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– ¿Sabe lo que hará conmigo si se entera de quién se ha chivado?

– Por mí no sabrá nada, te lo garantizo.

– Johan Stake. [13] No sé si es su verdadero nombre o no, y no tengo su dirección. Sólo un número de teléfono.

Lindén apuntó el teléfono en un papelito y se lo dio a Hjelm.

– Y para terminar: las preferencias sexuales de Strand-Julén, lo más detallado posible.

Jörgen Lindén se lo quedó mirando suplicante y de repente se echó a llorar.

El lenguaje del poder, pensó Paul Hjelm, y no supo realmente lo que sentía por dentro.

Una tormenta de granizo azotó el cristal de la ventana durante diez largos segundos. Luego acabó.

«En abril aguas mil», pensó Hjelm, y estornudó con ímpetu.

Eran ya las dos cuando llamó al timbre del chalet de Nockeby. Había oído tres veces los quince primeros tonos de An die Fraude en el interior de la casa y estaba empezando a odiar la sordera de Beethoven. Había malinterpretado un poco el plano y se había perdido por las calles interiores de Brommaplan en vez de coger la carretera de Drottningholm directa hasta el puente de Nockeby. Seguía maldiciendo sus limitaciones sureñas para orientarse por Estocolmo mientras esperaba que alguien le abriera la puerta en Grönviksvägen. Por la parte trasera del chalet, el terreno caía en picado hasta el lago Mälaren en su zona más bella, entre la isla Kärsön y Nockeby, a medio camino entre los municipios de Estocolmo y Ekerö. El chalet tal vez no era de los más lujosos de Nockeby, pero defendía su emplazamiento con dignidad en ese oasis al oeste de la ciudad sobre el cual el sol de abril había optado por desplegar el brillo de sus caprichosos rayos.

Al final, abrió la puerta una señora mayor a la que Hjelm tomó por la asistenta.

– Policía criminal -dijo, y se dio cuenta de que empezaba a estar harto de la palabra-. Busco a Rickard Franzén.

– Está durmiendo la siesta -aclaró la señora-. ¿De qué se trata?

– Es un asunto bastante importante. Si no es demasiada molestia, debo pedirle que lo despierte.

– Eso es cosa suya -dijo la señora misteriosamente.

– ¿El qué?

– Que es cosa suya decidir si supone demasiada molestia pedirme que lo despierte. Posiblemente usted ya ha contestado de manera indirecta a la pregunta indirecta y me ha dicho del mismo modo indirecto que vaya a despertarlo.

Paul se la quedó mirando boquiabierto. Ella le invitó a pasar haciéndole un gesto con la mano mientras sonreía de ese modo que suele llamarse «para sus adentros».

– No se preocupe por mí. Seguiré siendo profesora de Lengua hasta que me muera. Siéntese e iré a por mi marido.

Desapareció escalera arriba con asombrosa agilidad. Hjelm se quedó parado en el recibidor grande probando de nuevo la frase: «Si no es demasiada molestia, debo pedirle que lo despierte». ¿No era correcto decirlo así?

Allí se le esfumó la superioridad del lenguaje del poder.

Al cabo de unos pocos minutos, la señora volvió por la escalera seguida de un individuo mayor, bastante gordo y ataviado con bata y zapatillas. El hombre le tendió la mano.

– Rickard Franzén -dijo-. Mi siesta consiste en un noventa por ciento intentando conciliar el sueño y en un diez intentando aceptar que no lo consigo. En otras palabras, no estaba durmiendo. Es difícil acostumbrarse a ser jubilado tras una vida entera de duro trabajo. Como supongo que ya ha notado, eso también se aplica a mi mujer.

– Paul Hjelm -dijo Paul Hjelm-. De la policía criminal.

– Policía de Estocolmo.

– No. Policía Nacional. -A Hjelm se le había olvidado que el hombre había sido juez.

– ¿Se ha formado alguna unidad especial?

– Sí.

– Ya me lo imaginaba. Y creo que sé por qué está aquí. Un trabajo muy rápido.

– Gracias. ¿Qué cree usted?

– Creo que es perfectamente posible que yo sea la tercera víctima. Esta mañana hablamos del tema mi mujer y yo. Birgitta me dijo que debería llamar a la policía. Yo no estaba tan seguro. Me salí con la mía. Algo que no siempre sucede, debo añadir.

– ¿Cree que puede estar detrás alguien de la Orden de Mimer?

– No me atrevo a especular con eso pero entiendo que, desde el punto de vista policial, sea una conexión interesante.

La disposición de Franzén les podría facilitar las cosas; Hjelm se decidió a utilizar el lenguaje de la claridad en vez del lenguaje del poder.

– Tenemos una importante reunión a las tres. ¿Podría pedirle que me acompañe a comisaría para que le hagamos unas preguntas sobre la Orden de Skidbladner con el fin de tomar luego una decisión sobre su posible vigilancia ya a partir de esta noche?

Franzén se quedó pensativo. Luego dijo:

– Claro: la simetría. Ustedes piensan que la simetría espacial también implica una simetría cronológica y que el tercer asesinato va a tener lugar esta misma noche. Cuarenta y ocho horas entre cada asesinato. Es posible que tengan razón. Sólo deme un par de minutos.

Se fue al baño. Sin duda, el paso de los años había causado una importante pérdida al cuerpo judicial sueco. A los ojos de Hjelm, Franzén parecía ser un buen juez.

Birgitta Franzén se acercó a Paul.

– ¿Cree que corre verdadero peligro?

– Lo cierto es que no lo sé. Pero es posible. ¿Va usted a estar en casa esta noche?

– Raramente algo.

– ¿Y él?

– Iba a ir a casa de un viejo compañero de trabajo. Suelen verse una vez al mes.

Hjelm asintió con la cabeza.

– ¿Volverá tarde?

Ella se rió débilmente.

– Bastante -dijo.

– ¿Su dormitorio está en la primera planta?

– En la segunda.

– ¿Y el salón está aquí abajo?

– Está usted prácticamente en el salón. El recibidor se va estrechando hasta convertirse en una especie de pasillo allí a la derecha y se abre al salón.

Hjelm caminó en esa dirección. Al rato, el recibidor formó una especie de embudo que luego se volvió a ampliar formando el salón. Una disposición muy original que un asesino casi tendría que conocer de antemano para poder controlar. Debajo de la ventana del salón, en la pared de enfrente, había un largo sofá de piel en ángulo. Volvió al recibidor y se encontró con un Rickard Franzén ya vestido y abrigado. Parecía muy resuelto, casi entusiasta.

– ¿Se ha hecho una idea del futuro lugar del crimen? -preguntó con una sonrisa.

Abrazó a su mujer y salió delante de Hjelm en dirección al coche, preparado para su ocasional pero deseado regreso a la maquinaria judicial.

El sol seguía brillando.

9

Jan-Olov Hultin volvió a hacer su entrada desde la misteriosa puerta al fondo de esa sala que Jorge Chávez, no sin cierta ironía, llamaba «cuartel general del alto mando». El ancho caballete de su nariz sostenía unas gafas de media luna. Se volvió hacia los ya reunidos miembros del Grupo A. Todos hojeaban sus papeles y cuadernos.

– Esta mañana ha salido publicado -dijo Hultin áspero-. En todos los periódicos, además. O existe algún tipo de colaboración espontánea entre todas las piezas del aparato de los medios de comunicación o alguien les ha estado llamando. Aún no hemos localizado la fuente de la filtración. Quizá es imposible mantener algo tan grande en secreto. Al menos nos han dado un par de días de ventaja.

Se acercó a la pizarra, quitó la tapa al rotulador y se preparó para disparar. El rotulador era ya su única arma reglamentaria.

– En cualquier caso, parece que hoy se ha producido una actividad bastante febril en vuestros cerebros A. Vamos a ver si ha dado resultado. ¿Norlander?

Viggo Norlander se inclinó sobre su cuaderno azul oscuro y habló:

– Modus operandi. He contactado con todos, desde el FBI hasta el servicio de seguridad de Liechtenstein; o sea, llevo todo el día de un lado para otro por la red telefónica mundial. Hay tres grupos en activo que por principios recurren al tiro en la cabeza cuando se trata de verdaderas ejecuciones: una rama de la mafia estadounidense, bajo el mando del capo Carponi en Chicago, ciudad de la mafia por excelencia; un grupo rebelde de la Facción del Ejército Rojo casi extinguida, el comando Hans Kopff; y un pequeño clan criminal ruso-estonio al mando de un tal señor Viktor X, al que podríamos considerar como un segmento de la mafia rusa, sirva para lo que sirva esta denominación. En los tres grupos se trata, en primer lugar, de ejecuciones de traidores o chivatos, pero en ningún caso se hacen dos y sólo dos disparos. Este detalle, que sean exactamente dos disparos en la cabeza, es algo que no he podido localizar en ningún sitio. Sigo buscando.

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[13] El apellido Stake es, en sueco, tan incómodo de llevar como los apellidos Polla o Poya en español. (N. de los t.)