– ¿Caddies? -resonó el auricular con la voz del secretario del Club de Golf de Estocolmo-. A veces.
– ¿A veces?
– No es muy frecuente que los aficionados lleven un caddie en una partida de golf normal y corriente. Pero a veces ocurre.
– ¿Cómo se contacta con ellos?
– Normalmente los ponemos nosotros. Pero hay que solicitarlo con antelación.
– Si tres hombres juegan un partido, ustedes les pueden poner un caddie. ¿Es correcto?
– Como le he dicho: si lo solicitan con antelación. Nos lleva un par de horas buscar uno. Y en ese caso no uno, sino tres. Un caddie solo no puede cargar con los palos de tres jugadores, evidentemente.
A Hjelm se le ocurrió una idea.
– ¿Lena es caddie?
– ¿Lena Hansson? Lo ha sido. Ahora trabaja en la recepción, aquí dentro del club.
– ¿Estaba activa como caddie en septiembre de 1990?
Axel Widstrand, secretario del Club de Golf de Estocolmo, se calló durante un momento. Hjelm percibió un murmullo, como si tapara el auricular para hablar con alguien que estaba a su lado.
– Sí, es correcto. Lo dejó la temporada pasada.
– Ya que la tiene usted en sus rodillas, ¿por qué no le pregunta si recuerda si hizo de caddie la tarde en la que Kuno Daggfeldt, Bernhard Strand-Julén y Nils-Emil Carlberger estuvieron en el campo, el 7 de septiembre de 1990?
– Señor agente, es usted un sinvergüenza.
– Pregunte.
De nuevo un murmullo apagado.
– No -dijo Widstrand.
– ¿Y se acuerda de algo así?
– ¿Quiere algo más, agente?
– ¿Hay alguna marca en los libros de visita que indique si los jugadores llevan caddie o no?
– No. Los jugadores firman con su nombre y eso es todo. ¿Algo más?
– De momento, no -dijo Hjelm. Colgó y apuntó el nombre de Lena Hansson en su cuaderno.
La teoría del caddie solitario y acosado se esfumó con la misma rapidez con la que había surgido. Resultaba poco frecuente que se emplearan caddies, y si los caballeros, contrariamente a lo que cabía esperar, habían solicitado sus servicios, habrían sido tres y no uno. Aun así, subrayó el nombre de Lena Hansson. Si los asesinatos cesaban, volvería a hablar con ella.
– Escucha esto -dijo Chávez, sumergido en la lectura del periódico vespertino que ya no salía sólo por la tarde sino también por la mañana-. «Debe haber quedado fuera de toda duda que estamos ante la primera acción terrorista en toda regla ocurrida en Suecia en mucho tiempo. Ni siquiera durante la época de la Fracción del Ejército Rojo vimos nada parecido. En aquel entonces se limitaron a operaciones como la de Ebba Grön, cuando Norbert Kröcher pretendió secuestrar a Anna-Greta Leijon. [18] ¡Pero ahora el Asesino del Poder se dedica a ejecutar en serie a destacados hombres de negocios! Es posible que nos hallemos ante el peor crimen que jamás haya tenido lugar en Suecia; y lo único que está claro es que la policía se ha quedado de piedra sin saber qué hacer.» O sea -añadió Chávez mientras dejaba el periódico-, si no informamos a los periodistas, entonces no estamos haciendo nada.
– Se les ha olvidado el asalto de la embajada alemana [19] -dijo Hjelm-. Pero de eso no te acordarás, eres demasiado joven.
Jorge Chávez captó la mirada de Hjelm.
– Oye, Paul. Si te vas a empeñar en reconstruir anticuadas intrigas novelescas empleando unos métodos policiales igual de anticuados, o sea, que si no quieres aceptar que la clave de este caso es el trasvase de fondos a través de redes informáticas globales y sicarios profesionales que operan a nivel internacional (que sin duda son contratados a través de esas mismas redes), entonces necesitas analizar más de cerca a las personas, y no dejarte engañar por esos tópicos que acabas de soltar, tipo «odiosa verborrea de los hombres de negocios» y «flores que se marchitan a su paso». Al fin y al cabo, aquí estamos hablando de individuos.
– Un alegato muy conmovedor. ¿Y cuál es la sugerencia que se oculta tras esa preocupación por el honor perdido de esos caballeros?
– Pues que sabes muy poco de ellos. Ve a ver a Kerstin. Escucha sus cintas. Conócelos mejor.
Chávez volvió a la pantalla del ordenador. Hjelm estuvo un rato contemplando el aplicado trabajo de su compañero. Lo que veía era el nuevo tipo de policía, y por primera vez fue consciente del abismo que los separaba. No tenía nada que ver con el pasado de cada uno, claro, sino que se trataba de una profunda grieta generacional. Chávez estaba informatizado, era racional, libre de prejuicios, distanciado, entusiasta. Si su compañero representaba el futuro del cuerpo, entonces la policía no tenía de qué preocuparse. Quizá le faltaba un poco de alma y corazón, pensó Hjelm, pero se dio cuenta enseguida de que partía otra vez de una imagen estereotipada. Por un momento, le pareció que todo su mundo consistía en ese tipo de imágenes. ¿Y qué demonios se podía decir de su propia alma y de su propio corazón? Se sentía viejo. Lo que veía era simplemente una persona que era mejor policía que él mismo. Con pelo moreno y nombre hispano.
Mire dentro de su corazón, Hjelm.
Tenía que limpiar su mente de Grundström; eso también formaba parte de su misión.
Salió al pasillo y entró en el baño. Tenía un grano en la mejilla. Intentó explotárselo, pero no consiguió que saliera pus; en vez de eso la piel de alrededor se agrietó y empezó a desconcharse. Se mojó el dedo en agua y consiguió quitarse las escamas de piel. Luego volvió al pasillo, pasó de largo su propio despacho y se dirigió al despacho 303. Llamó a la puerta y entró.
Gunnar Nyberg estaba tecleando en el ordenador, un mamut dando cornadas a una nave espacial. El gigante parecía haberse equivocado de planeta.
Kerstin Holm estaba escribiendo en un pequeño portátil. Unos auriculares le tapaban los oídos. Paró el walkman que había al lado del ordenador y se volvió hacia Hjelm. Nyberg seguía tecleando, lento, torpe, a regañadientes, pero de una forma increíblemente tenaz. Hjelm pensó que estaba siendo testigo de uno de los rasgos fundamentales del carácter de Nyberg.
– Anda, una visita -dijo Kerstin Holm-. Qué raro.
– ¿Eso qué es? -preguntó Hjelm señalando con el dedo el portátil.
– ¿No te han dado uno? -replicó ella con sorpresa, y notó que la cara de Hjelm se ensombrecía.
Luego sonrió con suave ironía. Hasta ese momento, Hjelm no había pensado en ella como una mujer guapa.
– Es el mío personal -aclaró-. Es más rápido.
Durante tres segundos más, Hjelm se fijó en lo guapa que era: vestimenta negra y suelta, el pelo castaño desmelenado, los ojos despiertos aún más castaños, unas encantadoras arrugas incipientes, la eterna y pequeña sonrisa irónica, el inconfundible acento gotemburgués. Luego parpadeó para quitarse esas ideas de la cabeza y dijo:
– Me gustaría escuchar tus cintas.
– ¿Estás buscando algo en particular?
– No, nada en concreto. Sólo quiero hacer un intento para llegar a conocerlos un poco mejor. Evitar las imágenes estereotipadas, si es posible.
– Puede, puede que no -dijo Kerstin Holm señalando una verdadera torre de cintas de casete delante de ella, sobre la mesa-. Puede que bastantes de los estereotipos sean acertados.
– ¿Y tú qué piensas?
– Lo hablamos después, ¿vale? -dijo ella, y empujó la temblorosa torre de cintas por encima de la mesa en dirección a Hjelm.
Las cintas no estaban marcadas, de modo que Hjelm eligió una al azar y la introdujo en su flamante walkman recién adquirido. La voz de Kerstin Holm dijo:
– Conversación con Willy Eriksson, nacido William Carlberger, 14/8, 1963. 3 de abril. ¿Es usted, pues, hijo de Nils-Emil y Carlotta Carlberger?