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Hjelm se echó a reír. No sabía por qué, pero se le unió Nyberg. Söderstedt también se carcajeó un poco. Holm mostró su sonrisa irónica y Chávez también. La pipa de la paz iba de mano en mano alrededor de la mesa.

– Pero tenéis que reconocer que ignorar los aspectos políticos de este caso es como cortarlo por la mitad -dijo Söderstedt al final-. Que alguien esté de acuerdo conmigo, por favor…

– Yo estoy de acuerdo contigo -intervino Chávez-. Pero hay distintas formas de relacionarse con ese hecho. Venga, anda, cuéntanos qué pasó en Vasa.

– No, no, no -se rió Söderstedt-. Así de íntimos no somos todavía. Por cierto, ¿cómo te va en tu piso?

– Eso no es un piso. Es un cuarto en casa de una vieja en la esquina de Bergsgatan con Scheelegatan. Como cuando era estudiante -dijo Chávez, y añadió en español-. Volver a nacer.

– ¿Y Kerstin? -preguntó Söderstedt-. ¿Dónde vives tú, amor mío?

– En casa de la ex novia de mi ex novio, en Brandbergen -dijo Holm-. Nos llevamos muy bien. Nos une un odio común y muy fructífero.

Se volvieron a reír. De todo y de nada. De que se habían llegado a conocer un poco mejor. De que nadie había sido asesinado en varios días. De sí mismos y de la absurda posición que ocupaban dentro del edificio de la policía.

Nyberg se levantó y se fue, seguido por Chávez y Söderstedt. Kerstin Holm apuró lo que le quedaba de su cerveza sin alcohol y estaba a punto de levantarse cuando Hjelm le preguntó:

– Kerstin, ¿has podido contactar con George Hummelstrand?

Se dejó caer en la silla de nuevo mientras le lanzaba una oscura mirada.

– La verdad es que no me ha gustado mucho que te atribuyeras el mérito de la pista Hummelstrand -dijo.

– Ya te he pedido perdón. Además, tampoco creo que se trate de una cuestión de méritos. Yo estaba todavía muy metido en la pista de la Orden de Mimer. Te vuelvo a pedir perdón, si quieres, una vez más. Y otra. Y otra.

Una sonrisa se iba dibujando con esfuerzo en los labios de esa cara tan condenadamente hermosa.

– Y otra vez -siguió sintiéndose un poco más contento-. Bueno. ¿Cómo te ha ido con George?

La sonrisa se esfumó de repente. La oscura mirada parecía estar examinándole con rayos X.

– ¿Estás felizmente casado? -le preguntó ella.

– ¿Qué? -dijo él, y de pronto la desierta mirada de Cilla se interpuso y le cubrió todo el campo de visión.

– ¿O sea, felizmente? -insistió Kerstin Holm con absoluta seriedad-. ¿Feliz de verdad?

– ¿Por qué preguntas?

– No sé quién eres -dijo ella inescrutable, y le dejó.

Hjelm se quedó en la silla mientras la imagen de Cilla iba palideciendo poco a poco.

Al final, el mundo entero se había quedado pálido.

17

Viggo Norlander se encontraba en un almacén del puerto franco, esperando.

Esperar, pensaba. Esperar a la espera. Esperar la espera de la espera. Esperar la espera de la espera de la espera.

En otras palabras, estaba un poco cansado.

Le apetecía cada vez menos ponerse los guantes de seda. Ya tenía preparado otro tipo de guantes.

Los guantes de mano dura.

Ya era hora de que pasara algo, pensó. Estaba infinitamente cansado de todo el papeleo y de las conversaciones telefónicas con arrogantes oficiales de la Interpol, reacios policías ex soviéticos y aduaneros quemados. Ya había esperado suficiente.

Había forzado la puerta del pequeño despacho del almacén con una ganzúa y ahora estaba agachado, oculto tras un armario. Llevaba tres horas allí; caía la noche. Estaba harto y furioso.

Pronto iba a cambiar el ritmo de los acontecimientos.

Norlander mantuvo viva su ira pensando en Arto Söderstedt, ese jodido finés que venía de algún pueblo perdido en el bosque y despreciaba todo en lo que creía Norlander. Era obvio que tenía que entrar dinero para que se pudiera repartir. Si algunos suecos tienen beneficios, entonces es por el bien de todos los suecos. Así de sencillo.

Alimentaba su ira pensando también en su condenado nombre: Viggo, ¡por Dios!, Viggo el maldito vikingo. La única herencia del marinero y trotamundos danés que por alguna misteriosa razón había llegado a ser su padre. Una expeditiva eyaculación en el útero de una hambrienta mujer y adiós muy buenas. Ninguna responsabilidad. Nada de nada. Como Söderstedt, pensó. Exactamente igual.

O sea, sus pensamientos denotaban cierta turbación.

Una vez, cuando era joven, había intentado aclarar el tema de su abominable nombre. Se remontaba al siglo XIII, cuando el gran historiador de los daneses Saxo Grammaticus creó la versión latina de la palabra danesa «vig», batalla, y dio ese nombre a uno de los hombres del rey Rolf Krake.

Viggo, siervo leal de Jan-Olov Krake, pensaba confuso Norlander cuando se abrió la puerta y entró un hombre en chándal que llevaba el pelo recogido en una coleta. Se sentó delante del escritorio a unos pocos metros de donde se hallaba Norlander, que tardó unos segundos en asegurarse de que venía solo.

Luego se lanzó sobre el individuo y le golpeó la cabeza en la mesa.

Una, dos, tres, cuatro veces.

Acto seguido le agarró bien por la coleta, le metió el arma reglamentaria en la oreja y le espetó:

– Querido Strömstedt. Tres segundos por tus contactos en la mafia rusa. Si no, eres hombre muerto. Uno. Dos.

– ¡Espera, espera! -gritó el individuo-. ¿Quién coño eres?

– Tres -dijo Norlander y le disparó en toda la oreja.

Hizo clic.

– La próxima es con bala -espetó Norlander-. ¡Rápido, joder!

El hombre temblaba como un flan en sus manos. Tiritaba en lo más profundo de su tenebrosa alma, pensó Norlander con la mente tan cargada de tópicos como de adrenalina. Y siguió por el mismo camino:

– Un envío de vodka estonio de sesenta grados desde Liviko con destino a ti, mi querido Strömstedt, fue confiscado por la aduana hace un par de meses. ¿Quién te lo envió?

– Yo sólo soy un intermediario -tembló el querido Strömstedt-. ¡Que ya lo he contado todo, joder! ¡No sé nada!

– Es que ahora hay otras cosas en juego. Cualquier denuncia de brutalidad policial que consigas redactar va a ir directamente a la papelera. ¿Entiendes? Máxima prioridad. Seguridad nacional. Suelta todo lo que sabes. Ahora. La bala está en la recámara.

– ¿Quién coño eres? ¿Harry el Sucio?

Norlander se la jugó y destrozó el ordenador de Strömstedt de un tiro.

– ¡Joder! -aulló éste revolviéndose.

Norlander le retorció la coleta hasta que sintió cómo las raíces empezaban a despegarse. Strömstedt gritó a pleno pulmón:

– ¡Igor e Igor! ¡Eso es todo lo que sé! ¡Vienen a buscarlo ellos mismos!

– O sea, ¿Igor e Igor son tus contactos de la mafia rusa? ¿Es correcto?

– ¡Sí, sí! ¡Joder! Es todo lo que sé!

– He hecho mis deberes -dijo Norlander-. Hablas ruso. Sabes lo que esos Igor e Igor hablaban entre ellos. ¡Necesito más!

Norlander bajó la pistola y la dirigió hacia la mano del hombre, posada sobre el escritorio.

– Un poco más, por favor -añadió Norlander y disparó.

La bala pasó entre el dedo corazón y el dedo anular, chamuscándole la piel. Strömstedt gritaba cada vez más desesperado.

– ¡Los de Gotland! -aulló.

– Sigue -insistió Norlander moviendo la boca de la pistola hacia la muñeca del hombre.

– ¡Los contrabandistas de inmigrantes! ¡Los de Gotland! ¡Pertenecen a la misma banda! ¡No sé más, lo juro! ¡Hablaban de Gotland y de lo torpes que habían sido los tipos de allí!

Viggo Norlander levantó al hombre por la coleta, le esposó las manos por la espalda, le metió en el primer armario que vio, lo atrancó y lo dejó encerrado allí dentro. Oyó cómo llovían las maldiciones contra la puerta cerrada.

Le pareció que eran pronunciadas con acento de finés suecoparlante.

Una barrera…, pensó Norlander mientras, pisando a fondo, salía del puerto y recibía luz verde de Hultin por el móvil para ir directo al aeropuerto de Arlanda.