– Pero no quiero perderme la ceremonia por la madre del comodoro. Tengo entendido que van a cantar esas adorables niñas que han sido tan amables conmigo.
– Eso me han dicho -contestó el médico, pensando en lo mucho que iba a alegrarse cuando se largara Crater.
Quienquiera que hubiera querido asesinarle podía intentarlo de nuevo. «Esto le va a interesar mucho a Jack Reilly», se dijo nada más colgar. Llamó al camarote de los Reilly, pero no hubo respuesta.
La gente ya empezaba a congregarse para la ceremonia en la cubierta superior. La tripulación había colocado varia hile ras de sillas plegables a cada lado de un pasillo a través del cual desfilaría el comodoro, Eric y la guardia de honor de Santa Claus. Delante del público habían puesto una mesita de la suite del comodoro, con un ramo de flores y un micrófono. Por megafonía sonaría «Amazing Grace».
El sol brillaba, el mar estaba en calma y el único movimiento del Royal Mermaid era el de las olas que rompían suavemente contra el casco.
El ruido de un helicóptero a lo lejos captó la atención de todos. Un murmullo se extendió por el barco y en un instante la cubierta estaba atestada. Dudley llegó corriendo y cogió el micrófono.
– ¡No hay motivo de alarma! -comenzó-. Nuestro amigo el señor Crater -explicó, señalando con la cabeza a Crater, sentado en silla de ruedas al final de la primera fila, cerca de la barandilla- tiene que volver a casa para que lo examine el médico de la familia.
– ¡Más alto! -gritó alguien-. ¡No se oye!
Dudley se llevó el dedo a los labios y señaló el helicóptero, que lentamente bajaba sobre la pista de aterrizaje entre el rugido de los motores y el viento de la hélice, no lejos del lugar de la ceremonia.
Fredericka y Gwendolyn, a ambos lados de la silla de ruedas, taparon las orejas de Crater con las manos. Los asientos restantes de la primera fila estaban reservados para el comodoro, Eric, Dudley y Winston. La primera fila al otro lado del pasillo era para los Santa Claus.
De pronto cesó el rugido del helicóptero y las aspas se fueron deteniendo poco a poco. Dudley repitió rápidamente lo que había explicado antes.
– En unos minutos comenzaremos nuestro homenaje a la señora Penelope Weed -anunció después-. Por favor, tomen asiento.
Los cuatro Reilly, Ivy y Maggie estaban en segunda fila. Habían reservado dos sitios para Willy y Alvirah, pero Willy apareció sin compañía y se puso muy serio al ver que su mujer no había llegado.
– ¿Dónde está Alvirah? -preguntó preocupado.
– No la hemos visto -contestó Nora.
– Cuando salí de la ducha ya no estaba en el camarote. Me sorprendió, pero pensé que habría venido aquí.
– Bueno, seguro que llega enseguida -le tranquilizó Nora.
Todas las miradas se centraron en el helicóptero, del que bajaron tres hombres con batas de médico. Dudley corrió a saludarlos.
– Aquí hay algo raro -susurró Regan a Jack.
Jack miró con atención a los tres médicos que seguían a Dudley hasta la silla de ruedas de Crater. Los hombres se inclinaron para hablar un momento con él. Jack advirtió que uno de los médicos miraba a Winston a los ojos. Era evidente que se conocían, pensó. ¿Qué estaba pasando allí?
Las primeras notas de «Amazing Grace» sonaron de pronto a todo volumen, sobresaltando a todo el mundo.
La procesión llegó de la capilla. Los dos Santa Claus sin disfraz recorrieron primero el pasillo, cada uno con una larga vela encendida. Detrás iban los otros ocho Santa Claus, luego Eric y finalmente el comodoro con el cofre de plata que contenía las cenizas de su madre.
Regan se quedó mirando a Eric mientras la congregación cantaba.
Willy estaba visiblemente preocupado.
El comodoro dejó la caja de plata en la mesa entre las dos velas encendidas mientras los miembros de la procesión ocupaban sus asientos en la primera fila.
Un hombre delgado de mediana edad, que era diácono en su iglesia y pertenecía al grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma, se adelantó y cogió el micrófono.
– Dios todopoderoso, la vida no ha terminado, solo ha cambiado -comenzó.
Willy se volvió hacia las últimas filas de sillas, buscando desesperado alguna señal de Alvirah. Estaba seguro de que jamás se habría perdido deliberadamente la ceremonia. Era imposible.
Se lo decía el corazón. Tenía que haberle pasado algo.
51
Mientras Eric arrastraba a Alvirah escalera abajo y la sacaba a cubierta, Bala Rápida se arrancó la barba para ponérsela en la boca a modo de mordaza. Highbridge le ató las manos a la espalda con el gorro de Santa Claus. Luego Eric la tiró al suelo, contra una pared cubierta de redes y equipo de pesca.
– Tengo que marcharme. No puedo llegar tarde a la ceremonia. Lo que menos me hace falta ahora es que se pongan a buscarme. Vigiladla -gruñó-. Es demasiado entrometida. Y encima fue culpa suya que tuviéramos que marchamos de mi camarote.
Menudo cobarde, pensó Alvirah con desdén. Ni siquiera se atrevía a matarla. Eso se lo dejaba a los dos criminales.
Bala Rápida la apuntó con la pistola.
– Si es tan entrometida, dígame qué está haciendo el canalla de Crater en este barco. Está aquí por una razón, y desde luego no es por sus buenas obras. Traicionó a mi padre. ¿Qué tiene ahora planeado?
– Ojalá lo supiera -contestó Alvirah.
– Le voy a dar un minuto para pensarlo, antes de que la liquide.
El ruido de un helicóptero los sobresaltó a los tres.
– Podría ser la policía -exclamó Highbridge con voz de pánico.
Tanto él como Bala Rápida entraron de inmediato en acción. Mientras tiraban la balsa por la borda, Alvirah empezó a retorcer las manos frenética. Notaba un anzuelo o algo afilado de metal clavándosele en el costado. Giró un poco el cuerpo y se movió lo justo para cubrirlo con las manos. Si pudiera desgarrar el gorro, pensó ansiosa. Era una tela fina y barata. El cascabel de la punta tintineaba débilmente, pero Bala Rápida y Highbridge estaban demasiado distraídos para oírlo.
Bala Rápida metió una maleta en una bolsa de lona y la ató con un doble nudo.
Intentando no perder la calma, Alvirah fue moviendo el gorro sobre el metal hasta hacer un agujero. Recordó de sus tiempos de limpiadora, cuando solía rasgar toallas viejas para hacer trapos, y logró por fin romper la tela y liberarse las manos.
Miró la baja barandilla de la borda. «Puedo hacerlo -pensó-. Tengo que hacerla. No estoy dispuesta todavía a dejar solo a Willy. Me necesita. Levantarme va a ser un problema. Tardo tanto tiempo que tal vez no tenga ocasión de saltar. Pero al menos debo intentarlo.»
Highbridge subió a la borda en popa, de cara al mar, y agarró con firmeza la bolsa de lona y el remo que le tendía Bala Rápida.
– Que no se te caiga nada. Y menos la bolsa. Yo voy detrás de ti.
– No soy un descuidado con mi dinero -contestó Highbridge, mientras ya se tiraba al vacío. Bala Rápida se lo quedó mirando con la pistola en la mano.
Alvirah oyó el ruido que hizo Highbridge al caer al agua.
Toda la atención de Bala Rápida estaba centrada en la bolsa de lona; quería asegurarse de que llegaba a la balsa.
«Es ahora o nunca.» Alvirah se levantó de un brinco, apenas sentía las punzadas de las rodillas, corrió al costado del barco, subió a la borda y mientras Bala Rápida volvía sobresaltado la cabeza hacia ella, se tapó la nariz y se tiró. Justo antes de caer al agua oyó una bala rozándole la oreja. Había faltado muy poco, pensó, pero la bala no fue bastante rápida.
Se hundió por completo y empezó a bucear hacia la proa del barco.
52
Una de las pocas personas que no habían asistido a la ceremonia era Bosley P. Brevers, que estaba deprimido porque su conferencia parecía haber sido un fracaso. Precisamente las personas a las que esperaba impresionar (la famosa escritora de suspense y su marido, junto con la hija de ambos, detective privado, y el yerno, ese tan importante de la policía de Nueva York) habían salido en bloque. Es cierto que procuraron ser discretos, pero verles marchar fue de lo más desconcertante.