– Paul Hjelm -dijo Paul Hjelm estrechándole la mano. Como cabía esperar, el apretón de manos del hombre le resultó bastante firme-. No es precisamente la sede de los masones, si me permite la comparación.
– Aún no ha visto el interior -resonó la garganta dorada de David Clöfwenhielm-. Y tal vez tampoco va a tener el gusto. Eso dependerá de la naturaleza de su visita.
– Guardián… -quiso saber Hjelm-. ¿Es algo así como un gran maestro?
– Evitamos ese tipo de títulos ya que entonces nuestra orden correría el riesgo de ser considerada una variante menor de la Masonería. Por cierto, ¿sabe usted quién es el gran maestro de los masones?
Hjelm negó con la cabeza.
– El Príncipe Bertil -dijo Clöfwenhielm.
– ¿Pero el Príncipe Bertil sigue vivo? -preguntó Hjelm. Clöfwenhielm dejó escapar un ruido atronador que no pudo identificarse con la risa hasta que el eco alcanzó la décima reverberación. Al parecer, existía cierta animosidad entre órdenes.
– Pase, señor comisario.
– Gracias -dijo Hjelm sin la menor intención de corregirlo; sin duda, cualquier ascenso podría serle útil en este ambiente.
Bajaron despacio por una larga y serpenteante escalera. Las sólidas paredes de piedra rezumaban humedad y el techo era tan bajo que el larguirucho Clöfwenhielm parecía doblado por la mitad. A lo largo de la pared, colgaban antorchas resistentes a la humedad. Al final llegaron a una minúscula habitación con unos escudos repartidos por los muros, una gruesa cortina aterciopelada que cubría la pared del fondo y un enorme escritorio de roble. Encima del escritorio había dos queseras, con unas pequeñas marcas de humedad que aparecían y desaparecían de las opacas y empañadas superficies de plástico. Clöfwenhielm levantó una de las queseras y puso en marcha un pequeño y ultramoderno ordenador portátil, un milagro del anacronismo. Se sentó tras el escritorio.
– Doy por descontado que usted, de una u otra forma, querrá consultar nuestros registros -tronó con esa voz que en el ambiente relativamente luminoso de arriba le había parecido fuera de lugar, pero que ahora se encontraba en su elemento-. Por favor, siéntese, señor comisario jefe.
A este ritmo llegaré a director general de la policía dentro de nada, pensó Hjelm, y se sentó en una pequeña silla frente al guardián.
– Su suposición no resulta de ninguna manera errónea, señor guardián -dijo Hjelm zalamero-. Se trata de dos miembros de su orden. Los dos han sido asesinados en el transcurso de unos pocos días.
Clöfwenhielm no pareció precisamente conmocionado; quizá un poco pensativo. Se ajustó la capa por el cuello.
– Los hermanos de la Orden de Mimer ocupan normalmente posiciones sociales en un nivel en el que apenas existen actos violentos. ¿Insinúa usted que esto tiene algo que ver con la orden?
– En absoluto. Estamos investigando los ámbitos en los que puede haber vínculos entre las dos víctimas para, ante todo, impedir más crímenes. La filiación de ambos a esta exclusiva orden es uno de esos vínculos.
– Entiendo. ¿De qué personas se trata?
– ¿El señor guardián no lee la prensa?
– Llevo mucho tiempo sin hacerlo -aclaró Clöfwenhielm-. Para poder ofrecer a la orden una dedicación completa, no sólo me he jubilado de mi trabajo sino también de esas prácticas del mundo exterior que encuentro repugnantes. Cuando se alcanza cierta edad, uno se lo puede permitir.
– Y cierto estatus económico.
– Naturalmente -replicó Clöfwenhielm con tono neutro.
– ¿Cuántos miembros tiene la Orden de Mimer?
– Sesenta y tres -contestó Clöfwenhielm, y añadió-, elegidos con criterios muy rigurosos. Por consiguiente, ahora sesenta y uno -se corrigió.
– Naturalmente -replicó Hjelm con tono neutro-. ¿Los conoce en persona?
– Lo que ocurre dentro de la orden tiene muy poco que ver con lo personal. Nos ocupamos de lo suprapersonal y lo transpersonal. Además, en los rituales acostumbramos a llevar capas, más o menos como esta que llevo ahora, y máscaras que representan a los dioses nórdicos. Raramente veo las caras. Pero ya estamos entrando en información clasificada.
– Top secret.
– Eso es -dijo Clöfwenhielm sin poner en duda por un segundo la curiosa elección de palabras.
– Hay una cosa que me despierta mucha curiosidad -dijo Hjelm-. Para alguien no iniciado en absoluto: ¿qué es lo que hace de las órdenes algo tan atractivo para ciertos grupos sociales?
– Podría idealizarlo y decir que nos une el deseo de ampliar la consciencia, abrir el camino a zonas inexploradas del alma, pero no sería del todo acorde con la realidad. No puedo negar que gran parte de la escoria propia del mundo que yo he abandonado acompaña a los hermanos de la Orden cuando entran aquí: el prestigio, el sentirse elegido y superior, la necesidad de hacer contactos, el deseo de librarse de las mujeres, un sentimiento a menudo artificial de la tradición. Nuestra Orden de Mimer se remonta al goticismo de Geijer, un movimiento romántico y patriota de principios del siglo XIX; algo de lo que el noventa por ciento de los miembros no tiene ni idea. Si yo exigiera de los hermanos la misma pureza y el mismo entusiasmo que me exijo a mí mismo, me quedaría aquí solo sermoneando. Algo que, ahora que lo pienso, quizá no estaría del todo mal. -Clöfwenhielm suspiró un poco y retomó su habitual y atronador tono de voz-. Bueno, ¿cómo se llamaban los dos hermanos que han abandonado el mundo de los vivos?
– Kuno Daggfeldt y Bernhard Strand-Julén.
El Guardián de la Orden de Mimer dejó que los dedos recorrieran el teclado.
– Entiendo -dijo dubitativo-. Hemos vuelto a traspasar ligeramente la frontera mágica del silencio.
– ¿Quiere decir que se trata de temas confidenciales?
– Por lo menos nos hallamos en una zona fronteriza. Déjeme pensar.
Paul concedió a David Clöfwenhielm tiempo para pensar.
– No -concluyó al final-. Asistir a las fuerzas del orden en la investigación por el homicidio de dos de nuestros hermanos debe tener prioridad. Acérquese, Hjelm.
Eso hizo. Contempló la pantalla por encima del hombro de Clöfwenhielm.
– Como puede ver, dejo que los nombres pasen de manera relativamente rápida por la pantalla para que no se sienta tentado a retener demasiados. A veces verá un pequeño asterisco, una estrella. Eso ocurre delante de los dos nombres que usted ha mencionado, por ejemplo. Aquí tenemos a Daggfeldt y Strand-Julén. Asterisco en los dos. En total hay una decena. Puede volver a sentarse, Hjelm.
Hjelm hizo lo que Clöfwenhielm le ordenó. Se sentía como un colegial. Al parecer, su carrera de ascensos era ya historia.
– El asterisco significa, dicho de modo sencillo, que ya no son miembros de la Orden de Mimer.
– ¿Quiere decir que no han pagado la cuota anual?
Retumbaron unas ensordecedoras carcajadas.
– Esto es una orden, amigo mío, no un club de golf. No, los asteriscos los he añadido por razones bien distintas. Los miembros señalados eligieron establecer una suborden dentro de la Orden de Mimer, la llamada Orden de Skidbladner. [12] Dicho vulgarmente, actúa como una filial, de manera independiente, pero al final siempre debe responder ante la casa matriz. Querían desarrollar ciertas ideas rituales que no encontraron eco dentro de la Orden de Mimer, o sea en mí, pero aun así no querían abandonarla. Quiero puntualizar que la fundación de la Orden de Skidbladner no responde a ningún conflicto.
– ¿Nada de rumores de descontento por los pasillos?
– Aquí no hay pasillos ni rumores. Si de alguna forma han surgido divergencias ha sido a nivel más bien personal y, como queda dicho, ese nivel a mí no me interesa.
– ¿Se acuerda de quién o quiénes fueron los impulsores de esa ruptura?
– Cuando me plantearon el tema, hará unos seis meses o así, llevábamos todos máscara tras celebrar una intensa ceremonia. No sé quién o quiénes lideraron todo aquello, pero acepté su propuesta, pues yo no dirijo ningún reformatorio. La estructura administrativa me pareció aceptable; sin embargo, esperaba algún informe respecto a sus avances y temas por el estilo, y no me ha llegado ninguno.