– Dudley, ¿por qué no se sienta usted a mi lado? -sugirió Alvirah-. ¡Uf! -exclamó cogiendo una silla-. El mar debe de estar agitándose.
– El mar es impredecible, señora mía-replicó Dudley con aires de entendido mientras la ayudaba a sentarse-. Como la mayoría de las damas -añadió alzando una ceja-. Los hombres nunca sabemos qué esperar. ¿No es cierto, Jack?
A Regan le divirtió la expresión de Jack. Sabía que no le habría gustado nada que Dudley se hubiera metido con él en el mismo saco. Jack ya había comentado que el director le parecía un pobre diablo.
Alvirah estaba arrepintiéndose de no haberse puesto el broche con el micrófono oculto. Muchas veces había recogido algún comentario que luego resultaba ser revelador si se escuchaba con atención.
En cuanto estuvieron todos sentados, apareció un camarero para tomar el pedido.
Alvirah se volvió hacia Dudley.
– Ha tenido usted un día bastante ajetreado, ¿verdad? -preguntó comprensiva-. ¿Se sabe algo del camarero que se tiró al agua en el puerto de Miami?
Dudley notó un ligero aleteo en el estómago. No había tenido el valor de ir a su oficina a leer el correo electrónico. Agradecía el hecho de que el sistema de comunicaciones del barco apenas captara los canales de televisión local. Sabía que la oficina del comodoro en Miami seguramente le habría contactado para discutir cualquier noticia del incidente que hubiera llegado a los informativos de la tarde. «Soy como Escarlata O'Hara -admitió de mala gana-. Siempre pensando en mañana.»
– No he oído nada más -pudo contestar con sinceridad-. Tal como anunció el comodoro, se trataba de una ofensa doméstica, nada más. El hombre se había retrasado en el pago de la pensión.
Ivy blandió el dedo.
– Eso es lo bueno de no haber conocido a tu media naranja, que nunca he tenido que preocuparme por un ex marido vago. Cuando era pequeña, mi padre entregaba a mi madre su sueldo en un sobre cerrado todos los viernes, y ella le daba su asignación. Y todo funcionó muy bien hasta que mi padre pidió un aumento. -Ivy sonrió al camarero que le estaba sirviendo un martini de manzana. Luego bebió un sorbo con gran expectación-. Las cosas que pueden hacer con las manzanas -se regocijó-. Ay, debería haber esperado a que los sirvieran a todos. Es que estoy tan nerviosa… Pero con ustedes me siento a salvo. -En cuanto todos tuvieron su bebida, alzó la copa-. ¡Vamos a hacer un brindis!
– Salud -corearon todos.
La lluvia empezó de pronto a martillear en las ventanas.
– No me gustaría nada estar ahí fuera -comentó Regan.
El barco se bamboleaba mucho-. ¡Escuchad el viento! La tormenta ha llegado muy deprisa, ¿verdad, Dudley?
– Como ya les dije, el mar es impredecible, señora -sentenció Dudley aferrando su copa-. He visto muchas tormentas que nos han cogido por sorpresa, y si esta es como la mayoría de las otras, desaparecerá tan deprisa como vino. Y eso es lo que predigo.
– Siempre que no haya icebergs por aquí -comentó alegremente Ivy-. Yo ya he tenido bastantes sorpresas por hoy. Bueno, aquí viene Benedict Arnold,
– ¿Qué? -preguntó Regan perpleja.
– Mi compañera de camarote, Maggie.
Maggie Quirk atravesaba la sala en dirección a ellos, seguida de Ted Cannon, que se había quitado la barba y el gorro.
– ¡Huuuy! -exclamó Maggie agarrándose del brazo de Ted cuando el barco volvió a dar un súbito bandazo.
– ¡El barco no se ha movido, Maggie! -le dijo Ivy-. ¡Han sido imaginaciones tuyas!
Maggie sonrió.
– Ivy, lo siento. Al principio pensamos que te lo habías inventado todo, como tenías tantas ganas de representar un misterioso asesinato a bordo… Ahora todo el mundo sabe que algo te dio un susto de verdad.
– Desde luego están pasando cosas -convino Jack, levantándose a la vez que Dudley.
Se hicieron las presentaciones y se acercaron dos sillas a la mesa.
– Ted sabe que compartimos camarote y me ha preguntado por ti -explicó Maggie.
Alvirah advirtió el gorro que llevaba Ted en la mano.
– ¡Eso era! -exclamó.
– ¿Qué era qué? -preguntó Regan.
Alvirah rebuscó en su bolsillo.
– El cascabel que encontramos en la capilla. Es igual que los dos del gorro de Ted. -Se volvió hacia Dudley-. ¿Cuántos cascabeles llevan esos gorros?
Dudley vaciló un momento.
– Dos.
– Dudley, deberíamos inspeccionar los ocho gorros que llevan los Santa Claus, a ver si todos tienen dos cascabeles. Si es así, entonces podremos deducir que el que robó los trajes de Santa Claus estuvo en la capilla.
Regan se quedó mirando a Dudley. El director habría reconocido el cascabel, sin duda, pero no había dicho nada. Era evidente que no quería que nadie pensara que la persona o personas que robaron los trajes andaban merodeando por el barco. Y si ese fuera el caso, ¿estaría todo aquello relacionado con lo que Ivy vio en la capilla?
Otro bandazo del barco tiró las copas.
– Es hora de retirarse -anunció Jack, mientras todos se apartaban de la mesa empapada-. Tened cuidado. Me parece que la tormenta va a arreciar.
– No se preocupen -dijo Dudley, intentando mostrarse optimista-. En esta vieja bañera están todos a salvo.
Y Alvirah recordó de pronto las palabras de la vidente:
«Veo una bañera, una gran bañera. En ella no está usted a salvo…»,
21
– ¡Esto es de locos! -exclamó furioso Bala Rápida, acurrucado con Highbridge detrás del granero, con la lluvia cayéndoles encima desde todas direcciones-. Nos estamos empapando. Y cuando se haga de día, ¿qué vamos a hacer? Aunque dejara de llover, vamos a parecer dos pollos mojados. Será imposible andar por ahí con estos trajes de Santa Claus.
Highbridge añoraba su casa de Greenwich, con el jacuzzi en el dormitorio principal y sus vistas sobre Long Island Sound. Heredó tanto dinero que no necesitaba haber timado a los inversores, pensó. Pero fue divertido. Ahora, empapado y deprimido, con un traje de Santa Claus que picaba, se dio cuenta de que debería haber ido a un psicólogo para tratarse sus instintos criminales. Y la de dinero que malgastó con su ex novia caza fortunas, que ahora se deslizaba por las pendientes de Aspen con otro. Si no llegaba a Fishbowl Island, una cosa era segura: aquella chica no se ganaría un crucero como aquel visitándolo en la cárcel. La idea de cambiar su guardarropa de Armani por un traje de presidiario le provocó más ansiedad, si eso era posible.
– Eric nos estará buscando -dijo-. Como nos encuentren, también se juega el cuello.
De pronto las aspas del molino del hoyo nueve, que giraban como locas, se soltaron y salieron volando por los aires para aterrizar a pocos centímetros de sus pies.
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Eric sabía que si se encontraba a Alvirah Meehan en una cubierta desierta, la tiraría por la borda. De no ser por ella, Bala Rápida y Highbridge seguirían a salvo en su camarote, y él estaría mucho más cerca de su gran recompensa. Pero tal como iban las cosas, ya no le darían la segunda mitad de su paga cuando los hombres de Bala Rápida y Highbridge los recogieran en Fishbowl Island. Y suerte tendría si ninguno de ellos, una vez a salvo fuera de Estados Unidos, no escribía una carta a las autoridades explicando exactamente cómo habían logrado salir del país.
De pronto se le ocurrió otra cosa. Si se tropezaba con Dudley en una cubierta desierta, sería un placer incluso mayor tirarle al agua. Todo eso le pasaba por la mente mientras se veía obligado a abandonar temporalmente la búsqueda de sus dos polizones para ir a ver a Crater. Agarrado a la barandilla bajó a la carrera un tramo de escalera detrás de otro hasta la enfermería en las entrañas del buque. A medida que bajaba, el bamboleo del barco se iba mitigando, pero a pesar de todo estuvo a punto de perder el equilibrio en el pasillo junto a la enfermería.