– ¿Así que éste es el lugar donde iba a amarrar el barco de Bernhard Strand-Julén? -preguntó Hjelm señalando un punto en el agua.
– Sí, y el de Daggfeldt aquí, en el embarcadero número tres. Aún no ha llegado el momento de botarlos. Tengo que reconocer que tuve un verdadero shock esta mañana cuando leí el periódico.
– Yo también -dijo Hjelm.
– ¡Qué titulares! ¿Es verdad que ha venido un sicario de la mafia siciliana para eliminar a toda la industria sueca? ¿O, como decía el otro periódico, que ha resucitado la Baader-Meinhoff? Parece increíble. ¿Y qué hace la policía?
– Esto -replicó el policía, y echó a andar hacia tierra.
– Bueno, no tenía ninguna intención de criticar -se apresuró a aclarar el hombre siguiendo servilmente a Hjelm con pequeños pasos-. Más bien quería decir: ¿qué puede hacer la policía contra fuerzas así?
– Esto -repitió el policía.
Entraron en el imponente edificio del club náutico en Hamnvägen. El hombre invitó a Hjelm a entrar en su despacho; luego se sentó tras la mesa con aire distraído, como si estuviera pensando en otros asuntos. Sacó un abrecartas y se puso a abrir un sobre. Hjelm carraspeó.
– Perdóneme -dijo el hombre dejando el abrecartas y la carta-. No me encuentro muy bien.
– ¿De modo que usted los conocía?
– Bueno, no, en realidad no, sólo como se conoce a los socios, ya sabe. Charlábamos un poco sobre barios, superficie de velamen, vientos, pronóstico del tiempo. Cosas así.
– ¿Ellos se conocían? ¿Se relacionaban aquí en el club?
– La verdad es que no lo sé. Eran bastante diferentes como navegantes, así que no lo creo. A Daggfeldt le gustaba navegar con su familia, siempre se llevaba a Ninni y a los niños en el Maxi. La hija mayor, que tendrá unos dieciocho o diecinueve años, empezaba a cansarse un poco, creo recordar; y al chaval, con un par de años menos, tampoco le entusiasmaba que digamos. Y Ninni, su mujer, se mareaba nada más pisar el embarcadero. Aun así siempre se mostraba contenta y entusiasmada. Mucha ilusión pero mucho mareo, como todas, solía decir Daggfeldt riéndose. De todos modos, era importante para él llevarse a toda la familia. Supongo que no había muchos momentos en los que pudieran estar juntos de verdad, aunque seguro que también se caldeaba bastante el ambiente allí fuera, entre los islotes del archipiélago. Me daba esa sensación.
Hjelm se asombró de la cantidad de información que se podía sacar charlando un poco sobre la superficie de velamen y el pronóstico del tiempo.
– ¿Y Bernhard Strand-Julén? -preguntó para alimentar la locuacidad del otro.
– Nada que ver. Un capitán serio cien por cien. Tenía un barco Swann de los más pequeños, pero que aun así apenas cabía en el puerto. Siempre con tripulaciones que daban la impresión de ser muy profesionales; dos o tres chavales jóvenes con el mejor equipamiento y siempre diferentes. Ropa flamante de las mejores marcas.
– ¿Siempre diferentes?
– O sea, la tripulación. Solía cambiar la tripulación; sin embargo, siempre parecía muy bien preparada. Profesional. El tipo de chicos que participan en regatas como Whitbread Round the World Race, para entendernos. Aunque más jóvenes, claro. Tienen un aspecto característico. Como los nadadores; todos tienen la misma constitución física.
– ¿En este caso muy jóvenes, rubios y bronceados? ¿Con un nuevo equipamiento en cada ocasión?
El hombre parpadeó unas cuantas veces y algo le hizo fruncir un instante la nariz; posiblemente su propia indiscreción, pero ¿no era una reacción exagerada para ser sólo eso? «Aquí se esconde algo más -pensó Hjelm-. A por ello.»
– Vale -se arriesgó Hjelm-. Me importa una mierda si Bernhard Strand-Julén era pedófilo y le ponía tener a treinta y cinco chavales a la vez en… cómo se llama, el camarote. ¿No sabe dónde podría contactar con alguno de esos chicos? El caballero está ahora, por decirlo de alguna manera, por encima de la ley. Intocable.
– Pero su reputación no es intocable… Todo muere menos la reputación del hombre muerto, [11] ya sabe… Además, tiene esposa…
– Es posible -se arriesgó Hjelm de nuevo- que usted no haya participado personalmente como proxeneta en aquellas navegaciones tan serias y profesionales de Bernhard y sus guapos grumetes. Pero si no está dispuesto a darme más información me encargaré de que este asunto se investigue meticulosamente. Proxenetismo homosexual, es posible que con menores de edad implicados, en uno de los clubs náuticos más prestigiosos del país. Vamos, señor Lindviken. Ya sabe usted que un rumor es suficiente para… El capitán ya no está, deme a sus grumetes. Por lo menos a uno de ellos.
El hombre se estaba mordiendo los nudillos. La conversación había dado un giro radical, y muy rápido. Aprovéchate del desconcierto, pensó Hjelm; en algún lugar, allá en el fondo, se esconde un complejo de culpabilidad.
Por un instante le pareció que estaba hablando consigo mismo.
– Diez segundos, luego me lo llevaré a comisaría para un interrogatorio en condiciones.
– ¡Dios mío, pero si yo no he hecho nada! Sólo callar lo que he visto; una gran parte de mi trabajo aquí consiste en no ver ni hablar.
– De momento, a mí me parece más bien que usted, Arthur Lindviken, es la cabeza de una gran red de pedofilia aquí en Viggbyholm. Cuantos más nombres y direcciones sea capaz de pronunciar en los próximos diez segundos, más probabilidades hay de que no tenga que enfrentarse a esa terrible sospecha en las miradas de todos los miembros del club. Por no hablar del juez. Siete segundos. Cinco.
– ¡Espere! -gritó Arthur Lindviken-. Tengo que buscar…
Se acercó, casi tambaleándose por las prisas, hasta un cuadro de la pared y lo descolgó. Giró tan rápido como pudo la cerradura de una caja fuerte, la abrió, sacó un grueso archivador y se puso a hurgar en el apartado de la letra S. Consiguió dar con una tarjeta postal con una estatua de Dioniso, varonil en todos los sentidos de la palabra. Una deidad con porte verdaderamente viril. En la tarjeta estaba escrito a lápiz muy fino: «Strand-Julén» y con bolígrafo «Ahora nos largamos. Siempre puedes llamar. 641 12 12. PD ¿Te acuerdas del cuento de los tres machos cabríos? Tú eres el más grande de ellos».
– Se le cayó aquí mismo, en el despacho. Guardo objetos perdidos en esta caja fuerte. Y los marco por si alguien los reclama.
– Objetos perdidos en la caja fuerte… ¿No tendrá por casualidad algún objeto perdido en la letra D?
– ¿Daggfeldt? No.
– Mire a ver.
Lindviken clavó la mirada en Hjelm.
– ¿No cree que sé exactamente lo que tengo aquí?
Abrió el compartimento de la D mostrándoselo a Hjelm. Estaba vacío.
Hjelm se levantó y agitó en el aire la postal de Dioniso.
– Yo me quedo con ésta. Supongo que ya no le sirve de gran cosa. Y conserve el archivador. Puede que vuelva a necesitarlo.
Cuando pasó por delante de la ventana, Arthur Lindviken permanecía sentado tras su mesa. El archivador temblaba sobre sus rodillas.
Por un momento se preguntó si no había sido demasiado duro. Estaba habituado a tratar con individuos curtidos en mil batallas que se sabían el reglamento de memoria, que conocían todos los trucos y todas las salidas, cuándo callar y cuándo mentir.
El viento había arreciado bastante. En la bahía, las pequeñas yolas ya no estaban. Como si se las hubiese llevado el viento.