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«Los jardines colgantes de Babilonia», pensó Paul Hjelm otra vez, y el semáforo se puso en verde.

Dejó la joroba de Hornsgatan a un lado y la iglesia de María Magdalena al otro y volvió a encontrar un semáforo en rojo. Los peatones cruzaban por el paso de cebra en peculiares diagonales empujados por el viento que levantaba sus ropas. Observó a dos hombres que jugaban a la petanca en la plaza Mariatorget, en el camino de grava al lado del Café Tivoli, y con el rabillo del ojo le pareció ver cómo una ráfaga de viento se llevaba una de las pesadas bolas de metal, que le dio en todo el trasero al pequeño perro faldero que paseaba una señora por la plaza.

En ese momento el semáforo se puso en verde. Cambió al carril de la izquierda y no respetó del todo el del siguiente cruce, donde enfiló la calle Timmermansgatan.

El portal tenía una cerradura con código. Irritado, fue pulsando al azar los botones. Estuvo así durante dos minutos, probando con centenares de códigos. Sin éxito. Dio un paso atrás y de repente se encontró al lado de una chica joven con pelo negro y despeinado, enfundada en una cazadora de cuero. Le observó desconfiada.

– Policía -dijo Hjelm.

– ¿Es así como resolvéis vuestros casos? -quiso saber la chica.

Se la quedó mirando durante un buen rato mientras ella desaparecía caminando despreocupadamente hacia Maria Prästgårdsgata.

– Sí -dijo Paul Hjelm, y siguió pulsando con rabia los números de la cerradura codificada. Al final, el pequeño piloto rojo se iluminó y sonó un débil clic en la puerta. «Eso resume bien mi día hasta el momento», pensó justo cuando entraba. Buscó el nombre en el tablón que colgaba de la pared al otro lado de la puerta y subió los cuatro tramos de escalera.

En el buzón ponía Lindén. Llamó al timbre. Una vez. Dos veces. Tres veces. Cuatro veces. Después del cuarto timbrazo oyó unos ruidos sordos dentro de la casa y acto seguido un chico rubio de unos dieciocho años se asomó a la puerta. Un chándal Champion prendido con desgana a su cuerpo apenas le cubría, y el pelo apuntaba en todas direcciones.

– ¿Estabas durmiendo? -preguntó Paul Hjelm enseñándole su placa-. ¿Eres Jörgen Lindén, verdad?

El chaval asintió con la cabeza mientras intentaba en vano fijar la mirada en la placa, que no paraba de moverse de un lado para otro ante sus ojos.

– ¿De qué se trata? -preguntó Jörgen Lindén con voz de recién levantado.

– De un asesino en serie -dijo Hjelm, y entró en el piso abriéndose paso junto al chico.

– ¿Qué diablos está diciendo? -exclamó éste, y le siguió mientras se remetía la camiseta en los pantalones del chándal.

En el sofá de una de las dos estancias del apartamento había una manta arrugada. Al lado del sofá, un montón de ropa coronada por una gorra que Hjelm tuvo la sensación de que estaba del revés. Una gorra del revés al lado del sofá. En la otra habitación, la cama estaba hecha con primor. Las dos caras de la misma moneda, pensó Paul aún consciente de que era un tópico, y se acercó a abrir la ventana para que pasara un poco de aire desde un bonito patio con árboles agrupados y bancos de madera.

– Es la una -dijo-. ¿Siempre duermes hasta tan tarde?

– Tampoco es para tanto. Es que llegué tarde anoche.

– ¿En qué trabajas?

Lindén dobló la manta concienzudamente y se sentó en el sofá.

– Estoy en el paro.

– No parece que te vaya del todo mal viviendo del paro.

– ¿Qué quiere?

– ¿Supongo que no has leído el periódico de esta mañana?

– No.

– Bernhard Strand-Julén ha sido asesinado.

Jörgen Lindén, pese a su juventud, era la persona más acostumbrada a tratar con la policía de todas las que había visto Hjelm a lo largo del día. Consiguió conservar ese aire de vago e inocente desconcierto sin modificarlo de manera manifiesta. Posiblemente se le aclaró algo la mirada, pues detrás de ella el cerebro ya había empezado a trabajar.

– ¿Quién? -dijo.

– El director Bernhard Strand-Julén, ya sabes.

– No, no lo sé.

Hjelm sacó del bolsillo de su cazadora vaquera la tarjeta postal del sumamente viril Dioniso y la sostuvo delante de Lindén.

– Menuda potencia en esa polla, ¿no?

Jörgen Lindén observó la tarjeta sin pronunciar palabra. Hjelm continuó:

– ¿Es tu marca registrada o algo así? ¿Marketing? ¿Las vas repartiendo en el metro?

Lindén seguía callado. Miró por la ventana. El vendaval hacía que los cúmulos pasaran volando a toda velocidad. Hjelm siguió pertinaz:

– Y al darle la vuelta ¿qué nos encontramos aquí? «Ahora nos largamos. Siempre puedes llamar.» Y luego el número de este teléfono, no cualquier otro. -Hjelm señaló un teléfono inalámbrico que colgaba de la pared junto a la ventana-. Pero espera, ¿qué es esto? Hay más. Una pequeña PD: «¿Te acuerdas del cuento de los tres machos cabríos? Tú eres el más grande de ellos». Y creo que un pequeño análisis de la caligrafía, comparándola con ese cuaderno al lado de tu teléfono, revelaría sin duda cosas muy interesantes.

Hjelm se sentó en el sillón frente a Lindén.

– «Y el más grande de los machos cabríos atacó al trol, le corneó y le lanzó al aire tan lejos que desapareció para siempre. Luego la cabra se fue corriendo al prado. Allí había tanta hierba y tan buena que las cabras casi no pudieron volver a casa de lo que engordaron. Y si no han adelgazado, pues allí continuarán».

Jörgen Lindén seguía sin pronunciar palabra. Hjelm añadió:

– Ay, la infancia. Yo leía ese cuento a mis niños hace ya casi diez años. Todas las noches. Se me ha quedado grabado entero, palabra por palabra. ¿Qué trol salió volando por el aire y desapareció para siempre en ese barco Swann? ¿El trol de la pobreza? ¿El trol de la abstinencia? ¿Sigues pastando en el prado?

Lindén cerró los ojos, pero permaneció callado.

– Mi hijo es sólo un poquito más joven que tú. Al menos, espero que así sea. Puedes contestar ahora o en comisaría: ¿a qué trol espantó el más grande de los machos cabríos?

– En cualquier caso, al de la pobreza no -suspiró Lindén pesadamente-. No quería repetir. No quería vernos nunca más. Me las arreglé un par de meses con la pasta que me dio, pero no más. Y de drogas nada. Estoy limpio.

– ¿Nada de fiestas rave ni éxtasis como anoche?

– Eso es otra cosa. No crean adicción.

– No, claro que no -Hjelm se reclinó en el sillón-. Si sigues prostituyéndote no tardarás en necesitar sustancias más adictivas. Pero bueno, no tengo tiempo para una charla ahora. La pregunta más importante es: ¿alguna vez has realizado algún servicio para un ejecutivo de nombre Kuno Daggfeldt que vive en Danderyd?

– No siempre dicen su nombre…

– Éste es su aspecto -dijo Hjelm sacando una foto de un hombre apuesto que luchaba por llevar sus cincuenta y pico años con dignidad, lucha que había fracasado estrepitosamente hacía unos días. Nada como la muerte para dejar en evidencia a la vanidad, pensó Paul con el convencimiento de estar citando a alguien.

– No -dijo Jörgen Lindén-. No lo conozco.

– ¿Estás cien por cien seguro? Hurga en los archivos internos.

– Me acuerdo de ellos, créame. Me acuerdo de todos.

– De todo el rebaño de cabras… Vale, nombre y dirección de tu chulo.

– Por favor…

– En otro momento sin duda habría intentado sacarte de la calle, cogerte por el cuello, levantarte como a un gatito y luego arrojarte a casa de tus padres…

– Eso sería difícil.

– …pero ahora tengo otras cosas en las que pensar. Lo que estoy buscando es la máxima información posible acerca de Daggfeldt y Strand-Julén. Por lo tanto, necesito el nombre y la dirección de tu chulo y lo necesito ya.