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Era todavía por la mañana cuando Hjelm aparcó su anónimo Mazda de empresa delante del campo de golf de Kevinge. Un desconcertante número de personas dedicaba esa mañana de comienzos de abril a lanzar pelotas, cubo tras cubo. Sacó el móvil y marcó un número.

– Información telefónica -contestó una mujer.

– 08-641 12 12, por favor.

– Un momento -dijo la voz femenina, que dejó que transcurriera ese momento y volvió-: Jörgen Lindén, Timmermansgatan 34.

– Gracias -dijo Hjelm mientras apuntaba el nombre. Delante escribió un cuatro. Seguramente podría hacer esa gestión también antes de la reunión a las tres.

Dejó el coche y echó a andar subiendo la escalera en dirección a la entrada del club de golf. En la recepción había una chica joven.

– Hola -le saludó la chica.

– Hola -respondió Hjelm, y le enseñó la placa-. Policía criminal. Se trata de dos ex socios.

– Creo que sé a quiénes se refiere -dijo ella haciendo un gesto con la cabeza en dirección al ejemplar matutino del Svenska Dagbladet que se hallaba sobre el mostrador.

Hjelm asintió.

– Eran socios de aquí, ¿verdad?

– Sí. Y creo que jugaban bastante. Los dos me solían saludar y se quedaban un rato a charlar cuando venían.

– ¿Sabe si jugaban juntos? ¿Los vio juntos en alguna ocasión?

– Bueno, no era una pareja de jugadores habitual, no… Tampoco recuerdo haberles visto juntos. Supongo que en alguna ocasión coincidirían en un grupo con más gente, después de la vuelta. Son de ese tipo de jugadores que suelen reunirse al acabar para hablar de otras cosas aparte del golf.

– ¿Qué quiere decir con «ese tipo de jugadores»?

– Los no golfistas.

Hjelm hizo una breve pausa.

– ¿Usted compite, verdad?

– Mmm.

– Y no le caen bien los que sólo vienen aquí para… bueno, para regodearse, hacer amistades y ver a los colegas. Aunque sea una chica de Danderyd de toda la vida no traga del todo a los «no golfistas», pues son ellos los que dan al deporte ese aire de frívolo esnobismo tan difícil de eliminar.

– Muy psicoanalítico -dijo la chica de Danderyd de toda la vida.

– ¿Cuál es el procedimiento habitual? ¿Se puede salir al campo a jugar directamente al llegar o hay que fichar de alguna forma?

– Tenemos un libro de visitas en el que firman todos los que juegan.

– ¿Puedo echar un vistazo?

– Tiene los codos encima. Disculpe, pero llegan clientes.

– No -dijo Hjelm-. Mientras voy hojeando las últimas semanas del libro este, ¿por qué no entra usted un momento en ese estupendo ordenador que tiene ahí para averiguar cuándo se hicieron socios Daggfeldt y Strand-Julén?

– Enseguida estoy con ustedes, disculpen -dijo ella por encima del hombro de Hjelm a un par de canosos caballeros ataviados con sendos jerséis de lana escocesa clásicos a más no poder. Hjelm escuchó con disimulo su conversación mientras repasaba el libro de visitas.

– Bueno, bueno, lo que hay que ver -comentó el mayor de los dos-. ¿Has leído el Svenska Dagbladet, no?

– Sí, ya lo creo que lo he leído. ¿Es que una persona honrada va a tener que contratar una empresa de seguridad hoy en día? Buena gente, te lo digo yo, amigo mío, muy buena gente. Tanto Daggstett como Julén-Strand. Yo los conocía personalmente. ¿Crees que han sido los comunistas?

– Por amor de Dios, la verdad es que ya no sé qué pensar. Pero lo que está claro es que no te puedes fiar nunca de esos cabrones. Dicen que incluso hay uno en la sección cultural del Svenska Dagbladet.

– Pero bueno, ¿qué estás diciendo? ¿Un infiltrado? ¿Una embolia en el mismísimo corazón? De verdad que la pobre patria va de mal en peor.

– Sí, desde luego. No hemos vivido semejante cosa desde que dejaron a ése, ¿cómo se llamaba…? ese comunista al que permitieron escribir crónicas en la página cultural.

– Lundstedt.

– Eso es: Arvid Lundstedt. Por no hablar de aquel redactor jefe rojo que algún pobre diablo, en una especie de ataque de tolerancia malinterpretada, dejó ocupar el mismo trono del periódico.

– ¿Te refieres a Yxkull? ¿Yxkull el Rojo?

– Ese mismo.

Hjelm abandonó a los señores a su suerte, no del lodo difícil de prever, dicho sea de paso, y recibió una nota de la chica antes de que ella, sonriente, se dirigiese a los caballeros. Hjelm la interrumpió.

– Aún no he terminado del todo. El señor D se inscribió en el año ochenta y dos -dijo de modo críptico para evitar la atención de los otros señores-. Y el señor S-J no lo hizo hasta el ochenta y cinco. ¿Guardan todavía los libros de visitas de esos años?

La chica se volvió a disculpar ante los socios, que no dudaron en dejarse seducir por su blanca dentadura.

– Una chica muy simpática -oyó Hjelm a su espalda-. Tengo entendido que está en el número diez del ranking europeo.

– ¿Podemos entrar en el despacho? -preguntó Hjelm.

Entraron en el despacho.

– ¡Diez en el ranking europeo! -exclamó Hjelm una vez dentro.

Ella sonrió.

– Bueno, estos queridos viejos me confunden con Lotta Neumann. Diez años más o menos no significan gran cosa a su edad.

– ¿Conservan los viejos libros de visitas?

– Sí, están en el archivo. Puedo ir a buscarlos.

– Muy bien. Todos desde el año 1982 hacia delante. Me los tengo que llevar, pero los devolveré. También el del mostrador. Tendrán que empezar otro nuevo. En cuanto hayamos acabado con ellos los traeré. Un par de días como mucho.

– No, el de fuera no se lo puedo dar. Lo estamos usando.

Suspiró. Hubiera querido no verse obligado a recurrir al lenguaje del poder.

– Escúcheme. Se trata de un doble asesinato, y puede haber muchos más. Dentro de poco su clientela podría ser borrada de la faz de la tierra. Tengo autoridad para que incluso esos abuelos de ahí fuera se pongan a hablar de estado policial. ¿Vale?

Ella salió cabizbaja.

Nunca dejaba de sorprenderle la cercanía entre el lenguaje normal y el lenguaje del poder. Unas sutiles variaciones, hágase la acción y… la acción se hizo. Bastante útil en boca de la persona adecuada. Bastante terrible en boca de la persona equivocada.

Salió a un radiante sol primaveral cargado con una enorme caja llena de viejos libros de visita. No hacía nada de viento. Un tiempo perfecto para el golf. Creyó Hjelm. El único indicio de que había llegado bien era un viejo y amarillento letrero al lado del timbre con la inscripción «Mimer», medio arrancado y escrito a mano. Ese timbre era uno entre la decena de botones que había junto a una puerta situada en el subsuelo, medio tramo de escaleras por debajo de un callejón del casco viejo de nombre Stallgränd. Pulsó el botón y, a través de una pequeña y oxidada reja que ocultaba un telefonillo, resonó una voz estentórea.

– ¿Sí?

– No sé si he llegado bien. Busco la Orden de Mimer.

– Ésta es la Orden de Mimer. ¿En qué puedo servirle?

– Policía criminal. Es sobre un asunto que concierne a dos de sus socios.

– Pase.

La cerradura produjo un breve zumbido y Hjelm empujó la vieja y destartalada puerta. Tuvo que agacharse para pasar. El recibidor era pequeño y tenebroso, el ambiente polvoriento y húmedo; se encontraba en un edificio medieval que no parecía haberse reformado nunca. Se quedó parado un momento para acostumbrar los ojos a la oscuridad. Por una puerta apareció un hombre viejo, alto y nervudo, envuelto en una extraña capa de color lila. Le tendió la mano a Hjelm y, si no hubiese sido porque había estudiado la naturaleza del fenómeno de las órdenes, sin duda habría intentado dislocarle el brazo a aquel individuo y habría procurado, a la vez, no dejar al descubierto su cuello.

– Buenos días -dijo el hombre con unos recursos de voz que, al igual que el propio individuo, no parecían de este mundo-. Soy David Clöfwenhielm, guardián de la Orden de Mimer.