La conversación se interrumpió. Hjelm escuchó el suspiro de Kerstin Holm. Luego volvió el mismo chisporroteo telefónico al fondo, tras la voz de Holm:
– Continuación, Niza, 3 de abril, a las 10.52.
– Encoré -dijo una Anna-Clara Hummelstrand enormemente apagada.
– ¿Conoce usted a una tal Nancy Carlberger?
– ¿Nancy? Una pequeña ciudad maravillosa en Lorraine…
– ¿Está usted despierta, señora Hummelstrand?
– Peu à peu. ¿Nancy Carlberger? ¿La zorrita de Nils-Emil? La he visto en un par de ocasiones. No nos caímos demasiado bien. ¿Qué pasa? ¿Nils-Emil también se ha ido al otro barrio?
– Fue asesinado anoche. Quiero puntualizar que esta información, de momento, es confidencial.
– Mon dieu! Esto empieza a parecerse a Diez negritos. ¿Han hablado con el servicio? ¿El mayordomo?
– La verdad es que estamos intentando localizar a la mujer de la limpieza.
– Ésa será Sonya, la pobre. Limpia en la mayoría de los chalets de la parte baja de Djursholm. ¿Fue ella quien se lo encontró? En cualquier caso, no le ha matado, eso se lo puedo garantizar. No he visto jamás una cosa más asustadiza y tímida desde que salvé la vida de un aguzanieves en mi infancia, tan tristemente extinguida. Åke, se llamaba, Åke Aguzanieves. Muy inocente todo. Ay, la de pájaros que han pasado por mi vida desde entonces…
– ¿Sonya limpia en su casa?
– No, nosotros tenemos a otra persona, una turca que lleva ya muchos años con nosotros. Iraz. Iraz Efendi. No, Sonya es negra. De Somalia, creo. Dudo que tenga sus papeles en regla. Aunque de eso no he dicho nada oficialmente.
– ¿Limpiaba en casa de los Daggfeldt o de los Strand-Julén?
– No, se movía sólo por Djursholm. Ya sabe con qué rapidez se difunde por un barrio el rumor de que hay una limpiadora buena, barata y honrada. No intente decirme que no lo sabe.
– ¿Y no conoce el nombre completo de Sonya, ni dónde vive?
– No, pero eso lo sabe Nancy, claro. Por cierto, ¿Por qué se empeña en llamarme a mí a todas horas? Espero de verdad que George no corra ningún peligro… Hablando de eso, supongo que ayer dije algunas cosas un poco estúpidas. Confío en que usted borre todo lo que no tenga que ver con el caso. Ya sabe, George…
– ¿Se refiere usted a este pasaje? Cito: «Señorita Holm, ¿ha visto usted alguna vez una magnífica polla gala de color oliva empalmarse desde un estado de absoluta flacidez hasta otro de perfecta rigidez en el transcurso de un maravilloso minuto de un lento y prolongado crecimiento económico?».
– Pero bueno, ¡qué criatura más pecadora! -exclamó la señora Hummelstrand divertida, y siguió-: ¿Se ha masturbado pensando en el imponente órgano de Philippe? ¡Vergüenza le debería dar!
Hjelm tuvo suficiente. Aun así, mientras cambiaba la cinta, no pudo quitarse del todo de la cabeza la idea de Kerstin Holm masturbándose con el imponente órgano de Philippe en su mente. Estaba sola en su despacho. La noche había caído sobre el edificio de la policía. Con las piernas separadas y levantadas a ambos lados de su portátil, se había bajado un poco los pantalones negros. La mano se movía lenta y metódicamente de arriba a abajo por debajo de la cinturilla de las bragas. Sus ojos oscuros estaban velados cuando de repente los abrió de par en par echando la cabeza hacia atrás y emitiendo un sonido gutural medio ahogado.
No soy más que un crío, pensó Hjelm, y dejó que la ligera erección le bajara mientras sonaba la clara y desafiante voz de una niña adolescente en sus oídos.
– ¿Y tú qué crees? Me llamaban de todo: Mini, Medi, Maxi. Maxi-profunda. Maxi-cachonda. Claro que había nombres hippies, joder; yo tenía una compañera de clase que se llamaba Ängel, Ängel Jakobsson-Flodh, viejos hippies que habían montado una comuna de lujo en Danderyd para mantener vivo el sueño; al lado de la empresa informática, claro. ¡Pero, joder, nadie tenía nombre de barco! ¡Se dan nombres de mujer a los barcos pero no se dan nombres de barco a las mujeres, por Dios!
– ¿Odiabas a tu padre por haberte dado un nombre así?
– Durante la pubertad, sí. Ahora me parece bastante guay.
– ¿Odiabas el barco?
– La verdad es que nunca he odiado el barco. Era la única vez que mi padre nos dedicaba su tiempo. Se volvía loco, organizando y arreglándolo todo para que estuviésemos a gusto. Es verdad que mi madre pasaba todo el tiempo vomitando, y las cosas podían descontrolarse bastante, pero Marre y yo nos escabullíamos para jugar al juego de las adivinanzas.
– ¿Pegaba a tu madre?
– No lo sé.
– ¿No lo sabes?
– No. Se llevaba una decepción bestial cuando veía que sus esfuerzos no tenían resultado con mi madre. Armaban unas broncas que no veas, y nosotros nos retirábamos a algún rincón del barco, o de la isla donde habíamos amarrado, o bajo el edredón, y jugábamos a nuestros juegos.
– ¿Cómo te sientes ante la muerte de tu padre?
– La verdad es que he llorado bastante, o sea…
Hjelm adelantaba y rebobinaba la cinta, pensando en la imposibilidad de llegar a comprender la vida de otro. ¿Qué es lo que gobierna la vida de una persona? ¿Qué es lo que crea todos esos vínculos entre las personas?
En su temprana juventud había hecho el amor con una chica mayor con un perfil algo progre-hippie de nombre Ylva Jakobsson-Flodh, y ahora se le ocurrió, en su desconcierto, que la tal Ängel podría haber sido su hija.
Todo se extendía como círculos en el agua.
Volvió a cambiar de cinta arbitrariamente.
Escuchaba sin descanso, asombrado del celo de Kerstin Holm. Desfilaron ante él, en una corriente interminable, secretarias, miembros de la familia, empleados.
Ahora un hombre estaba hablando con una especie de medio acento de Gotemburgo:
– ¿Es usted de Gotemburgo? ¿Entonces supongo que conoce bastante bien Landvetter?
– Sí, bastante -dijo Kerstin Holm distraída-. ¿Cómo es que Willy ha cambiado de apellido y usted no?
– Bueno, no tengo nada en contra de Carlberger. Tiene cierta… clase. A William le afectó el divorcio más que a mí. Él sólo tenía doce años; yo, al fin y al cabo, tenía quince. Nos fuimos a vivir con mi madre y recibimos una educación radicalmente distinta a la de antes. Desde Djursholm hasta Danvikstull, de una punta de Estocolmo a otra, por decirlo de alguna manera. Menos mal que yo ya estaba formado. William era más receptivo. Además, pronto logró convertir sus problemas personales en un conflicto ideológico. Lo que llaman «proyección», creo; una forma de sobrevivir.
– ¿Cuál fue su reacción cuando se enteró de la muerte de su padre?
– No sé. Perplejidad. No todos han tenido un padre que ha sido eliminado por la mafia rusa.
– ¿Por qué menciona a la mafia rusa?
– Es lo que ponía en el GT. Leí los vespertinos durante el vuelo. En el Aftonbladet había algo sobre la Fracción del Ejército Rojo. Y en Expressen decían que era la mafia siciliana. ¿Qué se supone que debo creer?
Hjelm paró la cinta y durante un rato contempló a Chávez, que estaba trabajando afanosamente. Ya había empezado a oscurecer.
Luego decidió que la próxima cinta sería la última. La introdujo y Kerstin Holm dijo:
– Conversación con Rickard Franzén, 12.16 del 3 de abril.
– Quiero que se oiga también en la cinta -dijo el retirado juez Rickard Franzén con brusquedad- para que quede perfectamente clara mi opinión al respecto. ¿Cómo se atreve usted, bella dama, a presentarse aquí después de lo que le hicieron a mi hijo anoche?