El pequeño contratiempo de la noche anterior brilló por su ausencia en todo lo que decía, y en ese silencio había una orden tácita. Siguió dirigiéndose a los nuevos:
– Arto Söderstedt se encarga del tema empresarial. ¿Söderstedt?
Arto Söderstedt carraspeó mientras se erguía y se recomponía, como si se preparara para dar una conferencia o un sermón. Por un momento, Hjelm pensó que la delgada y pálida figura de Söderstedt no casaba con la imagen de un oficial de policía. El hombre equivocado en el sitio equivocado. Un lobo con piel de oveja. Los tópicos le vinieron a la mente en tropel mientras Söderstedt tomaba la palabra.
– Se trata, por lo tanto, de tres personas, cada una dueña de un grupo empresarial que casi constituye un auténtico imperio sin llegar a serlo del todo. Nuestras víctimas son, eran, acaudalados y poderosos pero no pertenecían al habitual club de famosos. Las estructuras de sus empresas se parecen. En el centro se hallan una o dos firmas financieras propias y en la periferia toda una serie de firmas también financieras en las que hay participaciones conjuntas y tenencia accionarial cruzada. No debemos olvidar que nuestros tres cadáveres son de esa nueva clase de empresarios que no entró en juego de verdad hasta los años ochenta, es decir, representantes de la economía no productiva. Jugadores cuya prosperidad nunca llega más allá de ellos mismos, ni en forma de puestos de trabajo ni como ingresos a Hacienda. Una actividad que hace sólo unos pocos años era dominio de auténticos bandidos: lavar dinero, mover dinero, prestarlo a intereses de usurero y hacerlo desaparecer; durante los ochenta se convirtió en un negocio limpio. Con la liberalización de Feldt, de repente fue posible sacar dinero del país a punta pala. Toda la prosperidad de los ochenta fue una burbuja inflada y vacía que explotó y nos condujo a unos años de grave desconcierto. El poder estatal malinterpretó el balance positivo, leyó las cifras bajo la vieja óptica de la industrialización y lanzó gritos de júbilo. Eso hicieron también los tiburones financieros, aunque por razones muy distintas: exprimir hasta la médula las masoquistas finanzas del Estado que no hacían más que gemir de placer.
Söderstedt se calló. El Grupo A le observaba desconcertado. Una presentación bastante extraña de los negocios de Carlberger.
– Debemos, desde luego, mantener los puntos de vista políticos en un nivel mínimo -advirtió Hultin de modo neutro.
Söderstedt miró alrededor. Era como si de repente recordara dónde se encontraba. Hjelm estaba casi seguro de haber visto salir humo del cuello de la camisa de su excitado colega. Éste volvió en sí y continuó hablando con su habitual y sonoro sueco, propio de los suecoparlantes de Finlandia.
– A lo que iba. Dos cosas: primero, el vínculo general entre ese clima social y lo que decía antes acerca del auge de los asesinatos en serie en Estados Unidos, el convertir en héroes a aquellos marginados absolutos que se han despedido de un sistema de normas que, de forma cada vez más clara, muestra sus fisuras y desvela un abismo oculto de fondo consistente en una sola cosa: dinero. Estamos sentados encima de un polvorín. Segundo: el vínculo concreto con nuestro caso. Imaginaos que se trata de un individuo que ha revelado, o por lo menos eso cree, todo el maldito engaño del sistema, que ha descubierto las fisuras en el muro y se ha dejado llevar por el vertiginoso vacío del otro lado. Os lo voy a exponer de la siguiente forma: una persona que está convencida de haber visto el verdadero rostro del poder invisible y se ha obsesionado con arrancarlo y mostrárselo a la gente. Una persona inteligente y loca, la peor combinación que existe. Ha visto las conexiones, las correspondencias más o menos misteriosas, y comienza a destaparlas, seguramente por pura casualidad, el día de la muerte de Swedenborg.
– Para aclararnos -interrumpió Hultin-. ¿Crees entonces que son asesinatos políticos? ¿Terrorismo de izquierdas?
– No, terrorismo no. No creo. Pero políticos de alguna forma, sí. Alguien que de una u otra manera ha sido víctima y ha reflexionado mucho, sacando ciertas conclusiones, bastante acertadas en lo que se refiere al análisis, pero completamente erróneas en cuanto a la acción. Reflexionemos. Nos hemos recuperado de la peor fase de la crisis. Ha afectado a mucha gente, pero quizá hasta ahora no habíamos sido capaces de ver las cosas con claridad.
Permanecieron en silencio durante un buen rato. La verborrea de Söderstedt contenía, sin duda, ciertas ideas interesantes. Los dos nuevos, Billy Pettersson y Tanja Florén, se habían quedado boquiabiertos, preguntándose a dónde habían ido a parar, ¿a un aula de la universidad? ¿A una terapia de grupo para personas obsesionadas con teorías conspiratorias? ¿O a la presentación de un policía cuya obstinada inteligencia siempre le había impedido subir de categoría en el cuerpo?
Hjelm intentó seguirle el juego:
– Tres representantes del nuevo capitalismo -resumió-. Distintas posibilidades. Los indicios señalan en una determinada dirección: el Este de Europa. ¿Problemas con la mafia al intentar establecerse en los países bálticos? Aunque ninguno de los tres tiene mucha relación con el Este. ¿Motivos puramente políticos? ¿Venganza de algún tipo, personal o profesional? ¿Qué más?
Silencio. Nada más, al parecer. ¿Habían pasado por alto algo? La pista de la orden secreta, ese viejo ingrediente clásico de la novela de misterio al estilo de Agatha Christie, se había esfumado. Ese tipo de intriga-rompecabezas, al parecer, pertenecía irremediablemente al pasado y, en su lugar, se habían topado con la realidad actuaclass="underline" el capitalismo postindustrial, la mafia del Este, el colapso de las finanzas suecas en los años noventa.
Paul Hjelm prefería las órdenes secretas.
– ¿Vamos con el grupo empresarial de Carlberger? -sugirió Hultin para calmar el ánimo del colega finlandés.
Söderstedt cambió enseguida de registro: de la desbordante profusión pasó a la parquedad y a la precisión. A Hjelm le dio la sensación de que esos cambios tan drásticos estaban profundamente arraigados en la esencia de Söderstedt. En el segundo caso, existía una respuesta, una solución, y había que dar cuenta de ella de la forma más clara y nítida posible; en el caso anterior no había ninguna respuesta, ninguna solución, «la verdad» se filtraba por las grietas de las palabras, en las terribles conexiones. Así era la sociedad, la sociedad postindustrial, a los ojos del elocuente finés suecoparlante.
– El Grupo Carlberger -empezó-. En el centro se halla la empresa financiera Spiran. En torno a Spiran, en círculos concéntricos cada vez más débiles y cada vez de más difícil acceso, hay filiales, filiales de filiales y filiales de filiales de filiales. Sólo en la hora y pico que tuve a mi disposición descubrí una conexión con otra de las víctimas, de modo que, con ayuda profesional -Söderstedt hizo un gesto hacia Pettersson y Florén-, sin duda van a salir a flote unas cuantas más; Strand-Julén era copropietario de una de las filiales de Carlberger, Alruna Holding S. A.
Dejó de hablar. Nadie sabía si había terminado o no. Tenía aspecto, sin embargo, de estar algo quemado, así que Hultin rompió el silencio:
– Vale, demos las gracias a Söderstedt por su inspirada aportación. ¿Chávez?
Chávez sonrió ligeramente antes de tomar la palabra:
– Voy a ser breve. Carlberger participó en tres de los consejos de administración de los que también formaban parte Daggfeldt y Strand-Julén. Así, nuestras tres víctimas coincidieron en el mismo consejo en Ericsson, entre 1986 y 1987; en Sydbanken, entre 1989 y 1991, y en MEMAB, en 1990. Ahí tenéis las únicas conexiones que hay entre nuestros tres muertos en lo que se refiere al ámbito de los consejos de administración.
– ¿Qué es MEMAB? -preguntó Kerstin Holm.
– Ni idea -replicó Chávez.
– Yo sí lo sé -intervino Tanja Florén con una profunda voz de soprano-. A ver, ¿qué creéis?