– A la tumba, posiblemente… Pero está claro que tiene cierto interés que los dos participaran en el mismo consejo en el momento de su fallecimiento. Aunque Daggfeldt llevara ocho años y Strand-Julén catorce.
– De acuerdo -dijo Hultin sin parar de escribir y de trazar flechas en la pizarra-. Turno de Hjelm.
– En el club náutico no encontré ninguna relación; sin embargo, di con un individuo de nombre Arthur Lindviken que en su caja fuerte guardaba un archivo entero con el objetivo de chantajear a la gente. Al parecer, Lindviken ha visto de todo en ese puerto deportivo de Viggbyholm. En el compartimento de la letra S había una postal de lo más excitante -mostró la tarjeta de Dionisos- en la que un chico de nombre Jörgen Lindén había apuntado su número de teléfono al lado de un saludo muy simpático. Fue él quien me contó las aventuras que organizaba Strand-Julén en su barco Swan. En la letra D de Daggfeldt no había nada.
– ¿Has detenido a Lindviken y a Lindén? -preguntó Hultin tranquilamente-. Los dos parecen unos delincuentes.
– No -dijo Hjelm.
– Bien -sentenció Hultin.
– En el club de golf tampoco puedo decir que haya encontrado lo que se dice una conexión directa, sólo que los dos eran jugadores asiduos. Sin embargo, he confiscado los libros de visita del club, donde los jugadores apuntan sus nombres antes de salir a jugar. Me queda repasarlos. La tercera actividad común en el tiempo libre de estos señores era la filiación a una pequeña orden de nombre Mimer, que aparentemente se dedica a una especie de rituales relacionados con la mitología nórdica, pero como todo el mundo sabe, ese tipo de ritos son top secret.
Hultin frunció el ceño.
– Hice una visita a sus cuevas en el casco viejo, por supuesto sin que me dejaran entrar en lo más sagrado. El guardián de la orden, un tal David Clöfwenhielm, respetando un lema habitual en la mayoría de las órdenes, el de «obediencia a la autoridad superior», me informó muy amablemente de que había surgido una pequeña facción rebelde dentro de la Orden de Mimer. Se trata de la Orden de Skidbladner, cuyo nombre se debe al barco de Frey, suficientemente grande como para llevar a bordo a todos los dioses, pero aun así tan pequeño que podía doblarse y guardarse en el bolsillo.
– ¿Y quién diablos es Mimer? -preguntó Chávez.
– ¿No controlas la mitología nórdica? -dijo Hjelm.
– Como comprenderás, controlo mejor la vieja mitología inca.
– Mimer era el guardián de la fuente de la sabiduría, situada en las raíces de Yggdrasil, el árbol del universo. De esa fuente bebió Odín para convertirse en el más sabio de los dioses.
– ¡Abrevia! -interrumpió Hultin.
– Doce hermanos de la Orden de Mimer, de un total de unos sesenta, pasaron a formar parte de la aún no consolidada Orden de Skidbladner. Tengo entendido que no todos los miembros de la Orden de Mimer vieron con buenos ojos la iniciativa de crear un nuevo grupo; lo entendieron como una traición a las promesas vitalicias hechas a la orden. El grupo líder, en el momento de la rebelión, lo formaban cuatro personas, una arriba del todo, por decirlo de alguna manera, y tres por debajo; estos tres miembros eran Johannes Norrvik, Kuno Daggfeldt y Bernhard Strand-Julén.
Paul hizo una pequeña pausa intencionada para estudiar la reacción que habían provocado sus palabras. No hubo tal. Continuó:
– El catedrático de Derecho comercial Johannes Norrvik se encuentra estos días de gira académica por Japón, pero el que lideró la rebelión de la Orden de Mimer está ahora mismo en el despacho 304 olisqueando receloso los granos del café colombiano de Jorge. Creo que lo conoces, Hultin. El juez jubilado del Tribunal de Apelaciones, Rickard Franzén.
– Ajá -dijo Hultin enérgico, aunque sin inmutarse.
– ¿Qué me dices? ¿Debemos considerar que esta conexión tiene la suficiente solidez como para pasar la noche en el chalet de la familia Franzén en Nockeby? Por lo demás, también hay otro detalle que encaja: Franzén pensaba salir esta noche y volver tarde. Solo.
Hultin permaneció un rato pensativo pasándose el dedo índice por el dorso de la nariz.
– ¿Qué os parece? -Hultin lanzó la pregunta al aire.
Un ataque democrático, pensó Hjelm, y dijo:
– No creo que haya ninguna otra pista igual de importante.
– Yo tampoco -reconoció Viggo Norlander.
– En última instancia, supongo que la cuestión es si una pequeña disputa dentro de una de esas órdenes constituye motivo suficiente para un asesinato -comentó Kerstin Holm-. Me parece un poco vago.
– En una situación normal no habría sido suficiente, claro -dijo Hultin-. Pero ahora se trata de tomar medidas esta misma noche.
– ¿Söderstedt?
– Una pequeña controversia en el seno de una orden no es tan insignificante como pueda parecer desde fuera. Hay mucho prestigio masculino en juego. En Finlandia hay varios ejemplos de órdenes que se han descontrolado. Yo votaría a favor de una visita a Nockeby.
Chávez dijo que sí con la cabeza. Gunnar Nyberg permaneció callado con la mirada fija en la mesa.
– ¿Gunnar? -dijo Hultin.
– Sí, claro -respondió Nyberg-. Lo que pasa es que tenía otros planes para esta noche.
– A ver si te podemos dar la noche libre; ya me lo pensaré. En cualquier caso, los demás nos vamos para allá. Solos y de incógnito. Ni una palabra a nadie. No queremos a la prensa escondida entre los frambuesos de Franzén. Entonces, ¿hacemos pasar al honorable señor juez?
– Usa el interfono -sugirió Hjelm.
Hultin pulsó el 304 y dijo:
– Pase, señor Franzén. Sala 300.
Luego se acercó a la pizarra, repleta de garabatos, y corrió la cortina.
– Lo último que pierden los viejos justicieros es la vista -explicó.
La puerta se abrió y el retirado y algo obeso juez del Tribunal de Apelaciones entró majestuoso. Se acercó a Hultin y le tendió la mano.
– Comisario Hultin -dijo Rickard Franzén enérgica y jovialmente-. Espero que los años hayan curado nuestras comunes heridas.
– Necesito un plano de la casa y de las inmediaciones -se limitó a decir Hultin-. Y una descripción de cómo había pensado pasar la noche. No cambie los planes. Nuestro hombre, sin duda, estará al tanto de ellos. ¿Se puede entrar en la casa por la parte de atrás?
Franzén se le quedó mirando un rato. Luego sacó un bolígrafo del bolsillo, se inclinó hacia delante y se puso a dibujar en una hoja en blanco que había encima de la mesa.
– La casa -señaló con el dedo-. El camino de entrada, la calle, las dos casas vecinas. Los árboles, los arbustos, la verja, la puerta del jardín. Dentro, la escalera, el recibidor, el pasillo y el salón. Mi esposa duerme dos plantas más arriba. Hay una puerta que da a la terraza de la parte trasera. Aquí. Nunca hay coches aparcados en la calle, así que es mejor que eviten aparcar. Voy a estar en casa de mi viejo compañero Eric Blomgren, en Djursholm, a las 1 horas. A él también le conoce, Hultin. Siempre cojo un taxi para ir y volver. Jugamos al ajedrez hasta medianoche más o menos, acabamos con media botella de Remy Martin y hablamos de los viejos tiempos. Me da la sensación de que el tema de esta noche va a ser usted, señor comisario. ¿Eso es todo?
– De momento. Ahora debo pedirle que regrese al despacho donde ha estado hace un rato. Hjelm estará con usted enseguida para tomarle más declaraciones. Gracias por su colaboración.
Rickard Franzén se rió ruidosamente cuando abandonó el cuartel general del alto mando. Todos menos Hultin le siguieron asombrados con la mirada.
– Vale -prosiguió Hultin de modo inexpresivo-. Entraremos por la puerta de atrás, por si acaso el asesino ya estuviera esperando por allí en algún sitio. Supongo que se puede llegar desde una cierta distancia atravesando los jardines de las casas vecinas. Y hay que poner a dos hombres para vigilar a Franzén, en el taxi y en Djursholm, por si se rompiera la simetría del modus operandi. Chávez y Norlander en coche. Esperadle en la carretera de Drottningholm.