Una barrera se había roto en su interior.
Ahora se van a enterar, joder.
Viggo Norlander tenía cuarenta y ocho años, estaba divorciado y no tenía hijos. End of story. La mancha calva de su coronilla hacía mucho que había adquirido su forma definitiva; no así su barriga, que seguía creciendo poco a poco. No era gordo, pero estaba demasiado gordo.
No había ni un solo borrón en su expediente. Tampoco muchas más cosas, a decir verdad. Siempre había sido un policía ejemplar, aunque quizá no demasiado hiperactivo, y sus únicas guías en el viaje por la vida habían sido el reglamento de la policía y el Código Penal. Siempre había creído en los métodos legítimos y en el lento pero implacable molino de la justicia.
Su existencia se había estancado y, al igual que la calva, había adquirido su forma definitiva hacía ya mucho tiempo. Se trataba de un estancamiento muy consciente, pues su esencia consistía en lo cuadriculado, lo correcto, lo legítimo, aquello que se podía plasmar en negro sobre blanco. Siempre había pensado que todos los demás eran más o menos como éclass="underline" trabajadores que no hacían trampa con las bajas y pagaban sus impuestos sin rechistar; en fin, que iban tirando, se conformaban con el reglamento universal y mantenían un estado de ánimo más o menos aceptable, sin altos ni bajos.
El resto era chusma y había que sacarla de la calle.
En el mundo de Norlander, todos los ciudadanos respetuosos con la ley sabían intuitivamente quién era gentuza y quién no; y, por supuesto, agradecían los esfuerzos de Norlander por sacarla de la calle.
Fuera lo que fuese lo que encontrara en su trabajo diario en la policía criminal de Estocolmo, conseguía mantener unas claras y nítidas directrices en sus tareas y en su vida. Siempre había estado bastante contento tanto consigo mismo como con la policía en general. A pesar de las ocasionales bajadas -y las subidas, igual de ocasionales-, las cosas avanzaban en buena dirección y al ritmo adecuado, o sea, bastante pausado: crecimiento, progreso, desarrollo. La sociedad era un valor cuya cotización aumentaba de forma lenta pero estable.
Norlander tenía un carácter sosegado.
Nunca habría podido precisar con exactitud cuándo se produjo la primera grieta en la fachada, ni tampoco por dónde se rompió finalmente la muralla.
No reconocería la existencia de una grieta ni bajo tortura, porque esa grieta no existía en su mundo imaginario. Pero se hacía patente en sus actuaciones.
Cuando paseaba envuelto en la bruma matutina a lo largo de la muralla medieval de Visby, en la isla de Gotland, la confianza todavía estaba ahí. El reflejo de una fe. El rastro de días pasados que todavía no se había borrado. Lo que había hecho y lo que estaba a punto de hacer resultaba necesario. No más crímenes sin resolver como el asesinato de Olof Palme. El estado de derecho, pensó. La confianza. La responsabilidad social. Daggfeldt, Strand-Julén, Carlberger. Había que pararlo ya. Él mismo se encargaría de eso.
Defendía lo más importante de todo.
Aunque no sabía decir exactamente qué es lo que era.
Tras un largo paseo por un Visby casi desierto, rodeado por la muralla pero también por una especie de neblina matinal mediterránea, llegó a la comisaría. Eran las siete y media de la mañana del 6 de abril.
Entró y le mostraron el camino a los calabozos. Allí se encontró con un oficial al mando que rondaría su misma edad. Enseguida uno reconoció en el otro al policía que llevaba dentro. Ése era el aspecto que tenía el Policía Sueco con mayúsculas.
– Norlander -se presentó Norlander.
– Jönsson -respondió Jönsson con una extraña mezcla de acentos de Escania y de Gotland-. Vilhelm Jönsson. Le estábamos esperando. Pesjkov está a su disposición cuando quiera.
– Doy por descontado que ha entendido la importancia de la investigación. No hay nada más importante en el país ahora mismo.
– No se preocupe, me ha quedado bien claro.
– ¿Cómo es? ¿Habla inglés?
– Afortunadamente sí. El tipo es un viejo marinero internacional. Supongo que habría sido inoportuno que asistiera un intérprete. Si es que he entendido bien…
– Estoy seguro de que sí. ¿Dónde está?
– En un cuarto insonorizado, según lo convenido. ¿Vamos?
Norlander asintió con la cabeza y Vilhelm Jönsson le condujo por varios pasillos, buscó a un par de agentes de guardia en la sala de descanso y bajaron todos al sótano. Los cuatro se detuvieron ante una puerta de hierro, pintada de gris y con mirilla. Jönsson aclaró la voz y dijo:
– Tal y como nos ha explicado, por razones de confidencialidad de la investigación no podemos participar en el interrogatorio, pero nos quedaremos vigilando aquí fuera. Aquí está la alarma. Pulse el botón y entraremos en un segundo.
Norlander recibió una pequeña cajita con un botón rojo. Se la metió en el bolsillo y dijo tranquilamente:
– Miren lo menos posible. Cuanto menos sepan de esto, mejor. De esta forma, las posibles quejas o denuncias pueden dirigirse directamente a la DGP. Es mejor así.
Le dejaron entrar en el cuarto. Una mesa, dos sillas, paredes acolchadas. Nada más. Aparte de un hombre menudo vestido de presidiario que estaba sentado en una de las sillas, de cara afilada y bíceps delgados. Músculos de marinero, nervudos y fuertes, pensó Norlander mientras evaluaba la posible fuerza de resistencia que podía esconder el individuo: en el cuerpo, por lo menos, no mucha. El hombre se levantó y saludó cortésmente a Norlander.
-How do you do, sir? [29]
-Very brilliant, please [30] -chapurreó Norlander, que dejó un cuaderno y un bolígrafo encima de la mesa y se sentó-. Sit down, thank you. [31]
La conversación continuó, no sin una cierta confusión lingüística. Norlander siguió chapurreando el mismo pobre inglés:
– Vamos al grano, señor Alexej Pesjkov. En plena tormenta invernal, usted y su tripulación soltaron a ciento doce refugiados iraníes, kurdos e indios en dos balsas inflables a centenares de metros de la costa de Gotland para luego regresar con el barco pesquero a Tallin; sin embargo, un guardacostas de la vigilancia costera consiguió apresar su barco antes de que abandonara aguas suecas.
-Very straight to the point [32] -dijo Pesjkov. Norlander, al replicar, intentó imitar el tono frío de Hultin, pero la ironía no era su fuerte y el intento dejó bastante que desear:
– Necesito información acerca de los asesinatos en serie que se han cometido contra empresarios suecos en Estocolmo estos últimos días.
Alexej Pesjkov se quedó boquiabierto. Cuando consiguió volver a cerrar la boca soltó:
-You must be joking [33]
-I am not joking [34] -replicó Norlander, manteniendo la tranquilidad-. Si no me da la información que quiero, tengo potestad para matarle aquí y ahora. Estoy especialmente entrenado para eso, ¿entiende?
-I'm not buying this [35] -dijo Pesjkov mientras observaba el ligero sobrepeso de Norlander; al mismo tiempo, la absoluta y fría resolución del policía le hizo dudar. Norlander siguió imparable:
– Sabemos que usted forma parte de una banda criminal de origen ruso-estonio bajo el mando de un tal Viktor X y que un par de contrabandistas de alcohol que se hacen llamar Igor e Igor pertenecen al mismo grupo. ¿Correcto?
Pesjkov permaneció callado, pero en sus ojos apareció una mirada de alerta.
[29] «¿Cómo está usted, señor?» (N. de los t.)