.
— ¡Calma! — En realidad Barlennan sentía una calidez muy humana ante la reacción protectora de sus tripulantes, pero no era momento para alentarlos —. Muchos de vosotros habéis hecho el ridículo aquí con la falta de peso, de modo que deberíais saber que yo no corría peligro.
— Pero prohibiste… — Sé que prohibí esos actos, y os dije por qué. Cuando regresemos al peso normal y a una vida decente, no debemos tener hábitos que puedan derivar en actos irreflexivos y peligrosos como ése… — Señaló con la pinza el techo del tanque —. Todos sabéis lo que puede hacer el peso normal; el Volador no lo sabe. Él me puso allí, y visteis cómo me bajó, sin siquiera pensarlo. Viene de un lugar donde prácticamente no hay peso, donde, según creo, podría caer desde una altura de varios cuerpos sin lastimarse. Podéis verlo vosotros mismos: si apreciara normalmente la altura, ¿cómo podría volar?
La mayoría de los presentes había hundido los rechonchos pies en la arena, como tratando de afianzarse mejor durante el discurso. Era dudoso que se tragaran del todo las palabras del capitán, pero al menos habían desistido de sus intenciones iniciales hacia Lackland. Nuevamente iniciaron su charla zumbona, pero parecían más asombrados que enfurecidos. Sólo Dondragmer callaba, un poco alejado de los demás; y el capitán comprendió que su piloto necesitaría una explicación más detallada.
— ¿Están preparados los grupos de caza?
La pregunta de Barlennan silenció el parloteo una vez más.
— Aún no hemos comido — respondió Merkoos con inquietud—, pero todo lo demás, redes y armas, está preparado.
— ¿La comida está lista?
— Dentro de un día, capitán — respondió Karondrasee, el cocinero, que se volvió hacia el barco sin esperar más órdenes.
— Dondragmer, Merkoos, coged una de estas radios cada uno. Me habéis visto usar la del barco. Sólo tenéis que hablar cerca de ellas. Podéis efectuar un movimiento envolvente realmente eficaz con ellas, pues no será necesaria la proximidad para que los líderes se vean.
«Dondragmer, no sé si os dirigiré desde la nave, como pensé originalmente. He descubierto que es posible abarcar notables distancias desde arriba del vehículo del Volador; si acepta, viajaré con él cerca de la zona de operaciones.
— ¡Pero, capitán! — Dondragmer estaba pasmado —. ¿Esa cosa no ahuyentará a todas las presas de la cercanía? Se la oye a cien metros y se la ve a gran distancia. Además… Se interrumpió, sin saber cómo expresar su principal objeción. Barlennan habló por éclass="underline"
— Además, nadie podría concentrarse en la cacería si yo estoy a la vista a tal distancia del suelo, ¿verdad? — Las pinzas del piloto dieron un silencioso asentimiento, y los demás tripulantes emularon el gesto.
Por un instante, el capitán sintió la tentación de razonar con ellos, pero comprendió a tiempo la futilidad del intento. No podía recobrar la perspectiva que había compartido con ellos hasta hacía poco tiempo, pero sí comprendía que antes él tampoco habría escuchado lo que ahora le parecía «razonable».
— De acuerdo, Dondragmer, olvidaré esa idea. Quizá tengas razón. Me mantendré en contacto con vosotros por radio, pero permaneceréis fuera de mi vista.
— Pero ¿montarás encima de esa cosa? ¿Qué te ha ocurrido? Ya sé que una caída de pocos metros no significa nada aquí, en el Borde, pero nunca correría el riesgo deliberadamente y no entiendo que otro esté dispuesto a hacerlo. Ni siquiera me imagino encima de esa cosa.
— Hace poco tiempo estabas a un cuerpo de altura en un mástil, si no recuerdo mal — replicó Barlennan, secamente —. ¿O fue a otro a quien vi revisando los aparejos sin bajar el travesaño?
— Eso era distinto… Yo tenía un extremo sobre cubierta — respondió, incómodo, Dondragmer.
— Pero tu cabeza tenía bastante espacio para una caída. He visto que otros también hacían lo mismo. Recordaréis que dije algo al respecto cuando nos internamos en esta región.