– Hay una botella abierta en la nevera -dijo Nyberg levantando la copa en dirección a Hjelm-. Coge, como ha dicho la moza.
– ¿Compensación por perderte el ensayo general? -preguntó Hjelm, y abrió la nevera. Echó un vistazo a la etiqueta. Vino de Mosela, 1974. No le decía nada.
– Y ahora habrá que salir a la intemperie y sentir cómo las cuerdas vocales se contraen hasta quedar en nada -murmuró Nyberg.
– La vida es dura.
– Tú lo has dicho.
Todas las conversaciones estaban marcadas por la espera. Absurdos intercambios de palabras sin sentido que no se habrían pronunciado en otras circunstancias. Conversaciones que se mantenían mientras los pensamientos iban por otro camino. Todo podía ocurrir muy rápido; en cualquier instante era posible que sucediera algo decisivo. Había que estar relajado y concentrado a la vez. Un extraño y fatigoso estado con doble filo.
– ¿Estás casado? -preguntó Hjelm dando un mordisco a un plátano mientras inspeccionaba el resto de la nevera.
– Muy divorciado -dijo Nyberg-. ¿Y tú?
– La última vez que vi a mi mujer estaba casado.
El sol se dejó ver justo al caer tras la agitada superficie del lago Mälaren. Las capas de nubes se desplazaban a distintas velocidades una encima de otra. El juego de los vendavales de abril.
Nyberg encendió un cigarrillo y ofreció uno a Hjelm. Éste lo cogió. Fumaron en la oscuridad.
– En realidad, yo no fumo -dijo Nyberg.
– Yo tampoco -replicó Paul.
Se puso a preparar café a la luz de su pequeña linterna. Había una cafetera eléctrica normal al lado de la máquina de espresso, cuyo tamaño le sorprendió.
– Una máquina tan enorme para una taza tan pequeña -se dijo a sí mismo y a la oscuridad. Nyberg no reaccionó.
Los walkie talkies de los dos empezaron a chisporrotear. Al momento se oyó la voz susurrante de Kerstin Holm:
– Un hombre solitario está pasando. A diez metros de la verja.
Hjelm dejó la jarra que acababa de llenar de agua y salió al recibidor. Dio una calada al cigarrillo y sintió cómo la nicotina le subía a la cabeza. Por la ventana vio al caminante solitario pasar de largo la verja y subir por Grönviksvägen. Al cabo de un rato, se oyó la voz de Söderstedt filtrada por el walkie talkie que colgaba del pecho de Hjelm.
– Me acaba de pasar ahora mismo.
Paul vertió el agua en la cafetera, introdujo el filtro, dosificó el café dejando que los granos cayeran en éste una medida tras otra y al final pulsó el botón rojo. Todo lo hacía lenta y pausadamente. Sin hacer un solo movimiento innecesario. Mientras seguía fumando tranquilo, se acercó hasta el salón por el cuneiforme pasillo. Hultin estaba sentado en la supuesta posición del asesino, en el sofá de piel junto a la pared del fondo. Envolvía el salón una apagada oscuridad.
– Estoy preparando café.
– ¿Normal?
– Sí.
– Bien.
Las horas se desplegaban en largas y espesas oleadas. Los ojos se iban adaptando lentamente a la oscuridad. Pronto se convertirían en animales nocturnos, con los ojos abiertos como platos. Hjelm dio una vuelta por la otra zona de la planta baja. Se iba habituando a maniobrar más con ayuda del tacto que de la vista; se aprendió todos los rincones y recovecos de la casa para poder desplazarse con rapidez y agilidad. A la tenue luz de la linterna, con la bombilla oculta para no alterar la visión nocturna, vació un par de armarios de gruesos jerséis, abrigos, cazadoras, manoplas, gorros y mantas, y lo puso todo encima de la mesa de la cocina.
Después de hora y media yendo de un lado para otro, tomando café y atendiendo seis o siete avisos de fuera sin consecuencias, se oyó la voz de Kerstin Holm:
– Relevo. Voy entrando.
– Yo me encargo -le dijo Hjelm a Nyberg, quien asintió con la cabeza.
Hjelm casi había terminado de abrigarse cuando Kerstin Holm dio unos golpecitos en la puerta trasera. Estaba temblando. Nyberg le alcanzó una taza de café, que ella recibió con avidez, apretó entre sus manos y se acercó a la boca. Cuando comenzó a entrar en calor dijo:
– Empezaba a entumecerme de verdad.
Tras ponerle una manta sobre los hombros a Kerstin Holm, Hjelm se introdujo el auricular en el oído y el enchufe en el walkie talkie, se caló el gorro, metió las manos en un par de ridículas manoplas de lana color violeta y salió a la tormentosa noche.
La noche era negra como la boca del lobo. Se acercó corriendo a los mismos matorrales que ya había ocupado Holm. Descubrió el lugar donde ella había estado acurrucada, entre unos arbustos de escaramujo con una abertura perfecta a la calle. A unos cuantos metros de allí, una farola arrojaba los últimos fragmentos de su haz de luz sobre el trecho de calle que se podía ver por el hueco.
Allí permaneció durante dos horas. Cuando notó que sus sentidos empezaban a embotarse de verdad, habían aparecido una decena de coches y el mismo número de peatones y ciclistas. Había advertido de tres caminantes solitarios, pero todos habían pasado de largo la verja.
Kerstin Holm salió a su encuentro. Parecía bastante más espabilada que antes. Al mismo tiempo, vio la silueta de Söderstedt cruzar a escondidas la otra mitad del jardín.
Nyberg y él llegaron a la cocina al mismo tiempo. Los dos estuvieron más o menos fuera de juego durante unos minutos, y Hjelm maldijo la idea, fuera de quien fuera, de hacer el relevo de ambos turnos a la vez. La cafetera estaba encendida. Consiguieron llenarse cada uno una taza y sorber el contenido. Los dedos y los pies empezaron poco a poco a recuperar el calor, que luego se fue extendiendo por dentro del cuerpo. «¿No solía ser al revés?», pensó Hjelm mientras se iba quitando con dificultad y torpeza el rebelde atuendo. No quería enfrentarse al asesino con aspecto de participar en la expedición al Polo Sur de Amundsen.
Entró al salón. Hultin no se había movido ni un milímetro. Se contemplaron en silencio a través de la oscuridad. Si iba a suceder ocurriría pronto, decían sus miradas. Hjelm salió al recibidor y se colocó junto a la ventana. Miró fijamente la oscuridad. Ya no hacía tanto viento como antes. Allí fuera no había advertido la diferencia.
Camina por la desierta calle. Los chalets están diseminados a bastante distancia unos de otros. Lleva las manos metidas en los bolsillos. Oye el ruido que hacen al chocar la cinta de casete y las dos llaves sueltas en el bolsillo izquierdo. En el derecho lleva la pistola con el silenciador ya colocado. Está muy tranquilo.
– Tengo algo aquí -susurra Kerstin Holm por el walkie talkie-. Un paseante solitario. Varón. Me pasará por delante dentro de un momento.
Sabe exactamente dónde está. Sus pasos son firmes. Aquí empieza la verja. Cruza la calle. El viento le azota la cara. Se ajusta la bolsa que lleva colgada del hombro y pone la mano sobre la verja.
Holm de nuevo:
– Es él. Ha abierto la verja. Ahora.
– Ya llega -susurra Söderstedt casi al mismo tiempo.
Abre la verja despacio, sin ruido. La vuelve a cerrar. Sale del camino y avanza con cuidado por el borde del césped hacia la casa. Saca las llaves y sube por la escalera.
– Ha sacado las llaves -susurra Söderstedt-. Introduce la primera. Ahora.
Mete la primera llave en la cerradura, la gira en silencio. Luego la otra. Con el mismo sigilo. Baja la manija con una mano y sostiene la pistola en la otra.
La puerta se desliza.
Lo cogen.
Hjelm le agarra de las manos y se las retuerce hacia atrás. Nyberg lo tira al suelo y le frota la cara en la alfombra. Hjelm le hace una llave con los brazos en la espalda mientras Hultin enciende la luz y le apunta con su arma reglamentaria. La luz es un relámpago que se ha petrificado. Hjelm ya lo ha esposado. Se acabó.