– ¡A mí no me eches la culpa de esto! -le espetó el otro-. ¿Adónde vamos?
– A la capilla otra vez.
– Pero ¿tú estás loco?
– Solo temporalmente, hasta que pueda volver a meteros en mi habitación. No hay otro sitio donde esconderos.
– Ya puedes rezar porque no acabe tu tío en esa capilla llorando por ti -replicó Bala Rápida, antes de apurar su café.
La noche anterior había dejado el traje de Santa Claus tirado en el suelo. Ahora, al cogerlo, lanzó una retahíla de exabruptos. Los pantalones y la chaqueta estaban húmedos y arrugados, y la barba era una masa de pelos empapada y apestosa. Nada más ponérsela, empezó a estornudar.
– Yo voy primero -anunció Eric-. Una vez que lleguemos a la escalera no es probable que nos crucemos con nadie. Es muy temprano. -Abrió la puerta una rendija. No se oía nada en el pasillo. No había señales de Jonathan-. ¡Vamos! -susurró.
Eran las seis y veinticinco y el barco estaba tranquilo.
Winston no aparecería por la cubierta de los botes durante al menos otros veinte minutos. Tenía que llevar el desayuno al comodoro a las siete y cuarto todas las mañanas. Pero su tío sí se despertaría pronto. Practicaba yoga desde las siete menos cuarto hasta las siete y cuarto de la mañana, y le había comentado a Eric que iba a empezar a dedicarle algo más de tiempo para perfeccionar la postura del loto.
Ya habían subido una cubierta y seguían a salvo. Luego dos, tres. El silencio le iba calmando los nervios. Giraron a la derecha y echaron a andar por el pasillo hacia la capilla. Eric se asomó. No había fieles madrugadores, gracias a Dios.
– Ocultaos detrás del altar y esta vez no os mováis -indicó a los matones-. Vendré a por vosotros en un par de horas, en cuanto el mayordomo de mi tío haga la cama y limpie la habitación. Ya no volverá por allí hasta esta noche. Os tendré algo de comida lista.
Cuando Bala Rápida se agachó, Eric advirtió por primera vez que llevaba un maletín de cuero debajo del brazo.
– ¿De dónde has sacado eso?
– Lo encontré fuera anoche, mientras me empapaba -contestó el otro con sorna-. Otra cosa. Me dejé las cartas en la mesilla de noche de tu primer camarote, donde se supone que tendríamos que estar ahora. Recupéralas. Es muy importante.
¡Cartas! Eric se acordó de Willy Meehan ofreciéndole la baraja.
– Yo no sabía…
– ¿El qué no sabías?
– No, nada, nada. Ya las recuperaré. Ahora me tengo que ir.
Eran las 6.31. Eric salió corriendo de la capilla y un minuto después estaba en el almacén, cerca de la suite de su tío. Metió en una bolsa de plástico unas toallas y dos albornoces doblados para reemplazar los que habían usado Highbridge y Bala Rápida. La verdad es que esos dos podían haber sido algo más pulcros, pensó, acordándose de los envoltorios de caramelos que había visto en la mesa. Solo les faltaba haber puesto un cartel en la puerta: DELINCUENTES DENTRO. PASEN Y VEAN.
Aunque nunca había tenido que realizar ninguna labor casera, trabajó con envidiable velocidad en el camarote de Crater. Quitó las toallas mojadas y puso las secas, fregó y secó los vasos, limpió el espejo del armario y la puerta de cristal de la ducha y colgó los albornoces. La noche anterior, durante la cena, Jonathan ya había hecho la cama de Crater y echado las cortinas. Eric ahuecó las almohadas y alisó la colcha. Por lo menos aquellos dos idiotas no se habían metido en la cama, así que las sábanas estaban limpias. ¿Se habría llevado Bala Rápida el maletín de aquel camarote?, se preguntó nervioso. Si había sido así, lo iban a pagar caro.
Eran las siete menos diez. Tenía que llegar a la enfermería para poder decir a su tío que había visto allí a Crater. Primero subió corriendo a la zona de la piscina y tiró las toallas y albornoces sucios en una hamaca. Llegó a la enfermería justo cuando sacaban a Crater en silla de ruedas a la sala de espera.
– Señor Crater -le iba diciendo el doctor Gephardt-, según su historial tiene usted un problema grave de salud. Cuando llegue a su camarote, le sugiero que se meta en la cama. Ha sufrido un shock nervioso.
Crater tenía la cara roja y dos moratones a cada lado del cuello. ¿Se los habrían hecho los médicos al moverlo?
– Señor Crater -saludó-. Mi tío, el comodoro…
Crater le miró suspicaz.
– Déjeme en paz -gruñó.
– Sentimos muchísimo lo que ha pasado. Le acompañaré a su camarote -replicó Eric con firmeza.
– Eric, ¿puedo hablar contigo un momento? -pidió el médico.
– Ahora no. Tengo que llevar al señor Crater a su camarote para que se ponga cómodo.
– Entonces ven luego, por favor.
Oh, oh, pensó Eric, empujando ya la silla de ruedas.
– Enseguida -prometió.
Una vez en la puerta del camarote, Eric pidió a Crater la llave. No iba a dejar que supiera que podía entrar por su cuenta.
Le alivió ver que a ojos de Crater el camarote estaba exactamente como tenía que estar.
Crater se levantó.
– Muy bien, ya me ha traído. Ahora déjeme en paz.
Era obvio que estaba asustado. «Puede que esté loco -pensó Eric-, pero parece que le doy miedo.»
– Me voy ya. Si necesita algo, hágamelo saber.
– Pues sí, encuentre mi móvil. Ya les dije a los de la enfermería que lo buscaran. Debió de caerse de mi bolsillo cuando esas niñatas me tiraron.
– Se lo encontraré, no se preocupe. Que se mejore.
Por lo menos tenía un informe que dar a su tío, pensó más animado mientras volvía con la silla de ruedas a la enfermería.
El doctor Gephardt estaba en su despacho.
– Pasa, Eric.
Eric se quedó en la puerta.
– Que sea rápido, tengo que ducharme y vestirme. Mi tío ya estará pensando que me ha pasado algo.
– Eric, seguramente habrás notado los cardenales que tenía el señor Crater en el cuello.
– Sí.
– Alguien intentó matarle anoche.
– ¿De qué está hablando? -se sorprendió Eric.
– Estoy hablando del intento de asesinato de uno de mis pacientes. Tenemos que contárselo al comodoro y dar la alarma.
La mente de Eric empezó a centrarse.
– ¿Dijo Crater que alguien había intentado matarlo?
– No, él lo niega.
– Entonces ¿de qué estamos hablando?
– Gephardt le contó que a las cuatro de la madrugada
Maggie Quirk había visto a una persona salir de la enfermería a través de la sala de espera.
– Está loco. ¿Por qué iba Crater a negarlo si alguien intentó asfixiarle?
– Buena pregunta. Pero es verdad. Si la señora Quirk no hubiera venido y hubiera tocado ese timbre, la enfermera Rich se habría encontrado un cadáver cuando por fin se despertara.
Eric asimiló el dato de que Crater había negado el asalto.
– ¿Se da cuenta de lo ridículo que sería anunciar que ha habido un intento de asesinato cuando la víctima lo niega?
– Puede que no tanto como dejar que un asesino en potencia ande rondando por el barco. Se debería realizar una búsqueda de inmediato. De hecho la señora Quirk declaró que el intruso guarda cierto parecido con Louie Gancho Izquierdo, el escritor ese de las fotos que están por todo el barco. Es la misma descripción que dio la señora Pickering del hombre que vio en la capilla anoche, ¿no?
Eric se quedó de piedra. Tenía que referirse a Bala Rápida. ¿Habría salido el muy idiota del camarote la noche anterior?
– Pe-pe -tartamudeó- pero… ¿Me está sugiriendo que organicemos la búsqueda de un fantasma? ¿Se da cuenta de que una cosa así acabaría con esta línea de cruceros? Tenga un poco de lealtad, doctor, y olvídese de toda esta histeria.
Alvirah se había levantado para ir al baño y oyó la conversación. «¡Madre mía! -se dijo-. Esto es muy gordo. Menos mal que me di el golpe en la cabeza y me he enterado de todo esto»
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Después de su sorprendente declaración en la habitación de Alvirah, Maggie casi pedía disculpas.