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– ¿Quintacolumnista? -protestó Viggo Norlander malhumorado.

– ¿Así que te has identificado en el terrario?

– Yo no he traicionado a la policía criminal de Estocolmo y nunca lo haré.

– Bueno, ya sabes lo que dicen -intervino Hjelm mientras odiaba ese grasiento trozo de carne que acababa de rebotarle en los dientes-. Si entras en la policía criminal nacional ya no saldrás nunca. A menos que sea en el ataúd reglamentario.

– ¿Quién coño dice eso? -preguntó Chávez.

– No me acuerdo -dijo Hjelm, y escupió discretamente el trozo de grasa en una servilleta.

Chávez se volvió a Söderstedt.

– ¿Cómo te va en el piso, Arti?

¿Arti? De repente Hjelm se dio cuenta de que se había perdido bastantes cosas. ¿Cómo diablos habían tenido tiempo para hablar de su vida privada?

Miró a su alrededor. Su existencia en común había sido exclusivamente de carácter profesional. ¿Quiénes eran en realidad estas personas con las que él pasaba sus eternos días laborales? De nuevo, le recorrió una fría ráfaga de esa sensación que tuvo al escuchar las cintas y que luego volvió a experimentar en la cocina de Norsborg: la imposibilidad de llegar a comprender jamás a otra persona. Y muy al fondo vislumbró, sólo por un fugaz instante, a Grundström, que decía: mire dentro de su corazón, Hjelm.

Se sacudió el recuerdo.

En fin, ¿cómo era la vida de sus compañeros? El ritmo de trabajo se había reducido algo, surgía así una posibilidad de ver a los miembros del Grupo A como algo distinto a las piezas de una máquina.

Jorge Chávez era simpático; trabajaban bien juntos. Un policía moderno, hiperprofesional, bien vestido dentro de un estilo informal, sólido y, sobre todo, joven. Si el tiempo lo permitiera, podrían llegar a formar un equipo muy compenetrado. Quizá eran demasiado diferentes en su vida privada. De Jorge sólo sabía que era soltero, completamente libre, y que acababa de abandonar uno de los apartamentos del edificio de la policía, dónde había estado instalado de forma temporal. No contaba nada acerca de su época en el distrito policial de Sundsvall. Cada intento que hacía Hjelm encallaba. Le daba la sensación de que se trataba de una pesadilla de la que Chávez no quería hablar. A veces, le parecía que Chávez se sentía ahora como en el paraíso.

¿Qué más? Gunnar Nyberg, el anterior Míster Suecia, el bajo del coro de la iglesia de Nacka, casi se había convertido en un amigo. Por lo menos, compartían coche por las mañanas. Le gustaba pensar en esa expresión, «compartir coche»; hacía que se sintiera bueno. Pero la verdad era que tampoco conocía a Nyberg. Divorciado después de haber maltratado a su mujer durante una época en la que tomaba anabolizantes -Hjelm suponía que era así como debía interpretar sus insinuaciones-, Nyberg no había visto a sus hijos desde que eran pequeños. En realidad, sólo vivía para cantar. Por lo demás, su enorme aparición se parecía más que nada a la de un saco de patatas; pero Nyberg, a su manera, también era un policía extraordinariamente eficaz. Del modelo potencial para palizas brutales.

A Viggo Norlander no llegaba a saber muy bien por dónde cogerlo. Un tipo formal y cumplidor, de la vieja escuela. Estocolmiano de pura cepa. Daba la impresión de tener afición por los reglamentos y los decretos, de creer en la ley como los religiosos creen en la Biblia. Llevaba trajes que fueron modernos hacía veinte años y que ahora sólo olían a polvo y sudor. De constitución fuerte pero algo lento. Suelto. Como soso. Difícil llegar a conocerlo más en profundidad. Quizá no había nada que conocer.

Bueno, y luego estaba Kerstin Holm. Paul no podía evitar sentirse atraído por ella. En muchos sentidos, era lo opuesto a Cilla. Morena de los pies a la cabeza. Ojos morenos, pelo moreno, ropa morena. Con una increíble… integridad, ésa era la palabra. Inmensamente profesional. Hjelm no podía olvidar las cintas y la elegancia con la que Holm había llevado a cabo las entrevistas; la conversación con Anna-Clara Hummelstrand, por ejemplo, debería estar en una novela. Holm vivía con algún familiar en Estocolmo y se negaba tajantemente, de forma igual de radical que Chávez, a hablar de su pasado. Hjelm entendía que algo había pasado en Gotemburgo, algo desagradable que no se podía tocar. Aún así, se dio cuenta de que, tarde o temprano, habría que tratar ese tema. La miraba de reojo. Una mujer fabulosa.

Y luego estaba Söderstedt. Arto Söderstedt. Un tipo singular. Nunca jamás había visto un policía igual. El finés blanco, tal y como se llamaba a sí mismo, era una creación absolutamente propia. No podía quitarse de la cabeza la idea de que Söderstedt no era policía; no porque mostrara poca profesionalidad, todo lo contrario, sino más bien porque actuaba y hablaba como un… bueno, intelectual es la palabra, como un intrépido académico que, sin el menor recato, aireaba sus teorías políticas en plena reunión. Justo cuando este último pensamiento le pasaba por la cabeza, Söderstedt contestó a la pregunta de Chávez, que Hjelm apenas recordaba:

– Yo la verdad es que no lo llamaría piso, pero está bien situado. En Agnegatan. Un estudio con cocina americana. La familia se ha quedado en Västerås. Tengo cinco hijos -añadió en dirección a Hjelm.

La sensación de excluido que tenía Hjelm creció en dimensiones astronómicas. Intentó ignorarla.

– ¿Cinco? -exclamó, y le pareció que su voz sonaba convincente-. ¿Tan aburrido es Västerås?

– Ya lo creo. Pero dos están hechos en Vasa.

– Anda, ¿así que has trabajado en Finlandia? ¿Cómo es eso?

– No, bueno… no era policía entonces. Me hice madero bastante tarde en mi vida. Y los hay que dicen que todavía no lo soy de verdad.

Hjelm se sentía bastante contento por haber acertado con su intuición e intentaba interpretar las reacciones en torno a la mesa. Quizá Söderstedt se refiriera a algún colega de Västerås, quizá a alguien de la mesa. No había manera de saberlo, pero le dio la vaga impresión de que todo el mundo menos él sabía a quién aludía Söderstedt. Sin embargo, no tuvo que esforzarse para averiguarlo.

– Lo único que decía era que no tenías por qué pronunciar un discurso electoral a favor de los comunistas -murmuró Viggo Norlander algo tenso, con el tenedor temblando ligeramente en su mano.

– ¿Cómo que era lo único que decías? -protestó Söderstedt, y clavó la mirada en Norlander.

– No seáis críos -soltó Kerstin Holm de repente.

Norlander echó el tenedor a la bandeja, se levantó y se marchó sin pronunciar palabra, llevándose la bandeja consigo. Incluso en ese momento de monumental rabia, introdujo la bandeja en el mueble correspondiente, dobló la servilleta y la tiró en la papelera adecuada.

Hjelm recorrió la cantina con la mirada. Se topó con alguna que otra sonrisa abiertamente sarcástica desde las mesas del alrededor. Sonrió adusto.

De nuevo le dio la sensación de estar marginado incluso entre los excluidos.

En medio del ojo de la tormenta.

Kerstin Holm se dirigió a Söderstedt:

– Déjalo ya. Tenemos cosas más importantes que hacer que pelearnos como críos en la arena del parque.

– Me pegó un puñetazo en los morros -murmuró Söderstedt gruñón y, por un instante, fue como si le vieran con el cubo y la pala en las manos. Cuando dejó sus juguetes continuó-. Y me soltó la típica charla de que si los extranjeros… Le faltó poco para dirigirme un insulto muy feo…

Söderstedt se pasó la mano por su fino y blanco pelo.