– Ven y dame ahora una de tus auténticas palizas -le dijo, sonriendo con dulzura.
– ¿Cenaremos juntos? -le preguntó Bond más tarde, mientras tomaban el té en el salón de huéspedes.
El hotel estaba repleto. Tres camareros españoles se afanaban de un lado a otro, distribuyendo teteras y pequeñas fuentes de emparedados y repostería fina. «Igual que el Brown's de Londres en una tarde de domingo -pensó Bond-, pero sin el atildamiento de allí.»
– ¡Jesús, cariño…! -exclamó Freddie con la expresión que componía cuando deseaba mostrarse «desolada»-. Tengo ya un compromiso -explicó. Y acto seguido, con una sonrisa-: Y a poco bien que juguemos nuestras cartas, la invitación te incluirá a ti. ¿Sabes?, tengo aquí unos viejos amigos -agregó. Y en tono repentinamente confidencial-: Podrían ser los que andas buscando, James. Cuando dijiste que querías entrar en el terreno de los ordenadores, ¿hablabas en serio?
– Totalmente en serio.
– Magnífico. Al bueno de Jason le encantará.
– ¿Quién es ése?
– Un amigo mío. O, mejor dicho, unos amigos míos, porque también lo es su mujer: Jason y Dazzle St. John-Finnes.
– ¿Ella se llama Dazzle?
Freddie hizo un ademán de impaciencia.
– Su verdadero nombre es Davide o algo por el estilo, pero todo el mundo la llama Dazzle. Gente estupenda. Se dedican al negocio de los juegos electrónicos, y en gran escala. Son inteligentísimos; inventan una especie de simulacros bélicos terriblemente complicados.
«M» le había dado ya referencias de los restantes miembros del equipo de Jay Autem Holy: la «esposa», Dazzle; un joven profesional llamado Peter Amadeus («austríaco, me parece») y Cindy Chalmers, todavía más joven, y graduada en Cambridge.
– Ella es una viciosa perdida -le confió Freddie-. La gente de aquí la llama Cindy la Pecadora, y es de lo más popular, sobre todo entre los hombres. Es negra, ¿sabes?
Bond dijo que no, que no lo sabía, pero que le gustaría comprobarlo. ¿Qué tal se llevaba Cindy la Pecadora con Peter Amadeus?
– Oh, cariño, el tal Amadeus es la clase de chico del que una mujer no tiene nada que temer ni esperar…, ya me entiendes. ¿Sabes qué? Voy a darle un telefonazo a Jason -como mucha gente de su mundo, Freddie utilizaba el habla particular de Londres, sobre todo cuando estaba fuera de la capital-. Más que nada, por asegurar me de que no le importa que me presente acompañada.
Se ausentó cinco minutos. Bond sabía, sin embargo, cuál iba a ser el resultado de la consulta. Freddie era -tenía que reconocerlo- tan agradable como buena actriz.
– Resultado positivo, James -anunció al volver-. Estarán absolutamente encantados de que vayas a cenar.
Como él daba por descontado, pensó Bond, y también ella.
A pesar de su afectación, de su forma de hacer, algo boba, y de su indiscutible ligereza moral, Freddie Fortune era una amiga leal y, aunque ingenua en sus juicios, se mostraba inconmovible cuando se entregaba a una causa o a una persona. Bond tenía la seguridad de que en aquella ocasión concreta la estaban utilizando, y posiblemente no sospechaba Freddie tan siquiera los peligros a que le estaba exponiendo y, posiblemente, se exponía ella misma.
Mediante un discreto interrogatorio trató de averiguar desde cuándo «el bueno de Jason» y su «esposa» eran tan amigos suyos. Si bien con algunos rodeos, acabó por reconocer que les trataba hacía exactamente dos meses.
Se trasladaron a Endor en el Bentley.
– Me entusiasma el olor del cuero en un coche. Es tan decididamente sexual… -comentó Freddie al acomodarse en el asiento del acompañante, espacioso como una butaca.
Bond tuvo buen cuidado de pedir que le indicase el camino.
– Lo más probable es que el portón esté cerrado. De todas formas, sitúate delante y espera. Jason es un maníaco en cuestiones de seguridad. Tiene montones de artilugios electrónicos, todos ellos increíbles.
– Apuesto a que sí -replicó Bond por lo bajo, pese a lo cual, y obedeciendo las instrucciones de Freddie, torció a la derecha y detuvo el auto a un par de centímetros de la alta cancela de doble hoja.
Se hubiera jugado cualquier cosa a que el hierro forjado de su exterior ornamental era en realidad acero. La barrera tenía tres macizas cerraduras, y sus goznes quedaban ocultos por los sólidos pilares de piedra. Y debía de existir en alguna parte una cámara de televisión de circuito cerrado, pues apenas llevaban unos segundos esperando, cuando sonaron audibles chasquidos en las cerraduras y las hojas de la cancela retrocedieron automáticamente.
Tal y como Bond imaginaba, Endor era una vasta mansión de quizá veinte habitaciones. De estilo georgiano clásico, había sido construida con dorada piedra de Cotswold y tenía un atrio con columnas y ventanas de guillotina distribuidas simétricamente.
El crujir de la gravilla bajo las ruedas del Bentley le devolvió a la memoria una serie de recuerdos: de los coches que había tenido anteriormente y -eso le pareció curioso- de sus días de internado, cuando devoraba las novelas de Dornford Yates, cuyos héroes partían al volante de Bentleys y Rolls-Royces en aventuras relacionadas con el rescate de damas de suprema belleza y minúsculos pies.
Jason St. John-Finnes -porque a partir de aquel momento debía darle exclusivamente ese nombre- les estaba esperando en el umbral. No había hecho nada por alterar su aspecto. Y según todos los indicios, los años que llevaba «muerto» habían sido misericordiosos con él, pues presentaba exactamente el mismo aspecto que en las numerosas fotos existentes en los archivos del cuartel general de Regent's Park. Esbelto y de elevada estatura, se encontraba a todas luces en buena forma física, pues sus movimientos tenían la gracia y seguridad de un atleta. En cuanto a sus famosos ojos verdes, eran tan impresionantes como aseguraban cuantos le conocían. Alternativamente cálidos y fríos, su efecto resultaba casi hipnótico: vivos y penetrantes, daban la impresión de calar en la propia alma de las personas. La nariz, ciertamente, voluminosa y ganchuda, era como un gran pico, de modo que, combinada con la lucidez escrutadora de los ojos, hacía pensar en un ave de presa. Bond se estremeció en su interior: había algo sobremanera siniestro en el profesor Jay Autem Holy. Y, sin embargo, esa sensación desapareció en cuanto aquel hombre abrió la boca.
– ¡Freddie! -exclamó al acercarse para besarla-. Es maravilloso verte. Y también celebro conocer a tu amigo -le tendió la mano-. Se llama usted Bond, ¿verdad?
Hablaba con voz modulada, agradable, vibrante de humor y casi sin acento, como un americano de Boston. Le estrechó la mano con firmeza y efusión, amistosamente: su contacto transmitía una oleada de buena disposición y afabilidad.
– Vaya, ahí llega Dazzle. Cariño, te presento a mister Bond.
– James -aclaró el interesado, en peligro ya de caer bajo el hipnótico encanto de su anfitrión-. James Bond.
Los latidos del corazón se le aceleraron por un instante al mirar a la mujer alta, esbelta, de melena rubio ceniza, que acababa de salir de la casa. Aunque luego comprendió que la impresión había sido un efecto de la luz, a aquella distancia, y en particular con el resplandor del crepúsculo, Dazzle podría haber pasado por Percy Proud: el mismo pelo, igual tipo y estructura ósea e incluso semejante a ella en la forma de moverse.
Dazzle se mostró tan afable y acogedora como su esposo. Juntos creaban un extraño efecto, como si, envolviéndole a uno, le arrastraran al interior de una especie de círculo mágico. Mientras se alejaban del coche, camino del espacioso recibidor, a Bond le asaltó el deseo absurdo de mandar a paseo todas las precauciones, sentarse frente a Jason y preguntarle abiertamente qué pasó en realidad la noche ya tan lejana en que partió en aquel malhadado vuelo. ¿Qué perseguía con su desaparición? ¿Cuáles eran sus propósitos actuales? ¿Y qué lugar ocupaba Zwingli en aquel esquema?