– ¿En qué radica la diferencia entre la Orden de Mimer y la de Skidbladner? ¿Qué era lo que querían desarrollar?
– No me puede forzar a entrar más en los dominios vedados por el voto de silencio, agente. Se trata de detalles rituales. Nada radical. Una voluntad de desarrollar más ciertos aspectos ceremoniales.
– Pero estoy seguro de que me puede proporcionar una lista de los nombres con asterisco -dijo el policía ahora degradado a agente.
Sólo dos pulsaciones, un traqueteo debajo de la quesera número dos y el guardián de la Orden de Mimer, David Clöfwenhielm, la levantó y esperó a que una microscópica impresora de inyección de tinta expulsara dos hojas tamaño A-4.
– Doy por descontado que estos papeles van a ser objeto de la misma discreción y delicadeza que ha mostrado hoy hacia nuestra orden, Hjelm. Me produciría mucha indignación si los medios de comunicación les echaran el guante.
– A mí también -dijo Hjelm.
Se levantaron los dos y se estrecharon la mano.
– Se lo agradezco mucho, señor guardián -dijo Hjelm y continuó-. Sólo una pequeña pregunta más: ¿cuáles son realmente los objetivos que se pretenden conseguir en una orden?
– ¿Objetivos? -replicó Clöfwenhielm asombrado. Acto seguido estalló en atronadoras carcajadas.
Las repetidas ondas expansivas de su risa parecían empujar a Hjelm escalera arriba y expulsarlo por la puerta a Stallgränd.
«En abril aguas mil», pensó Hjelm contemplando los chorros de agua que resbalaban por el ventanal de la cafetería. En abril el tiempo es caprichoso como el destino. Alguna que otra persona cruzaba Västerlånggatan con el cuello del abrigo subido y corría pegada a las fachadas de los edificios, buscando refugio bajo unos balcones que no existían. La lluvia azotaba los grandes ventanales del Café Gråmunken y la luz brillaba por su ausencia. Entornó los ojos intentando fijar el texto impreso en las hojas de la Orden de Mimer. De repente, un rayo iluminó la cafetería con una luz lila que por un momento le bloqueó la retina. No veía nada.
– Muchas gracias, maldita sea -dijo Hjelm en voz alta dirigiéndose al rayo.
– Muchas de nadas, maldita sea -contestó la chica con el delantal blanco antes de servirle otro café.
Hjelm la contempló sorprendido. No era más que una silueta lila.
Cuando recuperó la visión siguió ojeando la lista. Allí estaban las direcciones de casa y trabajo de los hermanos pertenecientes a la extraña facción rebelde denominada Orden de Skidbladner. Encontró dos direcciones que estaban por el casco viejo, cerca de allí, una de un domicilio en Prästgatan y otra de un lugar de trabajo. Teniendo en cuenta que sólo eran las doce y pico, optó por el lugar de trabajo: una empresa de informática situada en Österlånggatan. No tenía tiempo para esperar a que escampara, de modo que apuró de un trago lo que le quedaba de café y salió corriendo, cogió Västerlånggatan hasta Järntorget, cruzó la plaza y entró por la calle gemela: Österlånggatan. Delante de la dirección correcta, pulsó el telefonillo de la empresa ComData y una flemática voz de secretaria le abrió la puerta con desgana. Subió dos tramos de escalera hasta un piso de cinco habitaciones convertido en oficina. La secretaria era una señora excesivamente maquillada y con el pelo recogido en un moño. Le acercó tanto la placa que las gotas de agua arrugaron sus ordenados papeles.
– Aparte eso de aquí -dijo indignada.
– Policía criminal. Quiero hablar con Axel Strandelius.
– El director está ocupado en este momento. Supongo que no ha reservado cita.
– Tiene medio minuto para anunciar mi visita. Luego entro en su despacho.
El mismo lenguaje le había funcionado esa misma mañana. Y volvió a funcionar ahora. Se abrió una puerta y un hombre impecablemente vestido de unos cincuenta años, tipo ejecutivo modelo A, le invitó a entrar en su despacho sin pronunciar palabra.
– Me ha dicho Sara que es de la policía -dijo acomodándose tras su mesa-. ¿En qué puedo servirle?
– ¿Es usted Axel Strandelius? -preguntó Hjelm.
– Sí -confirmó el hombre-. Es correcto.
– ¿Es usted miembro de la Orden de Skidbladner?
Strandelius se quedó callado un instante.
– Ahora entramos en un terreno que roza el secreto y el voto de silencio -dijo al final.
Esas palabras le resultaron familiares a Hjelm.
– Conozco las reglas. Lo único secreto son los rituales. La filiación en sí es oficial.
– Aunque la orden en cuestión, en realidad, no es oficial todavía…
– Ya sabe por qué estoy aquí. Veo que tiene el Svenska Dagbladet, el Dagens Nyheter y el Dagens Industri. En los tres aparece en portada, o sea que esto no es ningún juego ni acoso policial sino una cuestión de vida o muerte. Su vida y su muerte. Daggfeldt y Strand-Julén formaban parte de ese pequeño grupo rebelde que hace unos seis meses se escindió de la Orden de Mimer. Eso quiere decir que usted mismo se encuentra en peligro.
Al parecer, la reflexión de Strandelius no había llegado hasta esos extremos. Se encogió, literalmente, unos veinte centímetros en su silla.
– Pero por Dios, la Orden de Mimer es de lo más pacífico que se pueda imaginar. No creo que haya nadie que…
– La conexión más evidente que hemos encontrado entre los dos hombres, asesinados exactamente de la misma manera y en un intervalo de dos días, es esa pequeña Orden de Skidbladner. Resulta que ambos eran dos de los doce afiliados. Eso es suficiente para mí. Quiero que me conteste a dos preguntas. Primero: ¿quiénes fueron los impulsores de la escisión de la Orden de Mimer? Segundo: ¿quiénes fueron los opositores más enconados a la ruptura?
Strandelius reflexionó. Era un hombre del mundo de la informática, así que estuvo un rato estructurando y analizando el tema. Luego contestó de modo tan numérico como Hjelm había formulado las preguntas.
– Primero: Daggfeldt y Strand-Julén estaban, efectivamente, entre los que lideraron la iniciativa, pero la idea partió de Rickard Franzén. Creo que él también fue el más activo a la hora de ponerlo en marcha. En un nivel más o menos parecido al de Daggfeldt y Strand-Julén estaba Johannes Norrvik. Arriba del todo Franzén, luego Daggfeldt, Strand-Julén y Norrvik. A los demás, más que nada nos pareció una idea interesante y nos apuntamos. Segundo: me temo que respecto a ese tema no le puedo servir de gran ayuda. Había una corriente general de oposición subyacente que se le escapó por completo al etéreo Clöfwenhielm. Creo que fue Franzén el que más críticas tuvo que aguantar; en cualquier caso, él debería saber quién le atacó más duramente. Si, y enfatizo el «si», resulta que es esto lo que se esconde detrás de los asesinatos, entonces yo diría que, por lógica, la siguiente víctima sería Franzén.
– Muy bien resumido -reconoció Hjelm, y se despidió.
La lluvia había desaparecido como si se la hubiese llevado el viento. O, mejor dicho, el viento sí se había llevado la lluvia. En la bahía, los fuertes vientos primaverales moldeaban fugaces esculturas de espuma sobre la superficie del mar.
«En abril aguas mil», pensó Hjelm de nuevo.
Estaba parado ante un semáforo en rojo cerca de la plaza de Södermalmstorg con la vista puesta en la figura colgante del restaurante La góndola, al otro lado de Slussen; aunque más que una góndola parecía un vagón de metro atado a un potro de tortura.
«Los jardines colgantes de Babilonia», pensó Paul Hjelm, y el semáforo se puso en verde.
Enfiló su Mazda por Hornsgatan, pasó los recién levantados bloques de oficinas que flotaban como cajas de zapatos por encima del túnel de Söderleden y volvió a toparse con un semáforo en rojo.