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– Una empresa financiera -dijo una voz muy cansada con acento finlandés.

– Eso es -confirmó Tanja Florén.

13

Para Paul Hjelm, el trabajo entraba ahora en una fase nueva. De primera línea del frente se retiraba a la retaguardia. La investigación avanzaba, articulada principalmente en dos flancos: la pista de la mafia rusa, a cargo de Norlander y Nyberg, y la pista empresarial, a cargo de Söderstedt, Chávez, Pettersson y Florén. Kerstin Holm hablaba con familiares y amigos de los difuntos magnates y dejaba los interrogatorios secundarios en manos de los peones de la policía criminal nacional y de la policía de Estocolmo.

Y Hjelm se pasaba la vida hojeando los libros de visita del club de golf. El paisaje criminal de antaño, pensó amargado. Ya nadie es asesinado por intrigas en el seno de órdenes sectarias ni clubs de golf; hoy en día, lo que mata a la gente es el sexo kinky, las drogas y el blanqueo de dinero.

El número de teléfono del presunto proxeneta con el gracioso apellido de Johan Stake había dejado de existir sin remisión, y una nueva visita a Timmermansgatan, junto con innumerables llamadas, reveló que el joven acompañante Jörgen Lindén se había dado a la fuga.

La autopsia de Nils-Emil Carlberger, realizada por el forense Qvarfordt, no dio resultado alguno, aparte de un incipiente tumor cerebral, y el equipo técnico de Svenhagen naufragó en sus pesquisas; tampoco en esta ocasión había ni un solo rastro. Aparte de la maldita bala de la pared.

Las horas avanzaban a paso de tortuga mientras Hjelm revisaba los libros de visita del club de golf. Entre las firmas, con un nivel de legibilidad diverso, pronto aprendió a reconocer la pedante rúbrica de Daggfeldt, la expansiva de Strand-Julén y la inclinada hacia atrás de Carlberger. Aparecían en los libros con bastante frecuencia, pero nunca juntas. Hjelm había retrocedido hasta el otoño de 1990, y estaba cada vez más convencido de que ninguno de los tres asesinados había jugado al golf en compañía de alguno de los otros cuando, de repente, descubrió el garabato pedante al lado de la firma expansiva. Un instante después también pudo identificar, descansando junto a los dos primeros, la firma inclinada hacia atrás.

Efectivamente, Daggfeldt, Strand-Julén y Carlberger habían jugado al golf juntos en una ocasión, los tres solos, algo que abría ciertas perspectivas interesantes. Lo comprobó con Chávez y, al parecer, la visita al campo de golf había tenido lugar justo después de una reunión de la junta directiva de MEMAB, el 7 de septiembre de 1990. Por raro que pudiera parecer, era el único partido de golf que los hermanos de la Orden de Mimer Daggfeldt y Strand-Julén habían jugado juntos. A pesar de que ambos formaban parte del núcleo duro del grupo rebelde que se hacía llamar Orden de Skidbladner, de que habían coincidido en no menos de ocho consejos de administración desde finales de los años setenta y pertenecían, además, al mismo club de golf, sólo habían jugado juntos una sola vez, y precisamente en esa ocasión, lo hicieron en compañía de la tercera víctima.

Resultaba bastante desconcertante.

– Tres hombres salen al campo de golf un día de otoño de 1990 -dijo Hjelm en voz alta-. Es la única vez que coinciden en el campo. Algunos años después, los tres están en la nevera, colocados allí por el mismo asesino en el transcurso de apenas una semana. ¿Qué significa eso?

Chávez dio una inspirada respuesta mientras seguía escribiendo en su ordenador:

– ¿Qué?

– No te lo vuelvo a repetir. Tu subconsciente lo ha oído.

Chávez dejó de escribir y se volvió hacia él. Debería llevar bigote, se sorprendió pensando Hjelm, y enseguida sintió cómo las viejas y mal enterradas preguntas de Grundström se removían en su interior.

– No significa una mierda. Posiblemente las conexiones son frecuentes en todos los segmentos de la vida empresarial.

– O quizás alguien a quien no le gusta el golf…

– Ahí está -dijo Chávez tranquilo mientras seguía escribiendo-. Misterio resuelto. Algún tipo que odia el golf estaba rondando por el campo de Kevinge un día de otoño de 1990, descubrió a tres arrogantes caballeros de clase alta pavoneándose en un green, decidió que a esos tres cabrones, precisamente a esos tres, los iba a matar uno tras otro, y luego esperó varios años antes de pasar a la acción. Pero una vez se puso en marcha, entonces sí que actuó con bastante celeridad.

– ¿Un caddie, quizá?

– Era una broma -dijo Chávez.

– Sí, ya lo sé -repuso Hjelm-. Pero si damos un pequeño giro a tu historia, suena de otra manera. Los caballeros llegan de una reunión de la junta directiva, se relajan charlando en el taxi de camino al club, y tal vez se toman una copa o dos en el bar. Están en su salsa y les brota a raudales la típica y odiosa verborrea de los hombres de negocios; sus lenguas viperinas disparan a diestro y siniestro. En resumen: unos hijos de puta. Las flores se marchitan a su paso. ¿Vale? Quizá el caddie llega un poco tarde o empieza cometiendo algún fallo, quién sabe, pero ellos le atacan a la primera, ponen a parir al pobre hombre o mujer -que también podría ser-, riéndose entre ellos, y durante el resto del partido le tratan fatal, como a una mierda. Puede que hubiera también acoso sexual. Todo repugnante, pero inevitable. Como de pasada, le meten tan profundo en la mierda que tarda años en levantarse de allí y recuperarse. Quizá el comportamiento de aquellos caballeros fuera una especie de, cómo se dice, catalizador de una reacción mucho mayor que en realidad ya se estaba produciendo. Quizá el ex caddie tuviera que pasar años ingresado en un psiquiátrico o algo así, y ahora, junto con los demás locos, le acaban de soltar por este afán, al parecer generalizado, de reducir gastos y aligerar las instituciones psiquiátricas públicas. Por fin ha podido reconducir su vida y ha comprendido qué fue lo que desencadenó la paranoia al principio. ¿Vale? Está más allá de la desesperación, todo le ha quedado clarísimo y empieza a eliminarlos uno tras otro. Simple, rápido y elegante. Una venganza expeditiva.

– Muy imaginativo -reconoció Chávez, que había dejado de escribir-. Y no del todo carente de interés.

– Voy a llamar -dijo Hjelm, y se puso a marcar un número.

– Aunque si tienes razón, significa que ya no habrá más asesinatos. Y no explica la bala rusa ni tiene en cuenta la pista financiera.

– Soy Paul Hjelm de la policía criminal nacional. ¿Con quién estoy hablando?

– Axel Widstrand -dijo una voz al otro lado del teléfono-, secretario del Club de Golf de Estocolmo. ¿Ha sido usted el que se ha llevado nuestros libros de visita? La verdad es que Lena no estaba autorizada para entregarlos. ¿Ha terminado ya de verlos?

– Yo le di autorización para entregármelos. Los jugadores, cuando salen a jugar una vuelta normal, ¿llevan caddie?

– La verdad es que quiero que me devuelva esos libros.

– ¿Tres de sus socios han sido asesinados en el transcurso de una semana y quiere que le devolvamos los libros? ¿En qué mundo vive usted?

– Uuups -se le escapó a Chávez-. Infracción del secreto profesional.

Hjelm sacó la edición de mediodía del Aftonbladet del cajón superior de la mesa y lo puso delante de Chávez. Los titulares vociferaban: «El Asesino del Poder vuelve a la acción. Tercer líder empresarial asesinado. El cadáver del director Nils-Emil Carlberger hallado por misteriosa mujer».

– ¿El «Asesino del Poder»? -soltó Chávez escéptico levantando el periódico por una esquina, como si estuviese empapado de viejos vómitos-. Recién nacido y ya bautizado…

– Pues quédate con el nombre, qué remedio… -dijo Hjelm áspero, y siguió al teléfono:

– Contésteme a la pregunta.