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Una playa o la otra, total, qué más da, todas son iguales, pensó Hjelm absurdamente, pisando el acelerador a fondo para pasar la cima del puente y bajar hacia el barrio de Södermalm. Se encontró con un atasco algo caótico en Hornstull. Un Saab 9000 de un metalizado resplandeciente se había saltado un semáforo en rojo y se había quedado parado en medio del cruce, y el tráfico en sentido contrario le esquivaba haciendo sonar sus bocinas.

– Ya te dije que tenías que haber cogido la autopista de Essingeleden -fue el inoportuno comentario de Gunnar Nyberg mientras Hjelm no paraba de pitar.

Paul había pasado a recoger a Nyberg en su pequeño piso de soltero, junto a la iglesia de Nacka. La bendición de compartir coche, pensó cuando esquivó con un volantazo al desconcertado Saab; hace mucho que ya no hay campañas de esas.

– Es más agradable este camino -comentó Hjelm, y maldijo con furia a un desequilibrado ciclista que pasaba.

– Sí, es un atasco más agradable -replicó Nyberg-. Tiene un carácter algo distinto.

La caravana de coches estaba prácticamente parada a lo largo de toda Långholmsgatan, y hasta que el puente de Västerbron no se levantó por encima de la pequeña bahía de Pålsund, que separaba Södermalm de la isla de Långholmen, el tráfico no se aligeró un poco. Pasaron por el lugar donde, un verano no hacía tanto, durante una exhibición aérea tristemente célebre, se había estrellado un avión de caza JAS Gripen, accidente del que luego nadie quiso asumir responsabilidades. De hecho, Hjelm estuvo allí con toda su familia; la idea le había gustado incluso a Danne. Se pusieron en cuarta fila, abajo, en la ribera de Söder Mälarstrand, casi enfrente del ayuntamiento, y vieron al avión dar una sacudida allí arriba, a la izquierda; el piloto salió disparado y el avión cayó despacio en picado; luego una nube de humo subió hacia el cielo y se oyó cómo el mortal silencio se convertía en un murmullo agresivo y conmocionado, aunque también aliviado. Otro ataque mortal contra el fundamento de la confianza de los suecos, había reflexionado después; sin embargo, durante todo el incidente permaneció completamente pasivo y desprovisto de cualquier pensamiento, hasta que, al cabo de un rato, Danne quiso librarse de los brazos de su padre, que con un antiguo pero vano instinto de protección al parecer le había cogido los hombros.

– ¡Qué guay! -dijo Danne entonces.

– ¡Qué bonito! -dijo Gunnar Nyberg mientras dirigía la mirada alternativamente a la bahía de Riddarfjärden, a la derecha, y a la de Marieberg, a la izquierda.

Una bahía o la otra, total, qué más da, todas son iguales, pensó Hjelm absurdamente, y no pudo más que estar de acuerdo con su colega Nyberg. Un espectáculo divino, tal y como su ex jefe Erik Bruun habría dicho. El agua de Estocolmo resplandecía débilmente con el sol de la mañana. Ni una sola nube en el cielo, las fachadas de las casas estallaban en colores bajo un sol casi horizontal. Unos cuantos barcos blancos, de los que hacen excursiones por el lago Mälaren, avanzaban traqueteando a paso lento entre el brillo de la luz; y dos veleros madrugadores lucían los colores del arco iris en sus foques de globo. El ayuntamiento se pavoneaba orgulloso, mirando al agua con sus tres coronas doradas brillando. La vegetación empezaba a brotar alrededor del puente, en el lado de Kungsholmen, en el parque de Rålambshov, la playa de Smedsudden y el parque de Marieberg. Los paseos en Norr Mälarstrand ya se iban llenando de gente.

Ninguno de los dos se quejó cuando la caravana de coches se atascó por completo en la cima del puente.

«La vida volvía a la ciudad recién levantada. Trayendo consigo la muerte», pensó Hjelm de manera melodramática.

– Hoy voy a salir a cazar chorizos y rateros -dijo Nyberg-. ¿Me acompañas?

Hjelm puso punto muerto y tiró del freno de mano. Contempló la enorme figura sentada a su lado que hacía que el Mazda se inclinara inquietantemente hacia la derecha.

– ¿Confidentes? -preguntó.

– Entre otros. Los distritos policiales han repasado la lista de sus soplones y otros tipos de dudosa reputación y han dado con unos cuantos candidatos.

– ¿Con conocimientos sobre la mafia?

– De los asesinatos en general y de los rusos en particular. O sea, candidatos, long shots. Seguramente no tendrá ningún sentido.

De repente el atasco se disolvió. El puente hizo un giro abrupto y el Mazda también. Juntos pasaron sobre el parque de Rålambshov. Pequeñas manchas de gente que por una razón u otra no tenían un lugar de trabajo que reclamara su presencia ese día salpicaban un césped no demasiado verde.

– Bueno, como estos últimos días me han machacado bastante las pistas -dijo Hjelm-, a lo mejor te puedo acompañar. Me vendría bien echar el guante a un tipo que probablemente se mueve por los bajos fondos de la ciudad.

– ¿A quién? -quiso saber Nyberg.

– A un tal Johan Stake.

Consiguieron atravesar la plaza de Fridhemsplan, con sus múltiples calles surcándola en todas las direcciones; rodearon el parque de Kronoberg por la derecha y luego bajaron por Hantverkargatan para finalmente enfilar Polhemsgatan. Delante de ellos se levantaba el enorme edificio de la policía. Hjelm aparcó el coche a una manzana de distancia y, junto a su compañero gigante, bajó andando hacia la versión estocolmiana del Taj Mahal, que brillaba intensamente a la luz del sol.

Hultin les miraba como un búho a través de sus gafas de media luna.

– Noticias de las altas esferas. Han localizado a la señora de la limpieza que avisó de la muerte de Carlberger. Una tal Sonya Shermarke, somalí, con sentencia firme de expulsión. Ella y su familia vivían escondidos con unos parientes en Tensta, amparados por la Iglesia. Se dedicaba a limpiar chalets en Djursholm y no tenía papeles. A primera hora de esta mañana, una unidad de un departamento paralelo consiguió dar con ella y arrestó a todas las personas que ocupaban el piso, siete niños y seis adultos, de los cuales uno era pastor de la congregación de Spånga. Todos llevan ya tres horas en los calabozos, sometidos a un duro interrogatorio por parte de nuestros colegas.

– ¿Se puede adivinar de qué departamento paralelo se trata? -preguntó Söderstedt.

– No, no se puede -repuso Hultin tranquilo-. En fin, hace un momento tuve la oportunidad de hablar con Sonya Shermarke. Se defendía bastante bien en sueco, de modo que pudimos hablar sin intérprete. Llegó al chalet, como siempre, a eso de las ocho y media, dio una vuelta por el salón para hacerse una idea de lo que había que limpiar, descubrió a Carlberger en medio de un charco de sangre, llamó a la policía identificándose como la «señora de limpieza», luego le entró el pánico y salió corriendo a su escondite. Los colegas siguen en pleno tercer grado, intentando sacar a los miembros de esta pobre familia dónde han escondido las armas rusas.

Hizo una pequeña pausa y luego siguió:

– Haremos una puesta en común muy pero que muy breve. Con toda probabilidad, esta noche la que se hallará en medio de un charco de sangre va a ser la cuarta víctima, así que hay mucho trabajo por hacer. No olvidéis que tenemos a nuestra disposición a muchos policías, en la práctica a todos los policías de Estocolmo. No debería ser necesario que os recuerde que en estos momentos contáis con poderes mucho más amplios de los que en realidad os corresponden por vuestra categoría, pero aun así os empeñáis en hacer todo el trabajo de mierda vosotros mismos. Aprovechaos al máximo de los peones. Por lo demás, quiero añadir que Mörner y sus superiores, por ahora, intentan mantener alejada a la prensa de nuestro grupo. Bueno, antes de empezar: ¿alguien tiene una posible víctima para esta noche?