Contaba con que la sala de espera estuviera vacía, y le decepcionó verla llena de pasajeros en busca de algún parche para el mareo. Bobby Grimes, cuyo ebrio estallido había sido la comidilla de la fiesta de cóctel, tenía la cabeza entre las manos.
Nada más ver a Eric exclamó:
– ¡Sabía que tenía que haberme quedado en casa!
«Y ojalá te hubieras quedado», pensó Eric mientras atravesaba la pequeña sala de recepción y abría la puerta que daba a la consulta de Gephardt y las salas de tratamiento. La enfermera detrás de la mesa estaba ordenando la medicación. Tenía el aspecto de un perro guardián. Al ver a Eric frunció el ceño con expresión de desaprobación.
– Mi tío quiere que hable con Crater -informó Eric-. ¿En qué habitación está?
– En la segunda de la derecha. El doctor Gephardt está con él.
La puerta de la habitación estaba abierta.
– Esta inyección le aliviará esos espasmos de la espalda, señor Crater -decía el médico, junto a la cama-. Y también le ayudará a dormir.
– Yo quiero volver a mi camarote -protestó el enfermo con voz adormilada.
– Esta noche no -replicó el médico con firmeza-. Tiene muy mal la espalda y estamos en plena tormenta. Lo que menos le convendría ahora es volver a caerse. Aquí está en la parte más estable del barco y además podemos tenerle en observación.
Crater intentó incorporarse, pero volvió a tumbarse de inmediato gimiendo de dolor.
– ¿Lo ve? -exclamó el médico, triunfal-. El medicamento empezará a hacer efecto en unos minutos. Ahora relájese.
Eric llamó a la puerta para anunciar su presencia y luego se acercó a la cama.
– Señor Crater, lamentamos muchísimo su accidente. Pero está en buenas manos con el doctor Gephardt.
– Esas niñas horribles -se quejó Crater-. ¿Quién me puso en esa mesa?
– Eso da igual-intentó calmarle Eric-. De ahora en adelante solo se sentará a la mesa del comodoro. Es de lo más entretenido, ya verá.
– Así es -convino el doctor Gephardt-. Señor Crater, usted mismo ha dicho que los espasmos de la espalda no suelen durarle mucho, así que esperamos darle de alta lo antes posible. Pero ahora mismo no puede moverse. Claro que siempre podemos llamar a su helicóptero cuando pase la tormenta, si le parece que estará más cómodo en su casa.
A Crater se le ensombreció el semblante.
– ¿Dónde está mi móvil? -preguntó, mientras ya se dormía.
El médico hizo una seña a Eric para que salieran de la habitación. Mientras se dirigían al despacho de Gephardt, a Eric se le encendió una luz en la mente.
– Parece muy solo -comentó solícito-. ¿ Viaja con alguien?
– No. La verdad es que no lo entiendo. Es cierto que tiene espasmos en la espalda, pero no está tan enfermo como aparenta. Su cuerpo tiene una musculatura sorprendente y todos sus signos vitales son perfectos. No entiendo tampoco por qué llevaba maquillaje gris en la cara. Tiene la piel rojiza, pero ese maquillaje le da aspecto de cadáver.
Eric echó un vistazo a la mesa de Gephardt, donde estaba el historial de Crater con el número de su camarote junto al nombre.
– ¿Le va a mantener aquí esta noche entonces? -preguntó.
Gephardt asintió con expresión solemne.
– Por lo menos hasta mañana. Ya sé que preferiría volver a su camarote, pero con la inyección que le he puesto estará dormido hasta mañana por la mañana. -Entonces sonrió-. ¿Te quieres creer que la madre de las niñas Deitz ya les ha obligado a hacer diez tarjetas para él? El hombre las rompió sin verlas siquiera.
Eric se echó a reír, fingiendo compartir aquel momento con el médico.
– Bueno, Eric, si me perdonas tengo una sala llena de pacientes.
Por un instante a Eric le irritó que le despachara un imbécil como Gephardt, a pesar de que él mismo estaba deseando salir de allí a toda prisa. Pero el enfado se le pasó enseguida. Ahora por lo menos tenía un plan.
Moviéndose incluso más deprisa que antes, subió la escalera hasta el Lido. El bar estaba casi vacío.
– ¿No ha venido mucha gente al bufet esta noche? -preguntó a un camarero.
– No con este tiempo.
– Pensé que encontraría aquí a algún Santa Claus -comentó Eric, haciéndose el indiferente-. En la cena había tanta gente hablando con ellos que no han tenido ocasión de comer mucho.
– Vinieron dos, pero muy temprano. Ni siquiera habíamos abierto. Se llevaron queso y uvas.
A Eric se le aceleró el pulso. Tenían que ser Bala Rápida y Highbridge.
– ¿Se sentaron aquí?
– No, se llevaron la comida y salieron por detrás. -El camarero miró la mesa del bufet-. Estamos empezando ya a recoger. ¿Puedo traerle alguna cosa?
– No, gracias -se apresuró a contestar Eric-. Hasta otra.
Sabía que parecería un loco si salía por la puerta trasera al exterior, con la que estaba cayendo, de manera que se dirigió hacia los ascensores, los pasó de largo y salió por una puerta lateral a la cubierta. El aguacero le empapó de inmediato el uniforme. Se puso a gatas para que los camareros no lo vieran pasear bajo la lluvia como un chiflado y se dirigió hacia la popa. Si Bala Rápida y Highbridge estaban allí escondidos, tendría que hacerles saber que se hallaba allí cerca.
Llegó a la zona deportiva y empezó a cantar «Santa Claus is coming to town».
23
Regan y Jack acompañaron a Alvirah a su camarote.
– Métete ya en la cama, Alvirah -aconsejó Jack-. Con los bandazos que está dando el barco sería muy fácil caerse.
– No te preocupes por mí. Me he pasado cuarenta años subiéndome a mesas tambaleantes para limpiar las lámparas. Siempre he dicho que podía haber sido equilibrista.
Regan se echó a reír y le dio un beso en la mejilla.
– Anda, haznos caso. Nos vemos por la mañana.
Alvirah entró en el camarote y le alivió ver a Willy roncando casi invisible bajo las mantas. La luz de la mesa estaba encendida. Alvirah estaba demasiado espabilada para dormirse, y de todas formas quería anotar todo lo que había sucedido ese día mientras todavía lo tuviera fresco en la memoria. Su editor, Charlie, estaba dispuesto a publicar cualquier historia interesante que pudiera sacar de aquel crucero. Pero no quería un cuaderno de viaje ni un artículo publicitario.
– Me parece muy bien que esas personas hayan hecho tantas buenas obras -había comentado sin mostrar demasiado interés-. Pero eso no vende.
Pues bien, ese día sí habían pasado varias cosas interesantes, pensó Alvirah mientras sacaba de la caja fuerte su broche con la grabadora oculta y se sentaba a la mesa.
– Cuando llegamos al barco, ni siquiera tenían un camarote para nosotros -comenzó con voz suave.
– Mmm.
Willy se movió a sus espaldas. A veces no le despertaba ni un cañonazo, pero tal como se movía el barco era posible que si seguía hablando allí acabara por espabilarlo, de manera que Alvirah decidió salir al pasillo.
Una vez allí, se agarró a la barandilla con una mano y con la otra se acercó el broche a los labios mientras iba relatando los eventos del día. Repasó la lista de todo lo sucedido: el problema con los camarotes, el camarero que se tiró al agua, la caída de Dudley del muro de escalada, el robo de los trajes de Santa Claus y el fantasma que Ivy había visto. Al cabo de una pausa, añadió un detalle más:
– Es curioso que Dudley no nos explicara enseguida de dónde podía proceder el cascabel que encontramos en la capilla. Seguro que reconoció que era de los gorros de Santa Claus. Eso desde luego da que pensar.
Por fin apagó la grabadora y volvió al camarote. Ya en el baño se quitó el maquillaje, se lavó los dientes y se puso un camisón y una bata. Se acostó en la cama junto a Willy y justo cuando iba a apagar la luz advirtió que las cartas con las que Willy había estado jugando seguían sobre las mantas. Cogió la baraja para meterla en el cajón de la mesilla y algo le llamó la atención.