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Hultin se calló y se quedó pensativo. Luego hizo un pequeño gesto con la cabeza que insinuaba que todo estaba dicho. Justo cuando se disponía a levantarse se oyó el carraspeo de Arto Söderstedt, y Hultin se dejó caer en la silla de nuevo.

– ¿Podrías explicarnos lo del horario de trabajo? -preguntó Söderstedt.

– Bueno, como ya ha quedado dicho, supongo que va a haber bastante trabajo hasta que este caso esté resuelto. De momento, mejor que os olvidéis de cualquier acuerdo sindical y reglamento de derecho laboral; en principio, estaréis a disposición del grupo las veinticuatro horas del día siete días por semana. Vosotros mismos elegís: podéis verlo desde la perspectiva más positiva, que se han puesto recursos extraordinarios a nuestra disposición para permitirnos hacer las máximas horas extra y, si esto se alarga, alcanzar un inesperado bienestar económico; o verlo desde el lado más negativo, que la familia, el matrimonio y cosas por el estilo sin duda sufrirán unos cuantos golpes duros, especialmente si esto se prolonga durante todo el verano.

Hultin hizo amago de levantarse, pero otra vez se vio obligado a permanecer en la silla. Söderstedt continuó:

– Sólo una cosa más: ¿y la Säpo?

Hultin asintió con la cabeza. Resultó imposible interpretar el breve silencio que siguió antes de que contestara.

– Sí, es verdad… Bueno, la policía de seguridad estará implicada. Como siempre, la investigación que ellos realicen va a quedar fuera de cualquier control, pero la idea es que debemos «intercambiar información». -Las comillas de Hultin revolotearon por la sala como pequeñas esfinges de calavera-. Un día de estos, los que se encargan del caso en la Säpo vendrán aquí a presentarse y a hablar de los aspectos de seguridad del caso. He recibido ciertas advertencias, por decirlo de alguna manera, de que el servicio de seguridad militar, a la menor sospecha de implicación militar internacional, también se comprometerá. Así que crucemos los dedos para que esto se pueda mantener a nivel nacional.

La subjetiva observación de Hultin acerca de los servicios de seguridad no se extendió más allá.

Se levantó y salió al pasillo. Los demás le siguieron en una apática fila india, muy conscientes de lo que les esperaba. Desaparecieron de dos en dos en sus respectivos despachos.

Jorge Chávez y Paul Hjelm entraron en el despacho 304. Era tan pequeño que en realidad no cabían más que dos escritorios enfrentados. Allí estaba el ordenador, colocado justo encima de la unión entre las dos mesas, con monitor giratorio de 360 grados. En un rincón había una pequeña mesa con una cafetera eléctrica. La minúscula estancia estaba provista, al menos, de una ventana que daba al patio. Hjelm se acercó enseguida a echar un vistazo; por todas partes se veían distintos anexos del enorme edificio de la policía en torno a un pequeño patio de cemento. Debajo de la ventana había una mesa con una vieja impresora matricial; los cables se extendían por el suelo hasta el ordenador como una trampa de cuerdas.

– Si nos tragamos rápido la decepción de no tener despacho propio, supongo que seremos capaces de adaptarnos a esto -dijo Jorge Chávez-. ¿Qué mesa quieres?

– Más bien parece una sola -dijo Hjelm.

Chávez se sentó en la silla que estaba delante de la mesa más cercana a la puerta y Hjelm se dejó caer en la otra. Los dos probaron las sillas rebulléndose un poco mientras hojeaban distraídamente los informes que tenían delante.

– Mejor que en Sundsvall -dijo Jorge Chávez.

– ¿Qué?

– La silla. Por lo menos la silla.

Hjelm asintió con la cabeza. Tenía la sensación de que había unas cuantas preguntas flotando en el aire entre los dos; imaginó que el otro sentía lo mismo. Chávez rompió el incómodo silencio levantándose de un salto y preguntando:

– ¿Café?

– Tal vez sea mejor, sí.

Chávez levantó la tapa de la lata de café que había encima de la pequeña mesa colocada en el rincón, se inclinó hacia delante y lo olisqueó.

– Ajá -dijo dejando que el polvo de café se filtrara entre sus dedos-. Ajá. ¿Cómo lo llaman: Kungskaffe? ¿Te importa si mañana traigo una mezcla latina?

– Mientras no te lleves el otro…

– No, claro que no -dijo Chávez volviendo a la mesa con la jarra vacía en la mano e inclinándose hacia Hjelm-, pero creo que conseguiré enseñarte a apreciar un auténtico café colombiano molido a mano.

Hjelm observó al pequeño y enérgico individuo.

– ¿Y se puede preparar en una cafetera normal y corriente de Suecia?

– Ah -dijo Chávez-, es que las cafeteras suecas tienen posibilidades inexploradas.

Desapareció por el pasillo y volvió con la jarra llena de agua.

Se acercó a la mesa del rincón y vertió despacio el agua en el recipiente de la cafetera eléctrica.

– Eso que dijiste de que soy un héroe… -comentó Hjelm mientras oía las primeras gotas de agua caer sobre la mesa. Una gota tras otra iban resbalando hasta el suelo. El resto del agua fue a parar donde debía. Chávez pulsó el botón de puesta en marcha de la cafetera, introdujo un filtro en el embudo y dosificó unas cucharadas de café de la marca Kungskaffe. Todavía de espaldas a Hjelm dijo:

– Se me ha escapado. Me suele pasar. Es un viejo mecanismo de defensa.

– ¿Tienes reparos en trabajar conmigo?

– No te conozco -repuso Chávez mirando a la pared.

– Déjate de tonterías -soltó Hjelm.

Chávez se dio la vuelta, se acercó a la mesa, se sentó y se quedó mirando fijamente la superficie.

– No, la verdad es que no te conozco. No sé lo que ocurrió en esa… toma de rehenes. Lo único que conozco es el tipo de reacciones que hubo después.

– ¿En Sundsvall?

– Digamos que estoy contento de estar aquí y no allí.

– ¿Conmigo?

– En una habitación cerrada.

– La imagen que han dado los medios de comunicación no es cierta.

– No importa.

– A mí sí que me importa. Para nuestra relación profesional sí importa.

Se hizo el silencio. Esquivaron sus miradas. Oscurecía dentro del despacho. Hjelm se levantó para encender la lámpara del techo. Un desagradable resplandor de tubos fluorescentes se propagó por la estancia. Paul, espantosamente iluminado, se quedó donde estaba.

– Mañana pediré a Hultin que te asigne un nuevo compañero de despacho -dijo, y salió al pasillo.

El baño se hallaba justo al lado; después de orinar se quedó de pie, inmóvil, un buen rato. Cerró los ojos y se inclinó hacia delante apoyándose en la pared. «No existen acciones aisladas.» Maldito Grundström. Y Hultin. Le había emparejado con Chávez como una prueba, claro. Con la punta del dedo se sacó una mota del lagrimal, que cayó directa al váter. Tiró de la cadena y, mientras se lavaba las manos lenta y metódicamente, evitó el espejo.

– Ahora entiendo -dijo Chávez cuando volvió-. Eres el que quiere cambiar de compañero de despacho. Sacarte de encima al sudaca bocazas de Sundsvall.

– Es mejor ser sudaca bocazas de Sundsvall que exterminador de sudacas de fama mundial -replicó Hjelm sirviendo dos tazas de café.

– Sólo una cosa -insistió Chávez, y cogió la taza-. ¿Habrías entrado si hubiera sido sueco ese Dritëro Frakulla al que disparaste?

– Es sueco -repuso Hjelm.

Se hizo el silencio durante un rato.

– Bueno, Venga, ¿empezamos? -añadió.

Chávez golpeó la carpeta contra la mesa un par de veces y luego la abrió.

– Let's roll -dijo levantando el dedo índice-. And hey…

-… Let's be careful out there [10] -continuaron los dos al unísono bromeando.

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[10] «Tened cuidado ahí fuera», famosa frase que pronunciaba siempre el sargento Phil Esterhaus en la celebrada serie televisiva Canción triste de Hill Street. (N. de los t.)