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– ¿Crees que será la única vez que tengamos que ponérnoslos? -preguntó de broma.

– Tal como van las cosas, yo no estaría muy seguro -contestó Jack, mientras le ayudaba a pasarse el chaleco por la cabeza-. Mira, el naranja fosforescente te sienta hasta bien.

– Mentiroso. Anda, vamos.

10

Por lo menos el ejercicio había salido bien, pensó Dudley, que estaba en el almacén, a la espera de entregar los trajes de Santa Claus. Menos por aquel idiota que hizo la gracia de tocar el silbato de su chaleco.

Dudley lamentó la nueva regla de las instrucciones de seguridad, que indicaba que si uno no podía llegar a un bote salvavidas, debía ponerse una mano en la boca, la otra en el hombro del chaleco salvavidas, y saltar al agua como si abandonara el barco andando. Era ridículo. Ya fuera andando o saltando, al final uno acababa en el agua de la manera más desagradable. Esas cosas asustan a la gente, se dijo. Desde luego a él le asustaban. Ya se estaba viendo en cubierta mientras el barco se hundía, intentando engañarse pensando que salía a dar un paseo.

Dudley se encogió de hombros. Ya tenía bastantes preocupaciones para estar imaginando cosas. «Como salga mal algo más -pensó-, me van a pasar por la quilla de todas formas.» Era increíble que el comodoro se hubiera enfadado tanto con él esa tarde. ¿Acaso era culpa suya que el camarero no pagara su pensión? No. ¿Fue culpa suya que el saliente del muro de escalada se soltara? No. El comodoro debería haber estado contento al verle salir vivo de aquello con solo unos cuantos moratones en el culo. Le vendría ahora de miedo un buen baño caliente, pensó. Pero por supuesto su habitación no tenía bañera. Suerte tenía de contar con un lavabo.

Pero fue él quien contrató al camarero, eso tenía que admitirlo. Y el error con los camarotes también era suyo. Cuando recibió la carta de la enfermera del señor Crater, mostrándole los recibos de todo el dinero que había donado a organizaciones benéficas ese año y diciendo que su último deseo era estar en el crucero con buenas personas como él, ¿cómo podía negarse? Lo único que lamentaba era no haberlo anotado después de dar su nombre a los encargados de las reservas. «Puede que me equivocara en las cuentas, ¡pero fue un error de ellos asignar el mismo camarote a dos personas!»

– ¿Puedo pasar?

Había llegado el primer Santa Claus.

– Soy Ted Cannon.

Era un Santa Claus callado, pensó Dudley. No parecía muy dado a las risotadas. No se lo podía imaginar exclamando: «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!».

– Me alegro mucho de verle, Ted -saludó con su tono más entusiasta.

Los Santa Claus sabían que la condición para participar en el crucero era que tenían que llevar el disfraz puesto en la primera y la última comida celebrada en el mar. Dudley daba vueltas al tema de cómo plantear la última idea del comodoro: que estaría muy bien que llevaran los disfraces tan a menudo como fuera posible. Weed quería que sus pasajeros disfrutaran de un ambiente festivo, pero no se daba cuenta de que tener a los Santa Claus todo el día dando vueltas por el barco seguramente acabaría por volver locos a los pasajeros.

Los otros nueve Santa Claus llegaron en dos minutos y acabaron todos apiñados en el pequeño almacén. En esos dos minutos Dudley había perfeccionado su discurso. «Que no piensen que nos hacen un favor -se recordó-, sino que reciben un honor al haber sido elegidos para el trabajo.»

Se sintió aliviado al ver que los hombres sonreían cuando les contó lo orgulloso que estaba el comodoro de tenerlos a todos a bordo.

– Quiere recalcar el bien que han hecho todos ustedes al crear alegría y cariño para tanta gente durante estas fiestas -explicó, pensando que los Santa Claus seguramente habrían prometido a los niños juguetes que no recibirían-. Porque el comodoro entiende cuánto amor ofrecen a los niños de todas las edades cuando llevan sus trajes de Santa Claus, y espera que quieran expandir ese amor lo más a menudo posible durante el crucero llevando estos disfraces. -Dudley señaló la percha-. El mayor tiempo posible -repitió. Luego alzó la voz-: Por la mañana, por la tarde y por la noche.

Las sonrisas se desvanecieron. Bobby Grimes, el tipo rechoncho de Montana, que parecía el más alegre de todos, replicó:

– Yo pensaba que esto era un crucero gratis para damos las gracias por el trabajo que ya hemos hecho. ¡Pues menudo agradecimiento! Cuando trabajo de Santa Claus, me pagan un sueldo de Santa Claus. Esto es una estafa. Es lo que se llama una violación del contrato.

El alborotador del grupo acababa de identificarse, pensó Dudley. Capaz era de hacer una llamada desde el barco a uno de esos abogados que se anuncian por televisión: «¿Se ha caído usted, o ha estado a punto de caerse? Tal vez haya sufrido daños psicológicos porque alguien le ha mirado mal. Denuncie. Nosotros llevaremos su caso. Usted se lo merece».

Algunos otros asentían, de acuerdo con Grimes.

– Yo he llevado el traje de Santa Claus desde Halloween -añadió otro-. Y estoy harto. Deseaba tumbarme en una hamaca en pantalón corto, no pasarme todo el día metido en un disfraz que pica y da calor.

– No hay buena acción que no tenga su castigo -apuntó uno más-. Yo hacía de Santa Claus como voluntario. No me han pagado ni un duro por andar por ahí cargando con un pesado saco al hombro.

Ted Cannon sentía lástima por Dudley, pero lo último, que deseaba era llevar el disfraz todas las noches durante la cena. En las dos Navidades que habían pasado desde la muerte de Joan, la apariencia de Santa Claus era un doloroso recuerdo de que ella ya no estaba. Joan siempre le acompañaba a los asilos y hospitales, y luego se iban a cenar juntos. Joan siempre insistía en pagar aquellas cenas, recordó Ted. Decía que Santa Claus se merecía una buena cena después de bajar por tantas chimeneas.

– Yo estoy de acuerdo con Bobby -dijo Nick Tracy, de Georgia-. Llevaré el disfraz esta noche y la última noche, y se acabó.

Ted captó la expresión desesperada de Dudley y decidió echarle una mano.

– Venga, que nos han regalado un crucero gratis -apremió a los demás-. Tampoco pasa nada si nos ponemos el disfraz una hora o dos al día -declaró, señalando los trajes-. Si hasta son ligeros.

A Dudley le dieron ganas de besarle.

– Sí, pero mira esas barbas -terció Rudy Millar, de Albany, Nueva York-. ¿Se supone que tenemos que comer con ellas puestas? ¿Es que nos van a alimentar solo con líquidos?

– Os las podéis quitar para comer -prometió Dudley-.

Lo que de verdad queremos es que la gente se haga fotos con vosotros.

Ted Canon se acercó a la percha para mirar las tallas.

– Parecen bastante grandones -comentó-. Supongo que la mía será la talla grande.

Se echó un disfraz al brazo y cogió la barba, el gorro y las sandalias de las cajas que había junto a las perchas.

– A mí me gusta ir de Santa Claus -terció Pete Nelson, de Filadelfia-. Siempre he sido bastante tímido y con el traje me resulta más fácil hablar con la gente. Mi terapeuta dice que es como ser actor, y que muchos actores son en realidad muy tímidos cuando no están interpretando un papel.

– ¡Pues mira qué bien! -exclamó Grimes-. ¿Y a quién le Importa que los actores sean tímidos? La mayoría de ellos son unos gilipollas que cobran una millonada.

– Eso estaba de más -replicó Nelson-. Yo solo quería compartir lo que me dice mi terapeuta.

– Ya, pues la mayoría de los terapeutas también son unos gilipollas que cobran una millonada.

Nelson arrugó el ceño.

– Me parece que tú no tienes madera de Santa Claus.

– Tienes razón. Era mi última Navidad.

«Pues el año que viene debería hacer de Scrooge -se dijo Dudley-. Sí que empezamos bien. ¿Por qué demonios se me ocurriría lo del crucero este? Me van a rebajar a marinero de agua dulce.»

Por fin empezó a repartir los trajes, pero después de entregar los cuatro primeros, solo quedaban otros cuatro en la percha.