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Se intenta convencer de que es el canto de los grillos lo que oye; si no, es su cabeza. «Un bang supersónico», piensa. «Y Olufsen», piensa.

Aunque tampoco le ha parecido que el bang fuera tan ruidoso.

Cierra la puerta de la terraza y regresa por el pasillo hasta el inmenso salón. Esquiva de nuevo los rojos frescos de la alfombra anudada a mano, se acerca al equipo de música y pulsa el botón de eject. Despacio, y dibujando una órbita ligeramente elíptica, el equipo expulsa la cinta de casete. La coge y se la guarda en el bolsillo. Apaga el equipo.

Recorre la estancia con la mirada. «El ambiente», piensa. Incluso las motas de polvo parecen haber sido especialmente encargadas para que hagan juego con la araña de cristal, en torno a la cual se arremolinan con gran elegancia.

En su interior visualiza una lista. Tacha algo mentalmente.

«Kuno -piensa, y en sus labios se dibuja una sonrisa-. ¿No es eso un juego de mesa?»

Al abandonar el espacioso salón se va por otro camino. La mesa de teca con las cuatro sillas de respaldo alto a juego está colocada sobre otra alfombra anudada a mano. Sin duda persa, imagina. Es de un tono beige, a diferencia de la roja paquistaní.

Aunque ahora se parecen bastante.

Justo al lado de la mesa, se ve obligado a esquivar aquello que colorea de rojo la alfombra persa. Levanta la pierna por encima de otro par de piernas.

Fuera, en el jardín, una luna llena que acaba de despertar se asoma entre el plumaje de su capa de nubes, dejando que un velado baile de hadas roce los manzanos desnudos.

4

El comisario de la policía criminal Erik Bruun debió de pulsar un botón verde en algún sitio de su escritorio, porque en el pasillo, acompañado de un zumbido, un piloto también verde iluminó la placa con su nombre que había junto a la puerta eternamente cerrada. Acto seguido, Paul Hjelm bajó la manija y entró.

La comisaría daba servicio a una extraña mezcla de poblaciones: estaba situada en Fittja, tenía dirección postal de Norsborg y pertenecía al municipio de Botkyrka, distrito policial de Huddinge. Si uno quería evitar pronunciar el nombre de Fittja, [3] debido a las posibles asociaciones de la palabra, siempre podía decir Botkyrka, [4] que, aparte de la iglesia, comprendía poblaciones tan simpáticas como Vårsta, Grödinge o Norsborg, lugar de residencia del genio del tenis de mesa Jan-Olov Waldner y del equipo de moda de hockey-sala, el Balrog; o se podía recurrir al nombre de Huddinge, que sonaba a ciudad dormitorio. El propio Hjelm vivía en un chalet adosado en Norsborg, a sólo unos metros de la casa natal de Waldner. Aun así, nunca era capaz de decir con exactitud en qué población se encontraba. Y ahora menos que nunca.

El lugar que Dios olvidó, pensó fatídicamente, y entró en lo que se conocía como «La habitación de Bruun», [5] cuyo empapelado había que cambiar todos los años y que aun así se ponía marrón a los pocos días; Erik Bruun siempre inauguraba el nuevo empapelado dejando que sus negros puros e ídem pulmones exhalaran nubes de humo sobre las paredes. Hjelm nunca había estado en casa de Bruun, un apartamento de soltero en Eriksberg cuya reputación empezaba a alcanzar proporciones míticas, pero podía imaginar el aspecto que tendrían las paredes. Hjelm no fumaba, pero de vez en cuando se permitía algún que otro cigarrillo esporádico para no volverse esclavo de la virtud, como cierto hombre sabio [6] dijo una vez.

Hoy se había fumado seis, y sabía que iban a ser más. La nicotina ya circulaba por su cabeza, de modo que, por una vez, no le supuso ningún inmediato shock entrar en el despacho de Bruun, estancia ya descalificada más de una vez por las autoridades sanitarias por ser gravemente perjudicial para la salud. En una ocasión, un funcionario en exceso celoso pegó una pegatina con una calavera en la puerta; luego, Hjelm y Ernstsson se pasaron tres horas de su valiosa jornada laboral intentando eliminar hasta el mínimo resto.

Erik Bruun estaba sentado tras su abarrotado escritorio dando caladas a un puro muy ruso. No se encontraba solo en el despacho. En el sofá, junto a la pared de las ventanas, había dos caballeros muy bien vestidos, más o menos de la misma edad que Hjelm, alrededor de los cuarenta; aunque a nadie se le ocurriría llamar a Hjelm «caballero». En el caso de estas dos personas, no obstante, resultaba perfectamente lógico usar esa palabra. No conocía a esos caballeros, pero sí la rigidez de sus semblantes.

Bueno, al fin y al cabo tampoco se esperaba otra cosa.

Erik Bruun levantó su oronda figura y vino a su encuentro; semejante sesión de footing era más bien poco frecuente en el comisario. Estrechó la mano de Paul Hjelm y se rascó la roja y canosa barba.

– Por lo que a mí respecta, felicidades -dijo subrayando el «por lo que a mí respecta» con mucha claridad-. Un trabajo excelente. ¿Cómo te encuentras? ¿Has hablado con Cecilia?

– Gracias -repuso Hjelm dirigiendo una mirada a los dos señores sentados en el sofá-. Todavía no he podido hablar con ella. Supongo que se enterará de todos modos…

Bruun asintió pensativo y volvió a su silla preferida.

– En fin: yo y todos los de esta casa te felicitamos.

Hjelm se volvió a morder la lengua. Ni una palabra de más por ahora.

Empezó como Hjelm se temía:

– ¿Es o ha sido alguna vez miembro de alguna organización contraria a la inmigración?

– No -contestó Hjelm intentando mantener la calma.

– ¿Cómo es su relación con los inmigrantes?

– Ni buena ni mala.

Grundström rebuscó dentro del sobre marrón, sacó algo que parecía el extracto de un expediente y leyó:

– De todas las detenciones que ha realizado durante su estancia aquí, en el distrito, un cuarenta y dos por ciento son de individuos de procedencia extranjera. Y durante el último año la cifra ha aumentado al cincuenta y siete por ciento.

Hjelm carraspeó y se concentró profundamente.

– Según el último censo, el treinta y dos por ciento de los habitantes de Botkgrka es de procedencia extranjera, y el veinte por ciento de éstos siguen siendo ciudadanos extranjeros. Aquí, en el norte del municipio, en Alby, Fittja, Hallunda y Norsborg, el número es bastante más alto, por encima del cincuenta por ciento, concretamente por encima del cincuenta y siete. Un cuarenta y dos por ciento de intervenciones dirigidas contra inmigrantes indica más bien una mayor predisposición delictiva por parte de los ciudadanos de procedencia sueca. De todos modos, la cifra no constituye ninguna prueba de racismo, si eso es lo que buscan.

Hjelm se mostró muy contento con su respuesta; Grundström no tanto.

– ¿Por qué diablos entró y le pegó un tiro a ese hombre como si fuera Harry el Sucio?

– Ese hombre, como dice, se llama Dritëro Frakulla y pertenece a la minoría albanesa de la provincia de Kosovo, al sur de Serbia. Sin duda conocerá la situación de esa zona. Prácticamente todos los kosovares con los que hemos tenido algún contacto en este distrito -gente que se ha aclimatado, ha aprendido sueco y cuyos niños van a un colegio sueco- resulta que de repente van a ser expulsados del país. No va a ser fácil.

– Razón de más para no entrar y dispararle. La unidad especial de la DGP venía de camino, especialistas en la toma de rehenes, auténticos expertos. ¿Por qué diablos del infierno más profundo va y entra allí solo?

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[3] La palabra que designa a la población de Fittja es parónima del término vulgar fitta, que hace referencia a la vulva femenina. (N. de los t.)

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[4] Kyrka es «iglesia» en sueco. El municipio de Botkyrka creció en torno a la iglesia de San Botvid. (N. de los t.)

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[5] Juego de palabras entre el apellido Bruun y el color brun, marrón en sueco. (N. de los t.)

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[6] Referencia al escritor y periodista sueco Red Top, pseudónimo de Lennart Nyblom. (N. de los t.)