Ella elevó la voz:
– ¡Sin saberlo le he estado mintiendo todo este tiempo, maldita sea! Las reglas cambian, cambian y cambian. ¿Cómo coño vamos a poder hacer nuestro trabajo cuando todo lo que decimos se convierte en mentiras una y otra vez?
Paul Hjelm se levantó pesadamente. Se quitó la cazadora vaquera forrada con cuello de piel de oveja, se desabrochó la funda que llevaba al hombro y la echó al interior del coche; luego se metió el arma reglamentaria por dentro de la cinturilla en la parte de atrás del pantalón y volvió a ponerse la cazadora.
Se sintió completamente vacío.
– ¿Qué coño estás haciendo? -exclamaron al unísono Svante Ernstsson y Johan Bringman.
– Voy a entrar.
– Joder, si la unidad especial llegará en cualquier momento -gritó Ernstsson mientras Hjelm cruzaba Tomtbergavägen.
Ernstsson corrió tras él y le agarró del brazo.
– Espera, Palle, no hagas una estupidez. No es necesario. Déjaselo a los expertos.
Cruzó la mirada con Hjelm. Advirtió la vacía determinación que había en sus ojos y le soltó el brazo.
Nos conocemos demasiado bien, pensó Ernstsson, y asintió con la cabeza.
Paul Hjelm subió despacio las escaleras que conducían a la oficina de inmigración. No se veía nada, no se oía nada. El aire no se movía en el desierto edificio evacuado. Todo era hormigón. Hormigón cubierto de una pintura densa, como plastificada, que al margen de cuál fuera su color siempre parecía gris y que estaba adornado con manchas, en un mediocre intento decorativo. Un extraño calor flotaba como suspendido en el ambiente, igual que en el desierto, y absorbía el olor a orina, sudor y alcohol. Olor a Suecia, pensó Paul Hjelm al llegar arriba.
Avanzó despacio por el vacío y tedioso pasillo hasta que llegó ante la puerta cerrada. Inspiró profundamente y gritó:
– ¡Frakulla!
Reinó el silencio más absoluto. Para que no tuviera tiempo de pensárselo dos veces, siguió:
– Me llamo Paul Hjelm y soy policía. Estoy solo y no voy armado. Me gustaría hablar contigo.
Se oyó a alguien trajinando al otro lado de la puerta. Luego una voz oscura dijo de manera casi inaudible:
– Entra.
Inspiró de nuevo profundamente y abrió la puerta.
Sentados en el suelo de la oficina y con las manos en la cabeza había dos mujeres y un hombre. Junto a ellos, de pie contra una pared sin ventanas, se hallaba un hombre bajo y moreno ataviado con un traje marrón completo: chaleco, corbata y escopeta. Esta última apuntando a las mismas narices de Paul Hjelm.
Cerró la puerta tras de sí y levantó las manos.
– Sé lo que te ha pasado, Frakulla -afirmó tranquilo-. Tenemos que resolver esta situación sin que nadie sufra ningún daño. Si te entregas ahora, todavía podrás recurrir la decisión; en caso contrario te mandarán a la cárcel y luego te expulsarán del país. Mírame, no llevo armas -dijo para, acto seguido, quitarse despacio la cazadora y dejarla caer en el suelo.
Dritëro Frakulla parpadeaba sin parar. Apuntaba alternativamente con la escopeta a Hjelm y a los tres funcionarios en el suelo.
«Que no me pida que me dé la vuelta -pensó Hjelm-, tengo que seguir hablando. La atención en la comprensión. Tengo que usar palabras que provoquen la reflexión. Desviar la atención.»
– Piensa en tu familia -consiguió decir-. ¿Qué van a hacer tus hijos sin alguien que mantenga a la familia? Y tu mujer, ¿trabaja? ¿Quién le va a dar trabajo, Frakulla? ¿Qué cualificación tiene?
Ahora la escopeta no se desviaba de Hjelm; era lo que él quería. De pronto, Frakulla habló, casi recitó en un sueco nítido:
– Cuanto más grave sea el delito que cometa más tiempo podremos quedarnos. ¿Has pensado en eso? No van a expulsar a mi familia sin mí. Me sacrifico por ellos. ¿No pueden verlo así?
– Te equivocas, Frakulla. En ese caso los expulsarán enseguida, directamente a los serbios sin defensa alguna. ¿Qué crees que les harán los serbios a una mujer y un par de niños que han intentado huir? ¿Y qué piensas que va a ocurrir contigo en la prisión si matas a un policía, a un policía desarmado?
Por un instante, el hombre bajó la escopeta unos centímetros con gesto de total desconcierto. Eso fue suficiente para Hjelm. Buscó a tientas en su espalda, sacó el arma de un fuerte tirón y disparó.
Una voz calló en su interior: «¿Cómo coño es posible que te sigan dando asco las funciones corporales femeninas?».
Durante unos segundos que parecieron arrancados del tiempo todo permaneció absolutamente quieto. Frakulla, rígido, sostenía todavía su escopeta entre las manos. Su mirada indefinible penetró en la de Hjelm. Podía pasar cualquier cosa.
– Ay -se quejó Dritëro Frakulla. Dejó caer el arma y se desplomó hacia delante.
«Todo cambio pasa por el camino de la acción», pensó Hjelm. Y sintió náuseas.
El funcionario varón le arrancó la escopeta y la apretó fuerte contra la cabeza del hombre que yacía en el suelo. Una mancha de sangre iba creciendo bajo el hombro derecho.
– ¡Suelta el arma, idiota! -gritó Hjelm antes de vomitar.
3
Al principio sólo son los extravagantes recorridos arriba y abajo sobre las teclas del piano, acompañados por el suave tintineo del hi hat y quizá de un platillo; posiblemente, las escobillas también rozan el redoblante. A veces, los dedos se desvían un poco del camino señalado para su ascenso, hacia unos tonos más azules, sin romper el espasmódico y entrecortado ritmo del compás de dos tiempos. Después una breve pausa, el saxofón se une al mismo esquema y luego todo cambia. Se incorpora el bajo, caminando pausadamente arriba y abajo, y entonces el saxo toma el mando mientras el piano despliega acordes aislados muy al fondo del cuadro sonoro, interrumpidos por algún que otro fugaz paseo detrás de las improvisaciones del saxo, de una ilusoria pereza.
Las pinzas se hunden en el agujero y tiran y vuelven a tirar. El saxofón gorjea algo alejado de la tonalidad, pero enseguida vuelve a recuperar la melodía. El piano ha desaparecido, por un breve instante está tan quieto que se oye al público de fondo. Las pinzas consiguen sacar lo que buscaban. El saxofonista dice yeah un par de veces entre unos rápidos paseos. El público responde yeah. Tonos largos. El piano sigue sin aparecer. Aplausos dispersos.
El piano toma el relevo. Los mismos recorridos que al principio, digresiones sucesivas, acordes que gimen, carreras cada vez más libres. Sólo el piano, el bajo y la batería. Las pinzas se hunden en el segundo agujero. Esta vez resulta más fácil. Deja caer los dos trocitos en el bolsillo. Se sienta en el sofá.
El piano ha vuelto al punto de partida. El bajo ha desaparecido, pero regresa enseguida junto al saxo. Ahora los cuatro se unen en un paseo envuelto en la niebla. Luego los aplausos. Yeah.
Pulsa el botón del mando a distancia. Un profundo silencio lo invade todo.
Se levanta despacio. Permanece un momento inmóvil, de pie en medio del salón. Algunas inesperadas motas de polvo flotan en el aire en torno a la lámpara de araña que cuelga allí arriba, en lo alto. El apagado metal aerodinámico del equipo de música no refleja la tenue luz. Bang & Olufsen.
«Bang, bang», piensa. «Olufsen», piensa. Luego no piensa en nada más.
Pasa suavemente la enguantada mano sobre la superficie brillante del sofá de piel antes de echar a andar con flexibilidad y sumo cuidado sobre el suelo de parquet, que cruje apacible. Esquiva la alfombra paquistaní de veinticinco metros cuadrados, anudada a mano durante un mes entero por niños paquistaníes esclavizados, y se dirige al pasillo que conduce a la terraza. Abre la puerta y permanece un rato allí, justo al lado del sofá-balancín. Se llena los pulmones con el suave y fresco aire nocturno de primavera y deja descansar su mirada sobre las hileras de manzanos: Astrakan, Åkerö, Ingrid Marie, Lobo, Transparente Blanche y Canónigo. Cada manzano lleva un pequeño letrero, se fijó al llegar. Aunque las únicas manzanas que hay son las de las fotos, exuberantes, coloridas, mucho antes de que ni siquiera hayan florecido los manzanos. Manzanas sucedáneas de papel.