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Con un rápido movimiento, Bond puso la palanca de cambio en posición de avance. Disponía de quizás unos veinte centímetros de espacio para maniobrar. Pisó ligeramente el acelerador. El Bentley avanzó un poco, aplastando de nuevo al que antes había gritado. Al modificarse la dirección, el coche cobraba velocidad y partía hacia el angosto espacio libre.

La dirección del Mulsanne Turbo es tan ligera y precisa, que Bond apenas necesitaba trabajar con el volante: una pequeña maniobra bastó para introducirlo en la angosta brecha que separaba al camión del automóvil contrario. Nueva maniobra a la izquierda. Al frente. Brusco giro a la izquierda. Un pelo hacia la derecha. Pisó el acelerador y se escabulleron frente al morro del coche que invadía la calzada contraria, pero apenas a un centímetro entre el camión y la roca del lateral.

Repentinamente volvían a tener vía libre: la carretera descendía desierta ante ellos, en dirección a Mónaco.

– ¿Gente del oficio?

Aunque la voz de Percy no denotaba temor alguno, Bond se dio cuenta de que estaba temblando.

– ¿Del nuestro, quieres decir?

Asintiendo con la cabeza, Percy añadió un «Sí» casi imperceptible.

– Lo dudo. Por las trazas, buscaban robarnos y llevarse lo que pudieran. En esta costa siempre han abundado pandillas de ésas. Ya sabes: a un panal de rica miel… La miel siempre ha atraído a las moscas.

Mentía a sabiendas: no podía excluirse que los de las hachas fuesen gángsters, pero la trampa que les habían tendido era, por su precisión y refinamiento, trabajo de profesionales de más categoría. En cuanto dispusiera de una línea de comunicación segura, lo pondría en conocimiento de Londres. Así se lo dijo a Percy.

– Y yo haré lo mismo -respondió ella.

No volvieron a decir palabra hasta llegar a la habitación de ella. Su relación ya no iba a ser en adelante la misma.

– Eran profesionales -dijo Percy.

– Sí.

– No me gusta esto, James. Pese a toda mi experiencia, todavía soy sensible al miedo.

Se le acercó, y un minuto más tarde estaba en sus brazos. Se unieron las bocas como si el uno buscase nuevo aliento en la del otro. Ella le recorrió la mejilla con los labios, y luego el cuello, susurrándole su nombre al oído.

Y de esa forma, unidos en el sentimiento y en la necesidad, se convirtieron en amantes. Todos los momentos de los días sucesivos, a partir de ése, quedaron marcados por la premura de aquella nueva interdependencia, a un tiempo mental y física, y con ella llegó una nueva inquietud, a cuyo dictado se entregaron todavía con más ahínco a la tarea de preparar a Bond para su encuentro con el que había sido esposo de Percy.

Hacia principios de la tercera semana, y conforme Bond empezaba a dominar los entresijos de la programación de microordenadores, Percy decretó una inesperada pausa.

– Quiero enseñarte la clase de trabajo a que muy probablemente se dedica Jay Autem en estos momentos -anunció, en tanto desconectaba el Terror Doce y retiraba los lectores de discos que Bond había estado utilizando entretanto.

Los sustituyó por un voluminoso aparato lector de placas duras que funcionaba por láser. Conectada la instalación, introdujo un programa, a fin de que las memorias del ordenador lo «leyeran».

Si los TEWT le habían parecido fascinantes a Bond, el programa que estaba a punto de conocer los convertiría en un simple juego de niños. Lo que apareció seguidamente en la pantalla no era el habitual gráfico de ordenador a que había terminado por habituarse, sino auténticas fotografías, «vivas» y con sus colores naturales, como de una película que pudiese uno dirigir a su antojo.

– Vídeo -explicó Percy-. Una cámara que opera mediante un disco duro de lectura por láser. Fíjate.

Accionó el mando, y fue como si se encontraran en el interior de un coche, viajando por una calle de intenso tráfico. Aunque desde luego las personas que aparecían por intervención de Percy eran menos reales que el fondo sobre el cual evolucionaban, corrían y actuaban, el simulacro tenía una autenticidad nueva y casi sobrecogedora. Más que un juego, se hubiera dicho una escena de la vida cotidiana.

– Lo he titulado «Atraco al banco» -comentó.

La eficacia del simulacro resultaba indudable: combinadas hábilmente, película y gráfico permitían escenificar un auténtico asalto con todas sus posibles incidencias. Bond quedó más que impresionado.

– Una vez te haya enseñado a tratar y reproducir el trabajo de Jay Autem, tendrás a tu disposición el Terror Doce y tres cintas con que complementarlo. Que no se diga que no te he proporcionado cuanto puedas necesitar.

Bond estuvo aplicado al trabajo hasta última hora de la tarde. Permanecía, sin embargo, silencioso, divididos sus pensamientos entre la labor que tenía por delante y las terribles posibilidades que aquel instrumento ponía a disposición de Jay Autem, o de cualquier otra persona dueña del necesario conocimiento y determinada a hacer el mal.

La cosa, bien mirada, no tenía nada de sorprendente: si existían programas capaces de adiestrar a los militares en táctica y estrategia, su misma existencia ponía al alcance de los desaprensivos los medios necesarios para robar, estafar o incluso matar.

– ¿Y de veras crees -le preguntó a Percy mucho más tarde, acostados ya- que hay malhechores que se sirven de programas de adiestramiento como el que me has enseñado hoy?

– Lo contrario me sorprendería -el semblante de ella había adquirido una expresión grave-. Como me sorprendería que Jay Autem no se dedicase a adiestrar delincuentes, o incluso terroristas, en su bonita casa del Oxfordshire -lo dijo con una risita exenta de alegría-. Dudo que le pusiera Endor, el nombre de una bruja, por casualidad. El del Santo Terror es un humor negro.

Bond comprendió que ella acertaba casi sin duda alguna. Cada dos días venía recibiendo de Inglaterra, por mediación de Bill Tanner, un informe condensado de las noticias procedentes de Nun's Cross, donde se había montado un servicio de vigilancia sobremanera discreto, cuyos agentes eran relevados cada cuarenta y ocho horas.

Le preguntó a Percy qué había ocurrido realmente, según ella, la noche de la desaparición del profesor Holy.

– Bien; es casi seguro que no desapareció solo. Debía de acompañarle el bueno de Zwingli, Joe Vueltas, y ese tipo estaba como una cabra. La ficha que tiene en Langley es de un metro de largo.

– Supongo que se cargarían al pobre del piloto y luego saltarían en paracaídas, ¿no?

Bond lo dijo como hablando para sí. Percy asintió, y encogiéndose de hombros, repuso:

– Y más tarde, cuando le conviniese, se desharía de Zwingli.

Los últimos días de su formación los dedicó Bond a reproducir en todas sus modalidades los programas posibles mediante los métodos que Percy sabía al alcance del profesor Holy. Las dos jornadas finales las reservaron para sí mismos.

– Eres un prodigio -le aseguró Bond a Percy-. No conozco a nadie que hubiera sido capaz de enseñarme tanto en tan poco tiempo.

– La verdad es que tú me has facilitado las cosas -repuso ella mientras posaba de nuevo la cabeza en la almohada-. Anda, James, cariño, un último número, como dice la gente del jazz… Y luego salimos, cenamos opíparamente y me enseñas a jugar en serio en las mesas de las salles privées.

Era media tarde, y a las nueve de la noche estaban ya sentados ante la primera mesa de lo que se considera el sanctasanctórum de los casinos. Aunque a esas alturas jugaba ya con precaución, a Bond seguía viniéndole de cara la suerte. Cuidó de no arriesgar en ningún momento más de lo que llevaba ganado, y que era cuatro veces lo que tenía al entrar, ni de embarcarse por impulso en las apuestas más remunerativas, pero también comprometedoras.

Durante las tres horas que jugaron aquella noche, vio reducidos sus beneficios, en determinado momento, a cuarenta mil francos. Pero luego la rueda empezó a girar a su favor, y hacia el fin de la velada sus ganancias alcanzaban ya los trescientos mil francos. Dejó pasar dos jugadas, decidido a que la siguiente fuera la última de la noche, y en ese instante notó que a Percy se le cortaba el aliento. Vio que se había quedado lívida, y que tenía clavados los ojos en la entrada. Más que de temor, la suya era una mirada de completo asombro.