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Crater intentaba dilucidar qué había pasado. No eran imaginaciones suyas: alguien había intentado matado. Siempre había sospechado que el gran jefe había metido a otra persona en aquella misión. Y tal vez esa persona creyó que la sedación le haría irse de la lengua y por eso había intentado matarlo. Tenía que ir a encerrarse en su camarote hasta que llegara el helicóptero.

– ¿Qué ha pasado, señor Crater? -preguntó la enfermera encendiendo la luz.

– Una pesadilla -gimió él.

– Pero tiene el cuello muy rojo. ¿Y por qué está la almohada al pie de la cama?

– Me agito mucho durmiendo.

– El doctor Gephardt dijo que podía darle otro sedante si fuera necesario.

– ¡No! -Crater sabía que hasta que no saliera del barco no estaría seguro cerrando los ojos. Curiosamente tenía la espalda mejor después del forcejeo-. Me vuelvo a mi camarote.

– Desde luego que no. Órdenes del médico. Tendrá que hablar con él cuando entre a trabajar a las siete.

– Pues a las siete y un minuto me largo.

Pero la enfermera ya se había marchado.

Unos minutos después, Maggie volvía exhausta a su camarote con un parche contra el mareo para Ivy. Cuando por fin se metió en la cama, estaba muerta de sueño y a la vez intranquila, pero no tenía intenciones de cambiar sus planes de salir a correr a las seis en punto.

A menos que estuviera muy equivocada, Ted Cannon estaría también haciendo footing en torno a esa hora.

33

Alvirah se despertó a las seis menos cuarto. Willy seguía dormido, al parecer en la misma postura que había pasado toda la noche. El movimiento del barco se había reducido a un suave bamboleo. Se levantó deprisa y una vez en el baño se lavó la cara con agua fría y se cepilló los dientes. Se puso un chándal y su broche. Pensaba mucho mejor por la mañana con un café, se dijo. Sabía que en el Lido servían café, zumo y bollos de seis a siete, antes de abrir para el desayuno completo.

Después de dejar una nota para Willy junto a la lámpara de la mesa, salió al pasillo y cerró la puerta con infinito cuidado. Echó a andar deprisa y se sobresaltó cuando se abrió de pronto la suite del comodoro y apareció Eric con aspecto adormilado y vestido con un arrugado chándal.

– A quien madruga Dios le ayuda -saludó alegremente Alvirah, queriendo aprovechar la oportunidad para acorralar a Eric y hablar con él-. Vente a tomar un café. Tuviste todo un detalle dejándonos tu camarote. Espero escribir en mi periódico una columna muy favorable sobre el crucero, y me encantaría que aparecieras en ella.

A Eric no se le pasó por alto el brillo en los ojos de Alvirah y supo que le estaba observando con atención. La noche anterior había fingido irse a acostar, dejando la puerta abierta de su habitación para ver si su tío se metía en la cama o se dormía en el sofá. El problema fue que se quedó dormido él antes que su tío, y ahora acababa de despertarse con un sobresalto al ver que era ya de día y Crater volvería a su camarote en cualquier momento. Llamó a la enfermería y le informaron de que Crater estaba muchísimo mejor e insistía en que le dieran el alta en cuanto entrara el médico en la consulta, a las siete. Aquello significaba que solo tenía una hora para sacar a Bala Rápida y a Highbridge del camarote de Crater y esconderlos hasta que Winston arreglara la suite y pudiera meter a los polizones en su propia habitación.

– Gracias, señora Meehan -contestó-, pero voy a la enfermería a ver cómo está el señor Crater y luego tengo que arreglarme -explicó. Soltó una risa y le dio unos golpecitos en el brazo-. Mi tío puede parecer muy relajado, pero lleva el barco con mano dura.

¿Con mano dura?, pensó Alvirah. A juzgar por lo que había visto aquel barco era un auténtico caos.

– En otro momento -sugirió amablemente-. ¿No te parece maravillosa la luz del amanecer? Cuando me levanto con los pájaros es cuando me siento más viva. Supongo que ya sabes que tengo fama de ser una buena detective aficionada. Cuando quiero averiguar lo que está pasando me pongo a pensar, y mira por donde, a menudo doy con la respuesta.

Por un instante a Eric se le tensaron los músculos del cuello.

– ¿Y ahora qué está intentando averiguar? -preguntó, intentando fingir que aquello le divertía.

– Bueno, alguna que otra cosilla -contestó ella displicente. Se moría por preguntar a Eric si le gustaban las patatas fritas, pero sabía que la pregunta sería malinterpretada y por tanto no muy bien recibida-. Por ejemplo, me encantaría averiguar quién robó los disfraces de Santa Claus. No es que tengan mucho valor, pero de todas formas sigue siendo un robo.

Eric no quería seguir con la conversación. Con cada palabra que pronunciaba aquella mujer el corazón le martilleaba con más fuerza en el pecho. Esa cansina vieja estaba jugando con él, lo sabía.

– Estoy seguro de que es usted toda una detective, señora Meehan. Disfrute del café mientras yo voy a ver a nuestro paciente.

Ya habían llegado a los ascensores, pero Eric salió disparado hacia la escalera. Debía de gustarle hacer ejercicio para bajar andando a la enfermería, se dijo Alvirah. Pero ella no pensaba forzar las rodillas, de manera que llamó el ascensor.

A las seis y cuatro minutos estaba ante la máquina de café del Lido, sirviéndose la primera taza ella misma. Detrás de las pesadas puertas batientes se oía un estruendo de platos en la cocina. «Supongo que soy la primera cliente», pensó. Pero al mirar por la ventana vio a un Santa Claus alto con una bandeja de café, zumo y bollos, que se alejaba deprisa por cubierta en dirección a la popa.

Tal vez era el agradable señor Cannon, uno de los Santa Claus más altos. Alvirah se apresuró hacia la puerta de cristal.

– ¡Eh, Santa Claus! -gritó con voz risueña.

El hombre volvió la cabeza, pero en lugar de detenerse, aceleró el paso. Fue entonces cuando Alvirah advirtió, o creyó advertir, que solo tenía un cascabel en el gorro. Se dispuso a correr tras él, pero la cubierta estaba resbaladiza y de pronto el café salió volando y ella se desplomó como una tonelada de ladrillos, dándose un golpe en la cabeza contra una de las hamacas.

Por un momento quedó aturdida y sin aliento. La cabeza le estallaba de dolor y notó que le corría sangre por la cara. Alzó la vista. El Santa Claus había desaparecido. Creyó que iba a desmayarse, pero antes llevó la mano por reflejo al micrófono de su broche.

– Estoy segura de que me ha visto -comenzó con voz grogui-. Era alto. Pensé que sería Ted Cannon. Creo que solo tenía un cascabel en el gorro. Me sangra la frente. Quise salir corriendo tras él y ahora estoy tirada en la cubierta…

Entonces perdió el conocimiento. Luego tuvo la vaga sensación de que la gente se arremolinaba a su alrededor, la ponían en una camilla, le presionaban algo frío contra la frente, la montaban en un ascensor. Cuando recuperó la conciencia, abrió los ojos y encontró a Willy mirándola preocupado.

– Te has dado un buen golpe, cariño. No intentes moverte.

Tenía un espantoso dolor de cabeza, pero aparte de eso esperaba no haberse hecho nada serio. Movió los dedos de manos y pies. Parecían estar bien. Movió un poco los hombros y vio con alivio que no estaba paralizada.

El doctor Gephardt, con la chaqueta del uniforme a medio abrochar, estaba junto a Willy.

– Señora Meehan, se ha dado un buen golpe en la cabeza. Le voy a dar unos puntos en la frente y luego le haremos una radiografía. Quiero que guarde reposo unas cuantas horas.

– Si estoy bien -protestó Alvirah-. Pero créame, en este barco están pasando cosas muy raras.

La cabeza le iba a estallar, pero su cerebro empezaba a ver con claridad.

– ¿Qué quieres decir, cariño? -preguntó Willy.

– Nada más servirme el café vi a uno de los Santa Claus. Pensé que sería Ted Cannon…