Los agentes que se personaron los primeros en el lugar del crimen ya habían regresado a la comisaría de su distrito, en Golfvägen. Un par de agentes de la policía criminal nacional vestidos de paisano vigilaban la zona acordonada delante de la casa. Por raro que pudiera parecer, los medios de comunicación aún no se habían enterado de lo sucedido; de modo que, excepto por la presencia de los efectivos de la policía científica que hurgaban en el salón, los integrantes del Grupo A se encontraban muy tranquilos dentro del chalé.
Hasta que dos fornidos caballeros de unos cuarenta años, enfundados en idénticas cazadoras de cuero, irrumpieron en la cocina.
– No digas nada -dijo el más rubio de los dos dirigiéndose a Hultin-. Sólo queríamos ver el lugar del crimen con nuestros propios ojos.
– Os enviaré mi informe en cuanto esté redactado, como siempre -dijo Hultin de todos modos. Y en contra de la voluntad de los visitantes, Hultin los presentó:
– Gillis Döös y Max Grahn, de la Säpo.
– Policía de seguridad -dijo el que habló primero y que al parecer era Döös-. No queremos molestar.
Se fueron al salón, donde conversaron en voz baja con el médico forense y el técnico jefe. Luego dieron una vuelta por la casa registrando cada recoveco y rincón para luego, de repente, esfumarse. Oyeron derrapar al coche cuando arrancaba.
– Es posible que tengamos que ver más a esos dos después de esto -comentó Hultin en tono neutro.
Nadie se preocupó de intentar averiguar el significado de ese comentario.
Chávez entró en la cocina y se sentó al lado de Hjelm.
– Exactamente igual -concluyó.
– No del todo -replicó Hultin-. Vamos a ver lo que nos dicen los técnicos. Al parecer hay una bala.
Estaban sentados en la cocina de un enorme chalé del elegante barrio de Djursholm, a sólo unas manzanas de la casa del juez retirado Eric Blomgren, donde el igualmente retirado juez Rickard Franzén había pasado una tranquila velada sin incidentes en torno a un tablero de ajedrez y una botella de coñac. Chávez y Norlander se habían pasado toda la noche vigilando desde el coche; algo que ahora, naturalmente, les hacía sentir mal.
El chalé pertenecía a un hombre llamado Nils-Emil Carlberger, cuyo cadáver fue descubierto en el salón poco después de las ocho y media de la mañana, cuando llegó la señora de la limpieza. Ella avisó a la policía y luego se marchó. Nadie sabía quién era ni dónde se encontraba en esos momentos. Con toda probabilidad se trataba de una refugiada política con sentencia de expulsión que permanecía clandestinamente en el país y se ganaba la vida limpiando casas a cambio de muy poco dinero. La familia Carlberger estaba compuesta por el fallecido, su mujer y dos hijos que ya no vivían con sus padres. Dentro de poco, se les iba a comunicar a todos lo sucedido. La mujer se hallaba en su casa de campo cerca de Halmstad, preparándola para la temporada. Los hijos vivían en Landvetter y en Lund, respectivamente. Ninguno de ellos participaba del imperio empresarial de Nils-Emil Carlberger. Uno era controlador aéreo y el otro doctorando en Sociología. La esposa, Nancy, había sido secretaria en una de las empresas del Grupo Carlberger antes de que éste le retirara para que se dedicara tranquilamente a sus labores; no era la madre de los dos hijos.
Eso era a grandes rasgos lo que sabían.
El médico forense, un hombre mayor, entró en la cocina rascándose la nuca con insistencia.
– Al menos desde mi punto de vista, todo parece idéntico -aseguró-. Dos tiros le atraviesan el cerebro. La muerte parece haber sido instantánea. Volveré con más detalles después de la autopsia, pero no creo que debáis esperar grandes hazañas de mí.
– Descuida, no lo haremos, Sigvard -dijo Hultin con sosiego-. ¿Le queda mucho a Svenhagen?
El médico forense Sigvard Qvarfordt se encogió de hombros y dijo:
– Me llevo al honorable Nils-Emil, si no queréis su cabeza para colgarla en la pared de la comisaría.
Los chistes macabros de Qvarfordt habían dejado de tener gracia hacía un cuarto de siglo. El hombre llevaba ya décadas con el piloto automático puesto.
Seguían esperando. Las persianas perdían la batalla contra el sol, colmado de pasión primaveral, y su luz dibujaba finas rayas sobre la mesa de la cocina. Hjelm abrió la puerta que daba a la terraza. Salió y Chávez le siguió.
– ¿Ves esa chimenea de allí, la más grande de todas? -preguntó Chávez señalando con el dedo mientras entornaba los ojos por encima de los dos grandes jardines vecinos-. Es la casa de Blomgren. Allí estuvimos anoche, pasando frío dentro del Volvo de Norlander. Mientras tanto, él estuvo aquí, justo a nuestro lado. Quizá nos viera y se riera para sus adentros.
Hjelm se encogió de hombros.
– Quizá debiéramos haber adivinado su presencia -murmuró Chávez lamiendo ávidamente el sol-. Como en mi tierra -añadió en español, sumergido en el placer.
– ¿Como en tu tierra? -replicó Paul-. ¿Dónde?
– Rågsved -dijo Chávez y entró-. Nací aquí -añadió también en español.
En la cocina estaba el técnico jefe de la policía científica, Brynolf Svenhagen, mirando un cuaderno mientras pronunciaba unas frases estándar que con toda probabilidad no llevaba apuntadas.
– Naturalmente, vamos a peinar la casa de cabo a rabo a lo largo del día. Sin embargo, como viene siendo habitual, no parece haber ni rastro. A excepción de la bala. Ha extraído una pero ha dejado la otra; de modo que ahí tenéis algo a lo que hincar el diente. Vamos a analizarla en cuanto podamos. Lo que puedo decir ya es que no la reconozco. No está entre las seis o siete marcas más comunes.
Volvió al salón, donde sus dos súbditos seguían moviéndose a cuatro patas de un lado para otro por el suelo y en el sofá. Hjelm vio pasar la camilla por el recibidor envuelta en tela negra bajo la supervisión del doctor Qvarfordt.
En la cocina reinaba un ambiente más soñoliento que resignado. Habían probado suerte y habían perdido. Cosas que pasan. Una pena que también las cejas de Rickard Franzén junior hubieran perdido cuando Nyberg le golpeó para inmovilizarlo en el suelo. El jefe Waldemar Mörner ya había abierto una cuenta del presupuesto destinada a las demandas de indemnización que sin duda no tardarían en llegar.
– En fin, volvamos a la carga -dijo Hultin sobriamente-. En realidad, supongo que el director Carlberger encaja mejor con las pautas que el insobornable juez. Creo que ya ha quedado claro que debe de tratarse, de una u otra forma, de negocios. Hjelm comprobará si esto castra definitivamente a Mimer y, en caso de que sea así, centrará su atención en el más viril Dioniso. Y que no se te olviden tampoco los libros de visita del club de golf. En general, la carga de trabajo va a aumentar para los que os ocupáis de las pistas relacionadas con los negocios. Creo que debemos reforzar estas tareas; Nyberg, tú te vas con ellos. Holm, tú sigues dedicándote al nivel personal. Norlander, sigue con el tema internacional; es posible que se puedan interpretar las palabras del bueno de Svenhagen como que la bala es extranjera. Y luego nos queda el irresoluble misterio de por qué ha dejado una bala en la pared. ¿Alguien le interrumpió? ¿Dejó la pista intencionadamente? Y en tal caso: ¿para despistarnos, para jugar con nosotros o porque, de una u otra manera, quiere que le cojamos? ¿O cometió su primer error, cosa que no me parece muy verosímil? Sin duda, habrá alguna razón por la que esa bala va ahora camino del laboratorio. Reflexionad sobre eso. En resumen: Norlander, tema internacional; Holm, personal; Chávez, Söderstedt y Nyberg, negocios; Hjelm, asuntos sexuales. En cuanto tenga la más mínima señal de vida del señor jefe técnico Brynolf Svenhagen, os convocaré a una reunión. ¿Preguntas?