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Parecían decepcionados. Hultin continuaba dando instrucciones mientras señalaba con el dedo el dibujo de Franzén:

– Dos hombres vigilarán la parte delantera desde fuera, uno desde cada lado de esta calle, ¿cómo se llama?

– Grönviksvägen -dijo Hjelm.

– Grönviksvägen -repitió Hultin-. Söderstedt y Holm, cada uno tras los arbustos equipados con un walkie talkie. Hará frío.

También parecieron decepcionados.

– Hjelm y yo dentro de la casa. También tenemos que vigilar a la señora, la puerta de atrás y las ventanas de la planta baja. ¿Crees que lo podemos hacer solos o necesitamos a Nyberg? Me temo que vamos a necesitarlo. ¿Podrás cancelar tus planes para esta noche?

– Vale -dijo Nyberg, adusto-. Es que tenemos ensayo general.

– ¿Cantas en un coro? -preguntó Kerstin Holm.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo también. En Gotemburgo. ¿Qué coro es?

– El coro de la iglesia de Nacka -respondió el enorme y flemático Gunnar Nyberg, al que de pronto le rodeó una nueva luz.

– Lo lamento -dijo Hultin-. El ensayo general está cancelado. Seguro que ya conoces la partitura. Muy bien. Con esto terminamos. Propongo que bajéis al restaurante a comer algo. La operación se iniciará a las 17.30, dentro de poco más de una hora. Hjelm, quédate un momento.

Hultin y Paul se quedaron solos en la sala. Hultin recogió sus papeles y comentó sin levantar la vista:

– Un día lleno de aciertos.

– Las cosas han encajado bastante bien, sí. Si es a eso a lo que te refieres.

– Es a eso a lo que me refiero -dijo Hultin, y abandonó la sala a través de la misteriosa puerta de la izquierda.

10

Estaba atrapado en una pringosa pasta marrón. Intentó levantarse, pero no pudo; intentó salir de allí gateando, pero tampoco pudo; intentó arrastrarse y ni aun así. Cuantos más esfuerzos hacía moviéndose y zafándose, más se le pegaba al cuerpo esa sustancia pegajosa y más le clavaba al suelo. Abrió la boca y estuvo a punto de pegar un grito, pero aquella masa marrón le inundó la boca. Justo cuando se le hundió la nariz en ella, se le taparon los orificios nasales y sólo le quedaba ese horrible minuto que se tarda en morir ahogado, percibió por primera vez la pestilencia.

– Vaya mierda… -empezó a decir Nyberg en medio de un estornudo.

Hjelm se sobresaltó con una violencia desproporcionada.

– Intenta mantenerte despierto -le aconsejó Hultin.

– No estaba dormido -desvarió Hjelm.

Nyberg se sonó e intentó hablar de nuevo:

– Vaya mierda de tiempo -dijo desde la ventana del recibidor que, castigada por la tormenta de abril que entraba desde el lago Mälaren, vibraba ominosamente-. Uno agradece la vigilancia desde el interior.

– Nos podrían acusar de nepotismo -advirtió Hjelm-. Allí fuera, sentados en un coche, están el poli criminal de Estocolmo y el sudaca de Sundsvall tiritando de frío; y escondidos entre los arbustos, sin duda tiritando aún más, el finés de Västerås y la mujer de Gotemburgo. Y aquí dentro, los que somos de los barrios del sur, tomando tranquilamente un café al calor del hogar. Ahí sí que hay una conexión.

– La paranoia es nuestra peor enfermedad profesional -dijo Hultin, y apuró de un trago el exquisito espresso de Birgitta Franzén-. ¡Joder, qué café más fuerte!

– Es espresso -aclaró Nyberg-. Se debe disfrutar en sorbitos muy muy pequeños.

– Por eso la taza es tan pequeña -añadió Hjelm servicialmente.

– Tengo otras cosas en las que pensar -murmuró Hultin mientras se acercaba su walkie talkie al oído. Todos llevaban uno colgado sobre el pecho-. Atención, ¿unidad uno en su puesto?

Durante un momento sólo se oyó un chisporroteo, luego la voz de Chávez.

– Hemos aparcado en Gubbkärrsvägen, justo al otro lado de la iglesia. Esperando. ¿Estáis cómodos ahí dentro?

– El taxi está reservado para las 18.40 horas -dijo Hultin secamente-. ¿Y qué tal entre los arbustos? Os recuerdo una vez más la importancia de llevar el auricular en el oído y mantener todos los ruidos y movimientos a un nivel mínimo.

– Vaya -chisporroteó la voz de Söderstedt-. Y yo que estaba colgado de las rodillas en una rama de peral lanzando el grito de la selva.

– Seguro que sería mejor que esto -tiritó Holm-. No creo que sea capaz de quedarme agachada entre estos arbustos durante muchas más horas. Ahora mismo el viento es tremendo.

– Si no quieres que a una tercera parte de tu equipo le den la baja por pulmonía, creo que deberías hacer algo -dijo Söderstedt.

– Tenéis razón; esto no está bien. Los dioses del tiempo no nos acompañan. Vais a tener que entrar a escondidas de vez en cuando para calentaros, de uno en uno, y poneos toda la ropa de abrigo que encontréis en esta casa.

Rickard y Birgitta Franzén bajaron por las escaleras. Él llevaba un traje a rayas completo, antediluviano aunque todavía elegante, con chaleco y reloj de bolsillo. Se ajustó la corbata y tuvo que inclinarse a un lado para poder mirar hacia fuera esquivando la corpulenta figura de Nyberg.

– Sí, desde luego hace un tiempo nefasto para la vigilancia en el exterior -dijo justo cuando llegaba el taxi-. Pues los tres tendrán que relevar a sus colegas de vez en cuando. Tres hombres fornidos aquí dentro y una mujer fuera: menudo espectáculo. Bueno, cuiden de mi mujer, ¿de acuerdo? Es lo más valioso que tengo.

Los dos ancianos se dieron un beso, acto seguido Franzén se puso el abrigo y salió a la intemperie. Ella lo siguió largamente con la mirada.

– El taxi ha llegado antes de hora -informó Hultin por el walkie talkie-. Ahora está dando la vuelta y sale. Un Mercedes negro, matrícula CDP 443.

– Mercedes negro, CDP 443 -repitió Chávez.

Hultin dejó caer el walkie talkie, que se quedó colgando de una cinta de cuero sobre el pecho. Se dirigió a la señora Franzén.

– Bueno, a partir de ahora resulta peligroso quedarse por aquí abajo. Espero que pueda estar a gusto en las plantas superiores; y evite bajar si no resulta necesario.

Birgitta Franzén se quedó mirando a Hultin como si intentara introducir un nombre y un evento en una persona de carne y hueso; luego asintió con un leve movimiento de cabeza y echó a andar escaleras arriba con agilidad. Cuando se encontró fuera del alcance de la vista, Hultin dijo:

– Lo siento, señores, me temo que Franzén lleva razón. Tendréis que relevarles cuando vengan.

Nyberg estornudó y suspiró con pesadez mientras golpeaba ligeramente el cristal de la ventana azotada por el viento. Luego se marchó a la cocina para vigilar la puerta y las ventanas que daban al jardín trasero. A pesar de la tormenta, podría disfrutar de unas buenas vistas de la puesta de sol sobre el lago Mälaren.

Hjelm giró a la izquierda y entró en el despacho de Franzén, comprobó las ventanas para pasar luego a otras dos habitaciones más pequeñas situadas en esa misma zona de la planta baja. Todo le pareció normal.

Hultin se dirigió al salón y se sentó en el sofá de piel. Anunció el inminente relevo de vigilancia a Söderstedt y Holm.

La espera, pensó Hjelm mientras hojeaba un tomo del código penal en el despacho de Franzén. Todo allí dentro daba la impresión de estar todavía en uso. El hombre, al parecer, se negaba a dejar de trabajar. Quizá no hubiera nada al margen del trabajo, sólo un vasto abismo, un enorme Ginnungagap. [16]

Quizá por eso Franzén sentía la necesidad de reformar a cualquier precio la Orden de Mimer.

Hjelm se quedó un rato, apático, leyendo un reglamento sobre las herramientas permitidas y no permitidas para recoger bayas hasta que la luz se hizo demasiado tenue. Dio una vuelta por la cocina, donde sorprendió a Nyberg con una copa de vino blanco en la mano.

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[16] Según la mitología nórdica, Ginnungagap era el caos, el vasto abismo antes de la creación del Universo. (N. de los t.)