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– Lamento de verdad lo sucedido, pero usted tal vez podría habernos informado de que tenía un hijo, que disponía de llaves de la casa y que podía darse el caso de que se presentara en mitad de la noche con blancos anillos de cocaína en torno a la nariz.

– Jamás hubiera podido imaginar que…

– La primera pregunta: uno de los miembros de la Orden de Mimer que no formaba parte de la Orden de Skidbladner se llama George Hummelstrand. ¿Le conoce?

– ¿George? Claro que sí.

– ¿Cuál fue la postura del señor Hummelstrand respecto a la formación de esa nueva orden?

– No del todo positiva. ¿Quiere decir que siguen investigando la pista de la orden? ¿A pesar de Carlberger?

– ¿Cómo sabe usted eso? Aún no es oficial.

– ¡Tengo mis canales, maldita sea! ¡Esa pista está muerta y bien muerta!

– Hábleme de Hummelstrand.

– Estaba bastante alterado. Para él, los estatutos de la Orden de Mimer eran la ley absoluta. Y nosotros unos traidores. Él pertenecía a ese pequeño grupo hostil que me hizo creer en su sospecha de que yo podía ser la próxima víctima.

– Más nombres.

– Oscar Bjellerfeldt, Nils-Åke Svärdh, Bengt Klinth, posiblemente Jacob Ringman.

– ¿De qué iba todo ese enfrentamiento en realidad?

– Detalles en los ritos. Alto secreto. Sobre todo para una mujer.

– ¿Es verdad que el entonces inspector de la policía criminal Jan-Olov Hultin, durante su época en la brigada de estupefacientes de la policía de Estocolmo, en el año 1978, detuvo a Rickard Franzén júnior por posesión y tráfico de drogas, y que Hultin se empeñó más que nadie hasta que logró, a pesar de una masiva oposición, que lo arrestaran y lo metieran en prisión preventiva, y que su hijo fue condenado por el Tribunal de Primera Instancia y absuelto por el Tribunal de Apelaciones donde usted, en aquel entonces, ocupaba el cargo de juez?

– ¡Le aseguro que yo no fui el juez del caso de mi propio hijo!

– Nadie ha dicho eso. ¿Es también verdad que Hultin fue trasladado a la policía del distrito de Huddinge después de aquello?

Durante un instante se hizo el silencio. Hjelm pensó en agresivos cabezazos que rompían cejas. La voz de Franzén se oyó débilmente de nuevo.

– No veía yo a Hultin como un chivato… Bueno, se trataba de un caso clarísimo. Mi hijo fue absuelto. Las pruebas eran deficientes.

– Hultin no se chivó. He repasado el caso yo misma y hay algunas cosas raras. Desde entonces, Rickard júnior ha sido detenido en una decena de ocasiones para luego ser soltado enseguida.

Se oyó un chirrido y luego el sonido de la grabación se distorsionó. Acto seguido, el juez pronunció con una voz aguda, temblorosa y completamente grotesca:

– Creo que tendrá que empezar a buscarse un nuevo trabajo, señorita. Yo conozco uno muy apropiado.

– Haga el favor de soltar el magnetófono, señor juez -dijo Kerstin Holm tranquila.

Hjelm llamó a la puerta y entró. Nyberg no estaba. Holm permanecía en su sitio, escuchando cintas y escribiendo en su pequeño ordenador portátil. El despacho estaba a oscuras. Kerstin Holm levantó la vista y se quitó los auriculares.

– ¿Y? -dijo más o menos con la misma voz con la que había pronunciado las palabras: «Haga el favor de soltar el magnetófono, señor juez», unas cuantas horas antes. Era tarde.

Hjelm depositó encima del escritorio de Holm el montón de cintas mientras hacía un gesto de ligera resignación con la cabeza.

– Muy complicado y un poco desalentador -dijo-. Pero Franzén fue una bonificación muy grata e inesperada…

– Quizá fue estúpido por mi parte…

– Te fuiste allí para darle un buen susto…

– Lleva tantos años aprovisionando a ese hijo suyo con dinero para comprar droga y le ha sacado tantas veces de los calabozos que se ha convertido en una broma en los pasillos de la prisión; por el de los suspiros no pasará nunca más, por lo visto.

Hjelm se sentó en el borde de la mesa. «El pasillo de los suspiros» era el pasaje subterráneo entre el edificio de la policía y los juzgados por el que los presos han caminado cabizbajos durante casi un siglo.

– Menudo trabajo el que has hecho, ¿eh? -dijo él.

– ¿Llegaste más allá de las imágenes estereotipadas? -preguntó ella.

– Nunca me he sentido tan alejado de otras personas…

– Entiendo lo que quieres decir. Siempre surgen pistas, detalles que hay que investigar, como nuevos brotes que salen de los tallos. Pero los tallos permanecen intactos. Quizá un ser humano no consiste más que en un manojo de pistas y conexiones exteriores. ¿Qué es lo que realmente sabemos del otro?

– Por lo menos es todo lo que nos queda…

Kerstin Holm apagó el ordenador, se estiró y dijo a través de la oscuridad:

– Tienes un grano en la mejilla.

– No es un grano -dijo Hjelm.

14

Vinieron desde el sótano.

Brotaron en abundancia de una furgoneta gris y se abalanzaron en silencio sobre la escalera. En sus manos, minúsculas ametralladoras manejadas con gran pericia.

Abrieron la puerta y subieron por la escalera de caracol de piedra. Se deslizaban en absoluto silencio.

El primer hombre que llegaba a cada planta atrancaba la puerta que daba al pasillo de los apartamentos. En algún lugar se puso en marcha el ascensor.

En el rellano de la séptima planta se detuvieron un instante para reunirse. El hombre que estaba junto a la puerta la abrió de golpe y los demás salieron como agua que mana de una fuente hasta el pasillo donde estaban las puertas de los apartamentos de la séptima planta.

Llamaron a una puerta en cuya placa ponía el nombre de Nilsson.

Nadie abrió. No se oía nada.

Sacaron un grueso cilindro de hormigón. Terminaba en una plancha metálica y tenía dos manillares a cada lado. Dos hombres agarraron los manillares y, obedeciendo la señal, arrojaron el cilindro contra la puerta.

Ésta se partió en pedazos alrededor de la cerradura.

Irrumpieron en el piso, moviéndose todavía con sigilo. Estaba a oscuras, todas las persianas bajadas.

En la cama más cercana a la entrada de ese apartamento de un solo dormitorio había tres niños negros pequeños que acababan de despertarse con el golpe. En los colchones del suelo dormían cuatro niños más. Cinco de los niños ya estaban llorando.

Entraron en la otra estancia. Repartidos en camas y colchones había cuatro adultos negros mirándoles boquiabiertos. La mitad del equipo se quedó allí con las armas en ristre, el resto continuó hasta la cocina.

En la mesa de la cocina había un hombre negro y un pastor blanco sentados delante de una taza de café. Observaron hechizados las pequeñas ametralladoras que les apuntaban.

– ¡Qué diablos! -exclamó el sacerdote.

Por lo demás, silencio.

Dos hombres fornidos de unos cuarenta años con idénticas cazadoras de cuero entraron en la cocina con pasos pesados y ruidosos, lanzaron una rápida mirada al sacerdote y al hombre sentados en la cocina y siguieron hasta el dormitorio.

– ¿Sonya Shermarke? -dijo el más rubio de los dos sin dirigirse a nadie en particular.

Una de las mujeres que estaba tumbada en los colchones del suelo se incorporó y se le quedó mirando aterrada.

– Buscad armas -ordenó Gillis Döös a sus hombres.

– Y drogas -añadió Max Grahn.

15

Hjelm contempló su rostro en el retrovisor izquierdo mal colocado y vio que la mancha roja de la mejilla con la piel desescamada se había hecho un poco más grande. Pensó en el cáncer de piel.

El sol extendía una gruesa capa de engañoso verano sobre la bahía de Årsta, a la derecha, y la de Liljeholmen, a la izquierda, cuando el coche subía lenta y fatigosamente por la empinada cuesta del puente de Liljeholmen. La playa de Hornstull y las casitas de la colonia de Tanto se bebían el sol primaveral a lametazos, y Hjelm se preguntó fugazmente si la pista de minigolf estaría abierta. En la otra dirección, el pequeño muelle de los baños de Liljeholmen entraba en el agua justo donde la playa de Bergsund empezaba a ser la de Hornstull.