– ¿Qué diablos…? -dice el hombre perplejo. Luego lanza un grito al cielo.
Holm y Söderstedt irrumpen corriendo con las armas en ristre. Birgitta Franzén aparece en la escalera. Ella les mira boquiabierta.
– Rickard -susurra.
– ¿Rickard? -dicen los cinco al unísono.
– Mamá -consigue pronunciar el hombre antes de desmayarse.
Entra por la puerta y la cierra tras de sí. El chalet está oscuro y silencioso. Se quita los zapatos, los mete en la bolsa y va directo al salón. Se sienta en el sofá de piel del fondo, mirando hacia la puerta, deja la pistola sobre la mesa y se dispone a esperar.
Permanece inmóvil.
Espera la música.
11
El perfume, sólo el perfume de una piel femenina. El diminuto vello que se mete un poco en la nariz. Nada más.
Él no necesita absolutamente nada más.
Ella se queja cuando él la toca. Él está todavía frío.
– Hay un extraño en mi cama -consigue pronunciar dormida al setenta y cinco por ciento.
– No, no -dice él, y se arrima más-. Hay una extraña en mi cama.
Es como una fórmula. Ha sido pronunciada centenares de veces.
Es una fórmula.
Ábrete, Sésamo.
Sésamo duda. ¿Podrá? Sólo quedan un par de horas de sueño. Hacerlo durmiendo, a medias. Como si el mismo sueño te penetrara, dijo ella una vez. Hacía mucho tiempo.
Él se empalma enseguida. Clic. Y eso que pensaba que estaba demasiado cansado. Con un solo clic, piensa perezosamente. El resto de él está dormido. La sangre se acumula en un solo sitio. Ese sitio no está dormido.
Se calienta la mano todo lo que puede debajo de la axila y la posa sobre la desnuda cadera de ella, tanteando. No lo rechaza. No reacciona. Está durmiendo. Él hace un último intento y le mete la mano por debajo de la camiseta. Ahueca la mano encima de un pecho. Empieza a mover despacio el dedo en círculo alrededor del pezón. O le parecerá un cosquilleo irritante y lo rechazará, o un cosquilleo placentero y lo retendrá. O seguirá durmiendo. Todo es posible todavía.
El pezón se pone rígido. Ella se mueve. Lo retiene.
Él se baja los calzoncillos y deja que su miembro le roce la parte final de la espalda y baje por la nalga. Al mismo tiempo, el dedo da vueltas sobre el pezón y le da un leve pellizco. El miembro desciende suavemente por la cadera, roza la cinturilla de las bragas y llega al muslo. Ahí da la vuelta y sube, vuelve a bajar, sube despacio por las bragas, pasa por el ano, sube de nuevo a la espalda. Círculos.
Ella se pone boca arriba y se levanta sobre las plantas de los pies. Él le quita las bragas y aspira los aromas. Él se quita los calzoncillos y ella le agarra con las dos manos y le guía.
La lengua sobre los labios de ella. La lengua de ella sale. Se rozan. Él se hunde despacio en ella y le envuelve la humedad. Permanecen quietos durante un minuto o más. Satisfechos. La piel en contacto por todas partes.
Y él sale de ella del todo y vuelve a entrar en ella hasta el fondo.
No hemos terminado todavía, Hjelm.
Se despojaba de su apellido, como si fuera un uniforme, y se convertía en Paul. Sólo Paul.
El desayuno. Paul, Cilla y Tova sentados a la mesa. Él hojeaba el periódico con pereza. Tova se bebió ruidosamente el último trago del zumo de naranja para, acto seguido, acercarse corriendo al espejo.
– Aaaah -se quejó-. ¡Parezco Pipi Calzaslargas!
Se quitó las coletas, se desmelenó y al final se pasó el peine furiosa. Ahora parece un trol, pensó Paul.
– Estás guapísima -dijo-. Ven aquí.
Ella se acercó corriendo a la mesa, le dio un rápido abrazo, volvió deprisa al espejo y justo cuando sonó el timbre de la puerta cogió la mochila de un tirón. Fue a abrir. Entró Milla.
– Hola -saludó.
– Hola -dijo Hjelm.
– Venga -gritó Tova-. Vamos a llegar tarde.
La puerta se cerró.
Danne bajó las escaleras dirigiendo una mirada arisca a sus padres.
– ¿Tú en casa? -preguntó al padre, y se marchó. La puerta tardó un buen rato en dejar de temblar después del portazo.
Cilla soltó un profundo suspiro y dijo con medio sándwich de paté en la boca:
– ¿Así que se fue todo a la mierda?
– Sí.
– ¿Quieres contármelo?
– Secreto profesional -dijo, y la miró sonriendo.
– Bueno, bueno -dijo ella poniendo la misma cara que él. Así era casi siempre. Hjelm reconocía sus propios gestos y expresiones en ella, pero nunca podrían saber quién había influido en quién.
– Nos equivocamos de lugar, eso es todo.
– ¿Crees que sucedió algo en algún otro sitio?
– Estoy convencido de que sí. Seguro que podrás leerlo en la edición vespertina del periódico. En cualquier momento va a sonar eso -dijo señalando con el dedo su teléfono móvil, que descansaba sobre la mesa. Apuró su café, se acercó al perchero del recibidor y cogió la cazadora vaquera con el cuello de piel de oveja. La sostuvo en la mano, volvió a la mesa y le dio un beso.
– ¿Tienes turno de tarde o libras hoy?
Ella dijo que no con la cabeza, juguetona, como si lo aleccionara.
– Turno de tarde.
Se puso la cazadora y le tiró un beso con la mano, luego abrió la puerta para dirigirse hacia el Mazda, que le esperaba. Antes de que le diera tiempo a cerrar la puerta, Cilla carraspeó. Sostenía el teléfono móvil entre el dedo pulgar y el índice con cierta repugnancia. Al sonar lo dejó caer en la mesa.
Él lo cogió riéndose y contestó. No dijo ni una sola palabra durante la llamada.
– Qué te he dicho… -dijo Hjelm a su mujer guardando el móvil en el bolsillo de su cazadora.
Ella le envió un beso con la mano cuando Hjelm salió hacia algo que parecía un día que se había confundido de estación.
Calma. Sol abrasador. Sólo en la sombra se apreciaba que seguía siendo una primavera dubitativa.
«El amor -pensó sorprendiéndose a sí mismo-. El amor y la rutina de todos los días. La rutina de todos los días y el amor.
Giró la llave, arrancó el motor y salió hacia Norsborg.
Hora de cambiar otra vez los barrios del sur por los del norte.
12
Eran las 9.03 horas del 3 de abril. El mismo día en que Gustavo IV Adolfo fue coronado rey de Suecia en el año 1800, en Norrköping, pensó alguien, desviándose así de las líneas de pensamiento cada vez más sincronizadas del grupo.
Aunque a decir verdad, en ese momento los razonamientos eran inusualmente dispares, por no decir perezosos.
Jan-Olov Hultin, sin embargo, parecía concentrado. Ni rastro de los contratiempos de la noche anterior. Se sujetó con mucho esmero las gafas en el lomo de la nariz y se puso a hojear un enorme taco de papeles.
Hjelm recorrió la grandiosa cocina con la mirada. Los integrantes del Grupo A habían quedado, en mayor o menor medida, marcados por lo acontecido la noche anterior. Gunnar Nyberg estornudó ruidosamente mientras pensaba en el coro y en sus inflamadas cuerdas vocales. Viggo Norlander tenía cara de malhumor. Kerstin Holm, como quien se las sabe todas, oculta tras la mano en la que apoyaba la cabeza, estaba echándose lo que luego -después de sorprender a varios políticos durmiendo en el pleno del Riksdag- llegaría a denominarse «microsueño», o sea, lo que antes no era más que una simple cabezadita clandestina. Arto Söderstedt se hallaba, sin lugar a dudas, en otro planeta; estaba de pie ante la ventana de la cocina mirando al exterior mientras pensaba en las misteriosas correspondencias.
El día del primer asesinato coincidía con el aniversario de la muerte de Emanuel Swedenborg [17] en Londres en 1772.
Söderstedt dejó que el pensamiento se evaporara y se perdiera en el éter del cielo claro de abril.
Los únicos que mostraban alguna actividad dentro del chalé eran un médico forense, un par de técnicos de la policía científica y Jorge Chávez, que parecía estar registrando cada milímetro de la casa. De vez en cuando los técnicos le echaban del salón, pero Chávez, como un delincuente tonto, volvía una y otra vez al lugar del crimen.