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– Usted está cerca de Jüri Maarja y, por tanto, de Viktor X. ¿Qué sabe de los asesinatos de tres empresarios suecos ocurridos durante la última semana?

Arvo Hellat se quedó perplejo. Miró a Laikmaa, quien se encogió de hombros y dijo algo en estonio que o bien significaba «conteste» o bien «este hombre está loco». Hellat respondió con un curioso acento estonio-sueco lleno de extraños diptongos y colocando las tes, las ges y las kas en sitios raros. Norlander apenas era capaz de entenderle.

– No sé de qué me habla -dijo Hellat-. ¿Qué se supone que tienen que ver conmigo esos asesinatos?

En realidad, Norlander sólo estaba allí para mirar. Como mirar a un escaparate, se dijo. Este hombre no se iba a escapar.

– El comisario no entiende ni una palabra de lo que decimos -le recordó Norlander con esa frialdad que a estas alturas ya resultaba prácticamente natural-. ¿Está Viktor X involucrado en los asesinatos de empresarios suecos? Quiero que sepa que me encuentro aquí en misión especial y que estoy autorizado para hacerle bastante daño.

Arvo Hellat se quedó aún más desconcertado. Miró a Norlander durante un buen rato. Luego soltó una sonora carcajada.

– No entiende con quién está jugando -se rió-. El fuego resulta gélido en comparación.

Norlander abandonó la celda con Hellat grabado en la retina. Laikmaa le contemplaba asombrado mientras atravesaban los pasillos.

– ¿Ha podido averiguar algo? -preguntó en su sutil inglés americano.

-Inaff [37] -chapurreó Norlander en su inglés.

Volvieron al despacho de Laikmaa. El comisario se sentó para seguir con la conversación. Norlander permaneció de pie.

– Bueno, me vuelvo a casa -dijo.

Laikmaa puso cara de sorpresa.

– Pero si acaba de llegar. Nos quedan muchas cosas de las que hablar.

– Estoy contento. Gracias por su ayuda.

Se dirigió a la puerta, se detuvo y preguntó:

– Es verdad… ¿Conoce a alguien llamado Igor e Igor?

Kalju Laikmaa se le quedó mirando fijamente para luego negar con la cabeza. Cuando Norlander cerró la puerta tras de sí, oyó cómo Laikmaa levantaba el auricular del teléfono.

Fue a buscar el coche alquilado, tiró el papelito de la multa al suelo sin remordimientos de conciencia y arrancó.

Dio una vuelta de tres cuartos al edificio de la policía y paró el coche junto a uno de los muros donde no daban las ventanas de Laikmaa, pero sí la salida de los calabozos; lo había memorizado cuidadosamente.

Permaneció en máxima alerta durante tres horas. Se hizo de noche. Tenía hambre. Se quedó otra hora más, aunque ya más amodorrado.

Luego Arvo Hellat salió por la puerta. Con un gesto femenino, se apartó la larga melena de la cara. Norlander se agachó contra el volante. Hellat se acercó a un viejo Volvo Amazon verde de un modelo que hacía muchos años que Norlander no había visto. Arrancó.

Al principio se paró en un restaurante griego del casco viejo. Hizo una llamada, se comió un buen plato de musaka y se bebió una cerveza. Le llevó casi una hora. Norlander se quedó en el coche delante del restaurante, pasando frío y hambre. La caída de la noche barrió los últimos destellos de luz talliniana. Arriba, en la colina, el casco viejo se iluminó.

Hellat salió del restaurante y se dirigió hacia su absurdo Volvo Amazon, un indicador seguro, desde luego, de que no ocupaba ninguna posición de verdadera importancia dentro de la mafia. Salió de Tallin y condujo en dirección suroeste hacia Keila. En esta pequeña ciudad, entró en el restaurante de la estación de tren, hizo una llamada y se tomó otra cerveza. Norlander no le perdió de vista ni un momento a través de la ventana. Luego Hellat volvió al coche, enfiló de nuevo la carretera y regresó a Tallin. Eran las once cuando entraba de nuevo en la capital estonia con el Skoda alquilado de Norlander pisándole los talones. Se metió de nuevo en el casco viejo, hasta acceder a las zonas menos iluminadas, y se paró delante de un edificio deteriorado, prácticamente en ruinas, que parecía abandonado. No había ni un coche cerca, ni una sola persona se movía por esas mugrientas calles.

Territorio mafioso, pensó Norlander al ver a Hellat colarse en la casa medio desmoronada. Metió una bala en el cañón de la pistola con un rápido movimiento y la volvió a enfundar. Sacó una pistola más pequeña de la cinturilla trasera del pantalón, le quitó el seguro, volvió a meterla en su sitio y comprobó que tenía la gran navaja de caza fácilmente accesible en la funda del tobillo.

La sangre bombeaba con fuerza por sus venas.

Éste era el Momento -con M mayúscula- de Viggo Norlander.

Viggo el Vikingo.

Entró en el edificio con el arma reglamentaria en alto y con el seguro quitado. Oyó cómo Arvo Hellat subía por la carcomida escalera un par de plantas más arriba. Hellat dio cinco pasos más y entró por una puerta. Luego se hizo el silencio.

Norlander subió sigilosamente por una escalera apenas iluminada por una luz mortecina, sin hacer el más mínimo ruido. La escalera no chirrió ni una sola vez.

Después de subir dos tramos se encontró con tres puertas, una justo al lado de la escalera, una al fondo de un pasillo y otra a unos cinco pasos de distancia. Se acercó silencioso hasta esta última. Estaba cerrada pero se abría hacia dentro.

Viggo Norlander inspiró vigorosamente, respiró un par de veces a pleno pulmón, dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas e irrumpió en la habitación con el arma en ristre.

En fila, a lo largo de las paredes iluminadas, había ocho hombres apuntándole con metralletas.

– Haga el favor de soltar el arma -dijo una voz en estonio-sueco desde el oscuro fondo de la habitación.

Allí había un escritorio. Detrás dos hombres sentados. No se podían adivinar sus caras. Pero sentado encima del escritorio estaba Arvo Hellat con una sarcástica sonrisa dibujada en los labios. Norlander le estaba apuntando con la pistola.

– Suelte el arma o morirá -repitió la voz.

No era Hellat. Hellat sólo sonreía.

– Hágalo ya o… -amenazó la voz.

Norlander soltó el arma.

En su vida se había sentido tan desarmado.

Hellat se le acercó y, mientras movía la cabeza de un lado a otro, quitó a Norlander el resto del arsenal que llevaba encima. Acto seguido, volvió al escritorio, se sentó encima y se puso a balancear las piernas como un niño.

– Nos ha llevado tiempo reunir una fuerza de estas dimensiones -dijo la voz.

Norlander se dio cuenta de que provenía de uno de los hombres sentados al otro lado del escritorio.

– Y encontrar un local apropiado -siguió el hombre-. Así que tuvimos que pedirle a Arvo que hiciera una pequeña excursión mientras tomábamos las medidas necesarias. ¿Qué es lo que cree que está haciendo? ¿Una vendetta privada?

Norlander permaneció completamente quieto. Por dentro estaba lleno de hielo.

– Me tiene que decir qué es lo que está haciendo -insistió la voz con educación saliendo a la luz y haciendo así visible su cuerpo. Un cuerpo grande, una gran cara con bigote y sonrisa apacible.

– ¿Jüri Maarja? -consiguió pronunciar Norlander.

Jüri Maarja se le acercó, le apretó un poco el estómago y le acarició la calva ligeramente mientras lo examinaba con ojos inquisidores.

– Interesante -comentó-. Una interesante persona para una vendetta.

Maarja dijo algo en ruso y recibió una respuesta entre murmullos del otro individuo que permanecía sentado tras el escritorio al amparo de la oscuridad.

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[37] «Suficiente.» (N. de los t.)