Выбрать главу

Siguieron durante todo el día y hasta bien entrada la tarde yendo de un lado para otro de Estocolmo y su extrarradio. Hjelm ejercía más que nada de chófer pero, en general, conseguía intercalar su breve pregunta sobre proxenetas en medio del fuego cruzado de Nyberg. Antes de las tres, Hjelm habló con Hultin, quien decidió suprimir la reunión prevista para las 15 horas; al parecer, no había grandes novedades que tratar. Hjelm le informó de sus escasos resultados:

El propietario de un gimnasio en Bandhagen había comprado grandes provisiones de esteroides anabolizantes a un par de «crueles rusos» que se hacían llamar Peter Ustinov y John Malkovich.

Uno de los más destacados camellos yonquis que rondaba por la plaza del Sergel, había recibido en una ocasión una carga de heroína de la buena en bolsas de plástico marcadas con letras rusas. Eso era todo lo que lograron sacarle antes de que empezara a vomitar sangre.

El propietario de un pequeño restaurante del barrio de Söder había comprado vodka estonio en varias ocasiones a través de una extraña pareja de personajes que se hacían llamar Igor e Igor.

«Una banda de gángsteres de habla rusa» había ofrecido grandes cantidades de dinero a un autodenominado comerciante de arte en Järfälla a cambio de un cuadro de Picasso, entonces propiedad del famoso financiero Anders Wall. El individuo en cuestión se había negado a realizar el encargo.

El dueño de una tienda de vídeos en el barrio de Norrmalm, de ésas que están provistas de cabinas individuales, les ofreció alegremente con una locuacidad cargada de anfetaminas películas de pornografía infantil con subtítulos en ruso a pesar de que le mostraron sus placas. Le detuvieron, pero resultó que su acento no era ruso, aunque lo pareciera. Sin embargo, con treinta películas de pornografía infantil confiscadas no tendrían problema para meterlo en prisión preventiva. Hablarían con él más adelante.

Ésa fue toda la cosecha hasta las 15 horas del día 4 de abril.

Las pesquisas continuaron hasta las siete. Para entonces ya habían tachado todos los nombres de la lista de Nyberg. Esta última parte de la búsqueda resultó tristemente infructuosa en lo que se refiere a la pista rusa. Sin embargo, en una de las llamadas «conversaciones» con un aterrorizado camello, al que habían estado persiguiendo en una especie de absurda carrera maratoniana todo el trecho que va desde el parque de Tessin hasta el puerto de Värtan, descubrieron que el hombre que se hacía llamar Johan Stake en realidad se llamaba así y que, entre muchas otras actividades, regentaba una agencia de sexo telefónico. La empresa se llamaba JSHB, Johan Stake HandelsBolag, se encontraba en Bromma y salía en las páginas de clasificados de los periódicos vespertinos.

Cuando volvían por el puente de Liljeholmen, las luces de la ciudad ya se habían encendido. Reinaba una odiosa calma que los dos notaron y que, posiblemente, sólo existía en sus cabezas. En cualquier caso, ambos intuían que iban a dormir mal.

Sabían cuándo y cómo, pero no sabían quién ni dónde.

Esa noche otra persona iba a ser asesinada.

16

Durante todo el desayuno, la atención de Paul Hjelm se dirigió con total concentración al teléfono móvil, que descansaba encima de la mesa de la cocina como un queso estropeado entre los demás. A pesar de que no desviaba la mirada del aparato ni un instante, sentía los ojos de Cilla lanzándose contra él sólo para ser rechazados una y otra vez. Al final, la mirada de su mujer se volvió tan afilada que Paul se vio obligado a cruzar la suya con ella.

– Tal vez no lo hayan descubierto todavía -dijo, todavía pendiente del teléfono móvil.

Pero la mirada con la que se encontró no era la habitual de hazme-caso-a-mí-también. Se había transformado en otra cosa, en algo que no había visto antes. Unos ojos marcados por una curiosa soledad, como la de una persona definitivamente abandonada. Una mirada desierta. Paul Hjelm no entendió nada. Pero la sensación que le recorrió era la misma que la que le había paralizado al escuchar las cintas de Kerstin Holm: la terrible e insoportable sensación de que nunca seremos capaces de alcanzarnos unos a otros. Nunca jamás. Ni siquiera a la persona más próxima a nosotros.

La vertiginosa sensación de una absoluta soledad existencial.

Y se dio cuenta de que eso era lo que estaba viendo en los ojos de Cilla.

Durante un breve segundo, paradójicamente, esa abrumadora sensación les unió.

Cuando al final fueron capaces de hablar, les quedó muy claro a los dos que lo que estaban diciendo no tenía nada que ver con lo que en realidad querían decir. No había palabras para eso.

Aquella mañana, en la mesa de la cocina, compartieron, sin que pudieran de ninguna manera compartirla, una experiencia casi mística: el propio lenguaje les había asignado unos papeles, que inevitablemente tendrían que representar y de los que no se podía escapar.

Y resultaba imposible determinar si esos momentos compartidos en la cocina les habían llevado más cerca el uno del otro o si, por el contrario, podrían haber abierto una grieta definitiva entre los dos. En cualquier caso, algo decisivo había ocurrido: habían penetrado con la mirada hasta la soledad más íntima y desnuda del otro.

Y tal vez eso constituía el sacrificio más doloroso de toda aquella semana tan cargada de incidentes.

Porque no ocurrió nada más. El teléfono móvil permaneció en silencio durante todo el trayecto hasta el edificio de la policía y a Hjelm le daba igual. Para el resto del Grupo A el día transcurrió sumido en una intensa espera, pero la supuesta nueva víctima seguía brillando por su ausencia; y Hjelm continuaba sin preocuparse. La simetría rota paralizó la investigación; Hjelm por su parte, sufría su propia parálisis, la de la soledad. Hacia el final del día, desde su mesa del cuartel general, Hultin intentó dar una apariencia de normalidad a la situación del grupo:

– Bueno -dijo con tono neutro-. A no ser que haya alguna víctima sin descubrir tirada en algún monumental salón de la ciudad, tenemos que aceptar que estamos ante dos posibilidades: o que el autor, por una u otra razón, ha cambiado de modus operandi; o que esto se ha acabado.

Paul Hjelm no se enteró de nada de lo que dijo Hultin. Se quedó hasta que todo los demás se hubieron ido. Sentado solo en el cuartel general, se preguntaba qué le esperaría al llegar a casa.

Pero se encontró con una vida familiar bastante normal. Las miradas entre él y Cilla seguramente nunca serían ya las mismas, y nunca dejaría de preguntarse si la normalización era artificial, si quizá contenía una bomba de relojería. En cualquier caso, volvió a recuperar el contacto con la existencia, a pisar tierra después de aquel extraño día en el que había vislumbrado el abismo -aunque seguía preguntándose qué terreno estaba pisando en realidad-, y su interés por el caso volvió a un nivel normal.

Pero no se descubrió nada nuevo. El caso iba normalizándose al ritmo de la existencia de Paul; sin embargo, en ambos aspectos el terreno le parecía igual de resbaladizo.

Era el 5 de abril, casi una semana después del primer asesinato, y, por una vez, Paul Hjelm estaba comiendo en el restaurante del edificio de la policía. Su descuido con las comidas era notorio. Además, también por una vez, toda la tropa se encontraba allí: Söderstedt, Chávez, Norlander, Holm, Nyberg. Los seis formaban una unidad cerrada, sentados en una de las mesas largas, y si hubiesen tenido la menor inclinación paranoica les habría parecido que estaban cercados por miradas hostiles.

Les pareció que estaban cercados por miradas hostiles.

– Así es -determinó Söderstedt mientras pasaba la mano sobre su blanca y casi imberbe mejilla. En la mano sostenía un tenedor con un trozo estropajoso y grasiento de carne guisada del que goteaba salsa-. Los de la policía criminal de Estocolmo nos odian porque les hemos quitado el caso; los de la policía criminal nacional nos odian porque Hultin eligió una pandilla de forasteros de rango bastante bajo para una de las investigaciones más importantes de la historia criminal de Suecia; y todos nos odian porque somos diferentes: un finés, un sudaca, una tía de Gotemburgo, un quintacolumnista, una montaña de carne y un héroe mediático. ¡Casi nada!