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– ¡Mira qué bien! -exclamó Bala Rápida-. ¿Y se te ha ocurrido alguna brillante idea para acomodarnos?

Barron se incorporó con una expresión de terror en el rostro. La bolsa de patatas salió volando esparciendo su contenido por el sofá cama y el suelo.

– Nos dijiste que iba a ser fácil, que solo teníamos que quedarnos en tu habitación.

– Y os vais a quedar en mi habitación. Solo que ahora está al fondo del pasillo.

– ¿Al fondo del pasillo?

– Es la suite de mi tío.

– ¿El de «te quiero, tío Randolph»? -gruñó Tony.

– Ese mismo.

Eric volcó en la cama los contenidos de las bolsas de basura.

– Poneos esto -pidió desesperado-. Luego iremos a la suite. Mi tío no está. Si alguien nos ve no sospechará nada, porque hay diez Santa Claus a bordo.

En ese momento llamaron a la puerta.

– ¿Puedo ayudarle con su equipaje, señor Manchester?

Eric reconoció la voz de Winston, el pomposo mayordomo que el tío Randolph había contratado porque pensaba que daría algo de clase al proyecto.

– No, gracias. Tardaré otros quince minutos más o menos, luego puedes preparar el camarote.

– Muy bien. Llámeme cuando esté listo.

– Ese tío debe de creerse que está en el palacio de Buckingham -masculló Tony.

Los dos delincuentes se apresuraron ante el riesgo de ser descubiertos. Se desvistieron deprisa para ponerse los disfraces. Eric les tendió las barbas y los gorros. Las sandalias se ajustaban con unas tiras. Estaban ridículos.

Los ojos de Tony, de párpados pesados, se veían malévolos sobre la masa de pelo blanco que le cubría la boca. Pero por lo menos si alguien les veía, era muy probable que lograran escapar sin levantar sospechas.

– Voy a ver si está la costa despejada -anunció Eric, con el corazón palpitante. Abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo. Todo estaba tranquilo-. Voy a echar un ojo a la suite para asegurarme de que no hay nadie.

Fue al camarote de su tío y echó un rápido vistazo a las habitaciones de la suite. Luego volvió apresuradamente a su propio camarote e hizo una señal con la cabeza a los otros dos.

Una vez en la suite del comodoro, Eric suspiró aliviado.

– La habitación de invitados está ahí -explicó.

– ¡Esto será una broma! -gruñó Tony nada más echar un vistazo.

Los únicos muebles eran una cama doble, una mesilla, una silla delante de otra mesa Y algunos armarios.

Barron abrió el ropero.

– ¿Esperas que nos escondamos aquí?

– No -gruñó Eric-. Id al baño.

El baño de invitados, al igual que la habitación, era mucho más pequeño que el de su antiguo camarote.

– Esperad aquí hasta que trasladen mi equipaje. Y cerrad la puerta.

Tony asintió, pero con una expresión de furia asesina.

– Te lo advierto, Eric. Más te vale que no nos cojan.

7

A las cuatro en punto de la tarde, el Royal Mermaid salió del puerto de Miami dando comienzo al crucero de Santa Claus.

Para entonces el comodoro, agotado, sintió algo de alivio después de acribillar a Dudley a preguntas; quería saber cómo podían salir mal tantas cosas antes incluso de zarpar. Al ver que no obtenía ninguna respuesta satisfactoria del igualmente agotado director, se dirigió al puente y se quedó junto al capitán Horacio Smith mientras ponía en marcha los motores. Era tranquilizador estar en presencia de Smith. Este, después de la jubilación forzosa en una línea de cruceros pequeña pero excelente, había aceptado encantado a sus setenta y cinco años la oferta de estar al mando del Royal Mermaid.

– ¿Todos a bordo, comodoro? -preguntó Smith.

– Menos uno -contestó Weed sombrío, sin saber que en realidad llevaban dos pasajeros de más-. Espero no tener que ponerme a servir las mesas yo mismo.

Al lado de Smith, que todavía no había cometido ninguna tontería, el comodoro empezaba a recuperar el buen humor. Todos los viajes inaugurales tenían sus altibajos, pensó. Le había decepcionado la expresión angustiada de Eric cuando supo que tenía que renunciar a su camarote para trasladarse con su tío. La noche anterior se había mostrado muy ansioso por pasar esos días juntos, recordó el comodoro. Cualquiera habría pensado que se habría alegrado de estar todavía más cerca de él, de poder pasar más tiempo con él. En fin.

Weed se volvió para ver cuánta gente había acudido a la ventana que permitía a los pasajeros observar al capitán mientras maniobraba el barco. Otra desilusión. Solo había un observador, Harry Crater, un individuo de aspecto enfermizo. De hecho parecía a punto de caer desplomado, pensó el comodoro.

Cuando estuvo charlando con él en la fiesta, fue un alivio enterarse de que era dueño de un helicóptero y que si sufría alguna urgencia médica podría hacerlo acudir de inmediato. Weed no le deseaba ningún mal, pero tal vez si tuviera algún problema médico sin importancia que requiriera el helicóptero, sería una noticia digna de aparecer en los medios. Así se pondría de manifiesto la capacidad de la empresa de responder a emergencias al contar con pista de aterrizaje de helicópteros en el propio barco. El comodoro tomó nota mental de señalárselo a Dudley.

Weed hizo un saludo marcial.

Harry Crater, desde la ventana, saludó también, con el débil movimiento de un brazo fuerte oculto tras una chaqueta dos tallas más grande. A él lo único que le importaba era el helipuerto, y eso era evidentemente satisfactorio para su plan.

Se acordó de apoyarse en el bastón y se alejó arrastrando los pies.

El comodoro se lo quedó mirando. Tal vez su salud le estuviera fallando, pero era evidente que mantenía elevado el ánimo. «Espero que este crucero le siente bien -se dijo-. ¿Cuánto bien habrá hecho él este año por el resto de la raza humana? Tengo que preguntárselo a Dudley.»

– ¿Le gustaría pulsar el botón? -le preguntó el capitán, con una chispa en los ojos.

– ¡Desde luego! -Weed, como un niño con un volante de juguete, descargó la mano sobre el botón de la bocina.

¡Tuuuuuut tuuuuuuuuut!

– ¡Allá vamos! -exclamó alegremente- ¡Ya no hay vuelta atrás!

8

El camarote de Regan y Jack estaba en el extremo opuesto del pasillo del de Luke y Nora, una cubierta más abajo del camarote de Alvirah y Willy.

Los seis habían ido a inspeccionar las dos habitaciones de los Reilly, las encontraron satisfactorias y subieron juntos al anterior camarote de Eric. Se morían de curiosidad. La habitación se encontraba en una sección separada del barco, en el mismo pasillo que la suite del comodoro, un área donde normalmente no se alojaría ningún pasajero.

La puerta estaba abierta.

– Hola -saludó Alvirah.

Un hombre calvo de espalda tiesa ataviado con un oscuro uniforme de mayordomo pasaba un trapo por una mesilla.

– Buenas tardes, señora -contestó, con una ligera inclinación-. ¿Es usted la señora Meehan?

– Así es.

– Yo soy Winston. Seré su mayordomo durante el crucero y me encargaré encantado de su absoluta comodidad. Estoy dispuesto a servirle cualquier cosa, desde el desayuno en la suite hasta un chocolate caliente por la noche. Querría añadir mis disculpas por cualquier inconveniencia que haya podido experimentar debido al error en las reservas.

– No hay problema -le aseguró Alvirah con vehemencia, mirando admirada en torno a la sala-. Vosotros tenéis unos camarotes muy bonitos -dijo a los Reilly-, pero este es increíble.

– Es genial-convino Regan. No se le había pasado por alto la expresión de Eric Manchester cuando le dijeron que tenía que renunciar al camarote. «Ya entiendo por qué no le hizo ninguna gracia -pensó-. Pero era algo más que eso. Parecía angustiado.»

La puerta del armario estaba abierta y Nora echó un vistazo al interior.

– El armario es casi otra habitación -comentó.