– Yo soy Alvirah, Y este es mi marido, Willy, y nuestros amigos…
Y procedió rápidamente a presentarlos,
– Y yo soy Randolph Weed, su anfitrión, Pero mis amigos me llaman comodoro, y me encanta. Y este es mi sobrino, Eric Manchester, y el director del crucero, Dudley Loomis. Vamos a inscribirles. La fiesta de inauguración empieza en veinte minutos, y salimos a las cuatro,
– ¿A las cuatro? -preguntó Alvirah-. Según la información que me mandaron, era a las seis, Aquí mismo la tengo…
Dudley saltó a la acción, No tenía muchas ganas precisamente de ver su firma en la carta que Alvirah estaba a punto de sacar. Cuando la escribió estaba reventado.
– Vamos a registrar sus nombres -les apremió, llevándoles al mostrador donde esperaban seis empleados,
Luke y Nora se acercaron a uno de ellos y Jack y Regan a otro. El comodoro y su sobrino rondaban con aire protector en torno a Alvirah Y Willy.
– Lo vamos a pasar estupendamente -aseguraba Weed-. Un fascinante grupo de personas juntas en alta mar durante cuatro días. Les prometo que van a disfrutar cada momento…
La empleada introdujo los nombres de Alvirah y Willy en el ordenador, frunció el ceño y se puso a teclear.
– Vaya -murmuró por fin.
No podía haber ningún problema, pensó Dudley. No podía ser.
– No entiendo cómo ha podido pasar esto -dijo la chica.
– ¿El qué? -preguntó Dudley, intentando mantener la sonrisa mientras que la expresión del comodoro se tornaba severa.
– El camarote asignado a los Meehan ya está ocupado. Y el resto del barco está lleno, -La chica miró al comodoro, a Dudley y a Eric-. ¿Qué vamos a hacer?
– ¿No hay más camarotes? -preguntó Weed, mirando ceñudo a Dudley-. ¿Cómo ha podido ocurrir?
«Debí de contar mal -pensó Dudley-. Debería haberles dejado invitar solo a otra pareja.»
– Alvirah -comenzó Regan-, Jack y yo nos pasaremos un par de días en Miami y luego iremos en avión al lago Tahoe. No nos importa, de verdad.
– ¡De eso ni hablar! -rugió el comodoro-. De eso nada. Tenemos disponible uno de los camarotes más lujosos del barco, que seguro que encontrarán ustedes de su agrado. Está justo al lado del mío. -Randolph miró a Eric-. Mi sobrino puede pasar el crucero en la sala de invitados de mi suite. ¿Verdad, Eric?
Eric se puso pálido, pero solo podía decir una cosa:
– Desde luego.
– Mandaré que recojan tus cosas en un momento -añadió Dudley alegremente.
Aunque estaba nervioso por su error, era un placer exquisito causar molestias a Eric.
– Eric, lamento mucho echarte de tu camarote -se disculpó Alvirah-. Tómate todo el tiempo que quieras para recoger tus cosas. Mira, nosotros nos vamos derechos a la fiesta de inauguración a tomar una copa. Estaremos allí hasta que zarpemos y ya nos instalaremos después.
Eric logró esbozar una sonrisa.
– Más me vale empezar a hacer el equipaje para que puedan arreglar el camarote. Les veré más tarde.
Dio media vuelta y salió disparado,
– Su sobrino un joven muy agradable -comentó Alvirah al comodoro.
5
La fiesta de bienvenida a bordo del crucero de Santa Claus estaba muy animada desde hacía más de una hora. La mayoría de los invitados ya habían tomado un par de copas de champán, algunos una tercera, y unos pocos todavía más. Y se les notaba, pensó Ted Cannon, dejando en una mesa su propia copa sin tocar. La banda, que no dejaba de tocar música navideña, atacó por cuarta vez el «Santa Claus is Coming to Town». «Y yo aquí solo», reflexionó Ted tristemente. Ted se había pasado quince años recorriendo asilos y hospitales haciendo de Santa Claus en Cleveland, algo de lo que le había convencido su difunta esposa, Joan. Ella había fallecido hacía ya más de dos años, pero él mantuvo la costumbre en su honor. Luego alguien había incluido su nombre en una rifa de Santa Claus para el crucero, y había resultado ser uno de los ganadores. Todavía le costaba creerlo.
Ted siempre cerraba su oficina de contable en Cleveland la semana después de Navidad, y en los viejos tiempos Joan y él solían irse de vacaciones después de pasar la Navidad con su hijo Bill y su familia. Ted había pasado con ellos los últimos cuatro días. Pero cuando ganó el crucero, todos le animaron a aceptarlo.
– Papá, mamá habría querido que fueras y te lo pasaras bien. Con los otros nueve Santa Claus a bordo, al menos tendrás algo en común de que hablar con ellos. Y si hay alguna mujer soltera, sácala a bailar. Solo tienes cuarenta y ocho años y ni siquiera has mirado a una mujer desde que murió mamá.
Sin embargo ahora, rodeado de desconocidos, Ted se sentía desolado. Pensó incluso en coger sus bolsas y salir del barco, pero desechó la idea. ¿Qué haría entonces?
«Venga, anímate», se dijo, cogiendo la copa de champán.
Ivy Pickering acababa de leer la lista de pasajeros y le encantó ver que Alvirah Meehan, Regan Reilly y Nora Regan Reilly estarían también a bordo. Tenía una copa de champán en la mano y se había colocado de tal manera que pudiera verlas en cuanto llegaran a la fiesta. Quería presentarse más adelante, cuando todo el mundo estuviera ya instalado, poder pasar más tiempo con ellas. Era admiradora de Alvirah desde que esta empezó a escribir una columna en el Globe de Nueva York después de ganar la lotería. A Ivy le fascinaba la historia de cómo Alvirah, Regan y Jack, su marido, habían trabajado juntos para salvar al padre de Regan cuando fue secuestrado.
Ivy se había integrado hacía poco en el grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma, cuyos miembros dedicaban parte de su tiempo libre a enseñar a leer a otras personas. Muchos de los escritores se enmarcaban en el género de misterio. Ivy era una de las lectoras. Siempre decía que sería una buena detective, pero no una buena escritora. Su grupo, de cincuenta personas, había aparecido en una revista por el tiempo que dedicaban a programas de alfabetización. Por eso les habían invitado a participar en el crucero.
El grupo, por diversión, había decidido adoptar un fantasma, Louie Gancho Izquierdo, un escritor de novela negra que había empezado a escribir después de retirarse del boxeo como peso pesado. Había publicado cuarenta novelas de misterio que tenían como protagonista a un boxeador retirado convertido en detective. Louie había muerto con más de sesenta años, y ahora faltaban dos días para que se cumplieran ochenta años de su nacimiento, razón por la cual habían decidido hacerle un homenaje. Planeaban colgar carteles por todo el barco, en los que aparecía sonriente, con su magullado rostro, los guantes de boxeo puestos y las manos sobre una máquina de escribir.
Ivy nunca había hecho un crucero y tenía la intención de explorar cada rincón del Royal Mermaid. Su madre, a sus ochenta y cinco años, no salía ya mucho, pero le encantaba oír todos los detalles de las aventuras de Ivy. Vivían juntas en la misma casa en la que, hacía sesenta y un años, había nacido Ivy.
Mientras el comodoro los llevaba a la cubierta donde se celebraba la fiesta, Alvirah deseaba echar un vistazo al muro de escalada que tanto la había intrigado en el folleto. Se llevó un sobresalto cuando una mujer pequeña como un pajarito se le echó encima y le puso la mano en el brazo.
– Soy Ivy Pickering -se presentó ansiosa-. Una gran admiradora suya. Leo siempre su columna y todos y cada uno de los libros de Nora. Recorté y guardé las fotos de la fantástica boda de Regan. Es que tenía que saludarles a todos en cuanto llegaran -declaró sonriendo radiante-. No voy a entretenerles.
«Nos está entreteniendo», pensó el comodoro Weed, pero no podía plantearse siquiera ofender a ninguno de sus benévolos invitados.
– Pensaba buscar un buen sitio junto a la borda para ver salir el barco, pero quería pedirles que en algún momento, mañana o pasado, se hicieran unas fotos conmigo para que se las pueda enseñar a mi madre cuando vuelva.