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– Uno, que se está haciendo mayor -concluyó Chávez con cara de descarada juventud.

Eran casi las siete cuando Hjelm terminó la lista. Tanto Kuno Daggfeldt como Bernhard Strand-Julén habían sido socios de la RCNS. Antes de saber lo que significaba, jugó con la idea de que ambos caballeros habían sido miembros de una banda de punk de los suburbios del sur de la ciudad. Sin embargo, RCNS significaba Real Club Náutico de Suecia, con sede central en Saltsjöbaden. Obviamente, había un montón de suecos aficionados a la navegación que eran socios, por lo que no podía considerarse un vínculo de especial interés. Por otra parte, los barcos de vela de los dos señores, si es que estaban ya botados para la temporada, estarían amarrados en el mismo lugar: el puerto deportivo de Viggbyholm, en Täby, al norte de Estocolmo. Ambos eran también socios del club náutico de Viggbyholm. Se preguntaba por qué Bernhard Strand-Julén, que tenía el puerto deportivo de Djurgården a la vuelta de la esquina, amarraba su barco tan lejos. En cualquier caso, una visita a Viggbyholm formaría parte de las tareas del día siguiente.

Los dos señores también jugaban al golf en el mismo club, el Club de Golf de Estocolmo, cuya sede principal se encontraba en el campo de golf de Kevinge, en Danderyd. Y en ese campo solían jugar cuando estaban en la ciudad. También tendría que ir allí.

Finalmente, eran socios de la misma orden: la Orden de Mimer. Como no tenía ni idea del mundo de las órdenes, se vio obligado a estudiar el tema con cierto detenimiento. Al parecer, esa actividad, apenas conocida por la población general, estaba ampliamente extendida entre las clases altas de todo el país. Sólo la orden de los masones tenía más de veinticinco mil miembros distribuidos en ciento veinticinco logias en toda Suecia. Ni siquiera tras haber leído todo el material que pudo encontrar y familiarizarse tanto con las órdenes monásticas como con las militares, estatales y privadas sin ánimo de lucro, grandes y pequeñas; ni siquiera tras aprenderse toda una lista de fundadores de órdenes desde la época medieval hacia delante y conocer una jerarquía y unos sistemas de ascenso cada vez más extraños; ni siquiera entonces entendió lo más mínimo a qué se dedicaban en realidad estas organizaciones, pues sus verdaderas actividades eran secretas y protegidas a los ojos públicos con ayuda de unos peculiares y vetustos párrafos legales; sin embargo, los libros insinuaban que dentro de las ilustres paredes podían tener lugar los ritos más oscuros. En general, las mujeres estaban excluidas.

La Orden de Mimer era una de las más pequeñas y desconocidas, algo que motivó que ese vínculo entre los dos hombres fuera bastante más interesante que si ambos hubiesen sido miembros de los masones o de alguna orden de la Liga Antialcohólica, como la IOGT Internacional (su pertenencia a esta última orden resultaba, por cierto, poco probable teniendo en cuenta la afición etílica de los señores, al parecer muy conocida). Nada pudo leer acerca de la Orden de Mimer, pero consiguió dar con una dirección en un caso de fraude fiscal en el que dicha orden había estado involucrada seis años antes. Bendijo al buscador del ordenador.

No parecían tener en común otras actividades de ocio. Como si tres no fueran suficientes para unos hombres de negocios tan ocupados.

Por lo tanto, Hjelm preparó una pequeña lista de tareas para el día siguiente:

1. Club náutico de Viggbyholm, Hamnvägen 1, Täby.

2. Club de golf de Estocolmo, Kevingestrand 20 A, Danderyd.

3. Orden de Mimer, Stallgränd 2, casco antiguo.

Menudo cambio de círculos sociales…

Se estiró. Habían apagado la lámpara del techo -inútil a no ser que uno fuera un masoquista especializado en dolores de cabeza- y trabajaban a la luz de un viejo flexo con una bombilla de cuarenta vatios. No había oscurecido aún, pero el cielo se negaba a proporcionar demasiada potencia luminosa.

Chávez se había acercado el teclado a su lado y lo estaba machacando que daba gusto.

– ¿Qué tal con las juntas directivas? -preguntó Hjelm mientras se levantaba.

– Espera un momento -dijo Chávez sin dejar de teclear-. Es un lío tremendo.

– Me voy ya. ¿Dónde vives? ¿Vas hacia el sur?

Chávez pulsó la tecla Enter con cierto énfasis y la vieja impresora matricial se puso en marcha chirriando. Tomó un trago de café y torció el gesto.

– Yo vivo aquí -aclaró, y añadió en plan melodramático-, éste es mi dulce hogar.

Hjelm le miró arqueando la ceja izquierda.

– Es verdad -aseguró Chávez-. En una habitación dos pisos más arriba. Van a buscarme una casa mañana. Espero.

– Vale. Te veo mañana.

– Ya lo creo -dijo Jorge Chávez, y se acercó a la impresora saltarina.

8

La mañana del 2 de abril, Paul Hjelm, sentado a la mesa del desayuno, contemplaba a su familia con nuevos ojos. El desayuno del día anterior había sido ingerido por una persona aniquilada; esta mañana era él, resucitado, quien comunicaba a la familia su renovada situación vital. Recibieron con moderado entusiasmo la noticia de su traslado al centro de la ciudad.

– Normal -dijo Danne observándolo con la misma mirada, o eso le pareció a Hjelm, que había fijado en la sangre de la menstruación de su madre unos días antes-. Eres el héroe de Hallunda.

– Está claro que es un premio que te saquen de este gueto -dijo Tova, y desapareció antes de que pudiera preguntarle de dónde había sacado esa palabra.

¿De él?

¿Había estado esparciendo un montón de mierda a su alrededor sin ser consciente de ello? ¿Había ofuscado la mente de una futura generación que tenía muchas y mejores posibilidades que la suya de convivir con lo extraño? ¿De tomar parte de lo extraño? ¿De no temer a lo extraño?

Mire dentro de su corazón, Hjelm.

Y su corazón le había sido desvelado por un segundo, sólo por un segundo, y ahora intentaría olvidarse de esa visión con un cúmulo de trabajo. Y ningún miembro de su familia tendría nunca la menor idea de lo cerca que había estado del abismo. Ellos vieron al héroe; él vio al cadáver.

A salvo, pero también trasladado. Quizá un policía de origen extranjero ocuparía su plaza en Fittja, y quizá, gracias a ese cambio, la policía del distrito de Huddinge saldría ganando.

Los niños habían desaparecido y cuando estaba a punto de sacar el tema con Cilla ella también desapareció.

Cuando se levantó para marcharse al centro de la ciudad se sintió más solo que nunca. Pero también preparado. Para convertirse en otro.

Quizá intuyera ya que ese caso iba a ser diferente a todo lo que él había conocido hasta el momento.

Extraño.

Levantó el periódico y echó un rápido vistazo a los principales titulares: «Doble asesinato de destacados empresarios suecos. ¿La mafia italiana en Estocolmo?».

Suspiró pesadamente y se fue.

Una fría brisa que no llegaba a decidir del todo si pertenecía a los poderes del invierno o a los de la primavera encrespaba ligeramente la superficie del agua. Unas olas un poco más densas daban, de vez en cuando, un empujón a alguna de las pequeñas yolas, que se desplazaban unos pocos metros. Una decena de estas pequeñas embarcaciones se mecían de un lado a otro sobre los hombros de Neptuno en la bahía de Stora Värtan, dejando su huella en casi todo el recorrido hasta el horizonte en forma de pequeños puntos de diferentes tamaños.

– ¡Qué historia más terrible! -dijo de nuevo el hombre con gorra de marinero-. Y los dos. Dos de nuestros miembros más destacados. Si uno no puede estar seguro ni siquiera en su propia casa, entonces ¿qué se puede hacer? ¿Es que las personas honradas vamos a tener que contratar a una empresa de seguridad?

Hjelm y el hombre de la gorra de marinero estaban en uno de los seis embarcaderos que se extendían en paralelo desde la playa hacia el rompeolas y enmarcaban el puerto deportivo de Viggbyholm. Sólo había unos pocos barcos en el agua, pero en tierra tenía lugar una febril actividad de preparación de las embarcaciones para la temporada. La gente corría de un lado a otro con algo que supuestamente debía parecerse a una indumentaria de trabajo, y un denso y sofocante hedor a epoxi y barniz se desprendía de las ruidosas lijadoras.