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– ¿Correcto? -repitió Norlander.

Pesjkov seguía en silencio.

– Este cuarto está insonorizado. Nada de lo que ocurra aquí dentro se oirá fuera. Mis poderes no tienen límite y me han sido otorgados desde las más altas instancias. Quiero que lo entienda y que reflexione bien antes de contestar. Su bienestar depende de la próxima respuesta.

Pesjkov cerró los ojos como si estuviera convencido de sufrir una pesadilla. El tipo era bien distinto a esos policías suecos relativamente inofensivos con los que se había topado hasta ahora. Tal vez descubrió el destello de algo terrible en los ojos de Norlander, aquello que esconde una persona que acaba de traspasar una frontera absoluta, un punto de no retorno. Quizá había visto ese destello antes.

– Éste es un país democrático -dijo tímidamente.

– Sí, claro -replicó Norlander-. Y seguirá siéndolo. Pero todas las democracias tienen que defenderse alguna vez con medios no democráticos. Toda defensa está construida de un modo antidemocrático. Ésta, sin ir más lejos, es una ocasión en la que queda muy patente.

– Llevo dos meses aquí. No sé nada de ningún asesinato en serie en Estocolmo. Lo juro.

– ¿Viktor X? ¿Igor e Igor? -insistió Norlander con idéntico tono; por alguna razón, se había dado cuenta de que resultaba importante mantenerlo.

Alexej Pesjkov calculaba los riesgos. Norlander vio claramente que estaba reflexionando sobre su propia muerte y la mejor forma de posponerla el máximo tiempo posible. Lo dejó a su aire, pero al mismo tiempo aprovechó para quitar el seguro de la pistola que llevaba en el bolsillo. El ruido de la maniobra resonó entre las cuatro paredes. Pesjkov inspiró profundamente y dijo:

– Fui marinero en rutas internacionales durante toda la época comunista. Me mantuve alejado de la KGB y la GRU cambiando de identidad con mucha frecuencia. Conseguí reunir suficiente dinero como para, cuando cayó el régimen, comprarme mi propio barco pesquero. Durante poco más de un año fui un pescador rusoparlante de Tallin normal y corriente, una persona algo oprimida pero libre. Quizá se pueda decir que aquel año fue nuestro único año libre, luego entraron otros poderes en juego. Contactaron conmigo unos protectores anónimos. Al principio sólo se trataba de dinero, de pagar para que mi barco no se incendiara o explotara. El habitual negocio de protección. Sin embargo pronto empezó a cambiar. Me ordenaron encargarme de… transportes de ese tipo. Éste, el que hacía cuando me descubrieron, era el tercero. Hay decenas de miles de refugiados desesperados en la vieja Unión Soviética que no tienen otra cosa que hacer que esperar a que alguien se lleve su dinero. Yo nunca he estado ni siquiera cerca de la cúpula, Viktor X no es más que un nombre, un mito. Mi contacto era un estonio de nombre Jüri Maarja. Tengo entendido que él está próximo a Viktor X. No he oído hablar nunca de Igor e Igor, pero a la banda les sobran contrabandistas, de alcohol o de lo que sea.

La locuacidad de Pesjkov asombró a Norlander, aunque mantuvo la compostura.

– ¿Direcciones, sitios de contacto? -dijo tranquilamente.

Pesjkov negó con la cabeza.

– Se mueven todo el tiempo.

Norlander contempló a Pesjkov durante un buen rato. No llegó a aclarar si el hombre era víctima o delincuente, o tal vez las dos cosas. Golpeó la mesa con el cuaderno, se guardó el bolígrafo en la pechera y dijo:

– Ahora voy a viajar a Tallin. Si resulta que un solo detalle de lo que ha contado es erróneo o no me lo ha dicho todo, volveré. ¿Entiende lo que quiero decir?

Pesjkov permaneció callado con la mirada fija en la mesa.

– Última oportunidad para cambiar o añadir algo -dijo Norlander antes de levantarse.

– Eso es todo lo que sé -repuso Pesjkov resignado.

A Viggo Norlander se le ocurrió tenderle la mano a Alexej Pesjkov. El pescador ruso-estonio se levantó con suma desgana y se la estrechó.

– How do you do, sir? -dijo Norlander.

Nunca olvidaría la mirada que le echó.

Tallin era una ciudad de locura.

Eso pensó Viggo Norlander quince minutos después de llegar.

No cambiaría de opinión.

Tuvo problemas para conseguir un coche de alquiler en el aeropuerto.

Al final se lanzó al caótico tráfico de la tarde buscando el camino mientras luchaba con un plano turístico escrito en inglés. Llegó al casco viejo, a la parte alta de la colina, y estuvo dando vueltas como atrapado en un laberinto medieval. Siempre iba a parar a la antigua muralla de altas y grandiosas torres de defensa, así que le daba la sensación de que todavía se encontraba en Visby.

Pero en realidad, la ciudad le resultaba completamente anónima, un decorado teatral que servía de fondo a su determinación. Letreros de calles, señales de tráfico, anuncios; todo en una lengua desconocida. Como en una película. Era un perfecto extraño y quería seguir siéndolo. Todo debía permanecer anónimo, al igual que un decorado teatral. Nada debía robar su atención. Norlander sentía como si una sangre nueva circulara por sus venas. Éste era su destino. Toda su vida no había sido más que un tiempo muerto en espera de este momento.

Por fin encontró el moderno edificio de la policía, aparcó en prohibido y entró. Llegó a la recepción, un pequeño recibidor donde los tonos grises de la vieja burocracia soviética luchaban en vano contra la moderna decoración occidental. El guardia, de la misma forma, adoptaba una actitud tanto servicial como de rechazo, en una extraña mezcla que Norlander nunca había visto antes. Quizá en otras circunstancias se hubiese asombrado. Ahora sólo mostraba resolución.

– El comisario Kalju Laikmaa -chapurreó por tercera vez en su pobre inglés-. Me espera.

– No veo ningún policía sueco entre las visitas autorizadas -dijo el joven guardia inflexible, aunque a la vez lamentándose-. Lo siento -añadió por tercera vez.

– Llámelo por lo menos -insistió Norlander intentando controlar la voz; le pareció que había conseguido encontrar de nuevo ese exitoso tono frío que había usado en los calabozos de Visby.

Al final, el guardia hizo lo que Norlander le pedía. Permaneció un rato a la espera, sujetando el auricular de manera experta entre el hombro y la barbilla mientras removía una taza de café. Cuando por fin habló, su lengua sonaba como finés, con un montón de oes mal colocadas un poco por todas partes. Al cabo de un rato colgó y dijo con una irritación bastante bien disimulada:

– El comisario vendrá a recibirle, señor Norrland.

– Please -dijo el señor Norrland con cortesía.

Tan sólo un minuto después, un ascensor se abrió en el pasillo con un clic y salió un hombre rubio vestido con una americana de pana arrugada y unas gafas que parecían de esas que se regalaban cuando Norlander hizo la mili, en algún lugar perdido en un pasado lejano.

– Norlander, supongo -dijo el hombre, y le tendió la mano. Norlander se la estrechó. La mano era firme.

– Soy Laikmaa.

Entraron en el ascensor y subieron a la cuarta planta.

– Podría haberme avisado de que venía -comentó Laikmaa en un inglés con un elegante acento de la costa este de Estados Unidos-. Así se habría ahorrado el lío de la entrada.

– No quería llamar la más mínima atención -dijo Norlander con su tono frío y, a esas alturas, ya bien practicado-. Hay demasiado en juego.

– Sí, claro -asintió Laikmaa secamente-. Aquí asesinan a hombres de negocios como a cualquier otro. El mundo del crimen ha cambiado por completo. Todos interpretan las leyes de la economía de mercado a su modo. Lo que estuvo reprimido durante la época soviética brota ahora con una fuerza que, en realidad, era de esperar. Antes, cuando la policía era un instrumento de opresión, nuestro trabajo resultaba más fácil, sin duda, aunque no precisamente más agradable. Ahora convivimos con un Estado dentro del Estado que tiene la misma capacidad de infiltración que tenía antes el Estado del Estado, por decirlo de alguna manera. No me sorprendería lo más mínimo que su llegada ya fuera conocida dentro de ciertos círculos. Siempre hay que tener mucho cuidado con lo que decimos. Al igual que antes. Hay oídos en todas partes. Entre, por favor.