– No me mates -rogó el hombre sumiso.
Hjelm pensó en cómo su compañero metía miedo en el cuerpo a la gente, y a la vez le imaginaba cantando con la voz de bajo más profunda la Missa papae Marcelli en la iglesia de María Magdalena.
– No te hagas el tonto, Bert -dijo Nyberg-. Necesitamos más información sobre Igor e Igor. ¿Qué fue lo que les compraste?
– Pero si ya te lo conté la última vez -se oyó débilmente desde la puerta entreabierta.
– Pues cuéntanoslo otra vez.
– Vodka estonio de sesenta grados desde Liviko. Cuatro lotes en diferentes ocasiones durante el invierno pasado.
– ¿Cuándo y cuánto?
– La primera vez fue en… noviembre, creo; y la última a principios de febrero. Desde entonces no sé nada de ellos.
– ¿Deberías haber sabido algo?
– Llegaron en noviembre, diciembre, enero, febrero. En marzo, no. Y en cada ocasión les compré unas cajas. Hay mucha demanda; y se puede rebajar bastante sin que se nadie se dé cuenta. Se ha convertido en la marca favorita de los clientes habituales… un poco original ese vodka estonio, ¿sabes? Ya no me queda nada y no sé nada de ellos. Una pena. No estaba mal de precio.
– Tendrás que acompañarnos a comisaría y ayudarnos con el retrato robot de los hermanos Igor -dijo Nyberg.
Y un trío poco heroico se desplazó desde el barrio de Södermalm hasta el de Kungsholmen.
Hultin golpeó la mesa con los nudillos un par de veces para luego sostener en el aire dos típicos retratos robot policiales. El de la derecha representaba a un hombre delgado con inconfundibles rasgos eslavos y bigote inconfundiblemente ruso. El individuo de la izquierda estaba bien afeitado, era gordo y fuerte, con cierto parecido a Nyberg.
– Éstos son dos de los contrabandistas de alcohol de Viktor X que operan en Suecia -empezó Hultin la reunión de las 15-. Se hacen llamar Igor e Igor. Los retratos robot fotográficos no salieron bien (ya sabéis, tipo asesino de Olof Palme), de modo que tuvimos que rescatar al viejo dibujante de las galerías del museo. Los dibujos han sido hechos a partir de la descripción de un tal Bert Gunnarsson, propietario de un restaurante en el barrio de Södermalm, que les ha comprado vodka de contrabando en varias ocasiones este año y el año pasado. He vuelto a contactar con Tallin y Kalju Laikmaa. Los identificaron enseguida. Ninguno se llama Igor. El flaco es Alexander Brjusov y el gordo Valerij Trepljov. Son dos gánsters rusos de pacotilla que se movían por Estonia hasta hace seis meses, cuando, al parecer, fueron enviados a Suecia al servicio de Viktor X. El hecho de que interrumpieran el contacto con Gunnarsson en marzo puede que tenga cierta importancia.
– Entonces, ¿se supone que debemos pasar del desmentido clavado en los estigmas de Norlander? -preguntó Söderstedt.
– ¿Estigmas? -dijo Billy Pettersson.
– Heridas que salen en los mismos lugares que en el cuerpo de Jesucristo -explicó Kerstin Holm didácticamente.
– Por lo menos no podemos dejar que ese comunicado dirija nuestra investigación -repuso Hultin-. Debemos ignorarlo, aunque creamos en él. Así que, venga, intentemos buscar a estos dos señores Igor. Son nuestro único vínculo concreto con Viktor X.
El tiempo adoptó entonces otra forma más tranquila, más dilatada, más meticulosa. Se publicaron los retratos robot de Igor e Igor en todos los periódicos, aunque sin resultado alguno. Los señores Alexander Brjusov y Valerij Trepljov seguían siendo meros dibujos.
Las hipótesis permanecían inalteradas: 1) Daggfeldt como la verdadera víctima, mientras los demás constituían falsas pistas; 2) Strand-Julén como la verdadera víctima, mientras los demás constituían falsas pistas; 3) Carlberger como la verdadera víctima, mientras los demás constituían falsas pistas; 4) Daggfeldt y Strand-Julén como las verdaderas víctimas, mientras Carlberger constituía una pista falsa; 5) Strand-Julén y Carlberger como las verdaderas víctimas, mientras Daggfeldt constituía una pista falsa; 6) Daggfeldt y Carlberger como las verdaderas víctimas, mientras Strand-Julén constituía una pista falsa; 7) los tres, verdaderas víctimas.
En la nueva pista GrimeBear se aplicaba la hipótesis número seis. La empresa mediática que en el extranjero se llamaba GrimeBear Publishing Inc. no era otra que la grande, poderosa y noble Lovisedal AB, que al parecer se había topado ahora con problemas de mafia en la antigua Unión Soviética. Daggfeldt y Carlberger habían coincidido en la junta directiva de Lovisedal entre los años 1991 y 1993; no Strand-Julén, sin embargo, que por ello podría considerarse una probable pista falsa. Era posible pensar, por ejemplo, que Daggfeldt y Carlberger habían sido ejecutados porque Viktor X quería dar ejemplo al Grupo Lovisedal, debido a la actitud negativa de éste a aceptar la actividad protectora que ofrecía en Rusia y los Países Bálticos. Suecia se le había quedado pequeña a la gran fábrica mediática Lovisedal, que ya había fundado un diario económico en ruso y estaba tanteando el terreno, al igual que muchas otras empresas suecas, en los Países Bálticos. El mercado libre se topó con otro mercado aún más libre. Fueron objeto a diario de amenazas y destrozos, y se vieron obligados a contratar a empresas de seguridad privadas compuestas por viejos combatientes antimafia entrenados en la Unión Soviética de antaño. Así, las empresas suecas financiaban una pequeña guerra civil entre empresarios ex soviéticos. Podría denominarse «ayuda al desarrollo».
Chávez trabajó la pista de Lovisedal en paralelo con la de MEMAB, por lo que habló con todos los miembros de las juntas directivas de los períodos en cuestión, intentando dar con potenciales sospechosos. No obtuvo muchos resultados. A menudo le acompañaba Hjelm en el coche.
En cuanto a Hjelm, había ido a parar a un auténtico vacío. Su existencia giraba más bien en torno al grano rojo de su mejilla izquierda, que crecía lenta pero implacablemente. Cilla, que era enfermera, lo ignoraba con una risa ambigua. Ya tenía más de un centímetro cuadrado y Paul empezaba en serio a pensar en la palabra mágica. Cáncer. Melanoma maligno. Pero rechazaba cualquier sugerencia de ir al médico.
Kerstin Holm apenas había hablado con él desde la extraña conversación que habían mantenido en el restaurante. Ella se ocupaba de sus cintas; las catalogaba y las coordinaba con aquellas entrevistas con vecinos y empleados que había sacado a contrata entre la poco entusiasta policía de Estocolmo.
George Hummelstrand, el principal adversario de la fragmentación que se había producido en la Orden de Mimer, parecía adoptar, al contrario de lo que había dicho el juez Franzén, una actitud bastante irónica hacia la rebelde Orden de Skidbladner. Consideraba que toda esa historia resultaba ridícula. Hablaba más o menos como su esposa Anna-Clara, salpicando la conversación con galicismos bastante pésimos y sin perder la ocasión para insinuar picantes relaciones eróticas con otras mujeres. Insistía todo el tiempo en lo Libre y lo Francesa que era la relación con su mujer Anna-Clara. Al principio, Holm pensó que quería ligar con ella, pero luego llegó a la conclusión de que era impotente. Lo tachó de su lista con sensación de alivio, pero a la vez con una cierta fascinación por el matrimonio Hummelstrand.
Söderstedt, Pettersson y Florén se adentraban cada vez más en su propio mundo, que consistía en auditorías de cuentas y stock options, sociedades fantasma y pseudonegocios, dividendos ocultos y aumentos de capital. Cuando Söderstedt, incluso en el restaurante, se ponía a hablar de pagarés convertibles como si diera una conferencia, daba muestras de un tedio muy manifiesto. Los integrantes de ese grupo financiero se presentaban en las reuniones con diagramas y gráficos cada vez más incomprensibles, que hacían que los enredados garabatos de Hultin en la pizarra parecieran un milagro de precisión y claridad. Söderstedt empezaba a sentirse alienado ante el evidente entusiasmo que mostraban los dos policías financieros al analizar la vida empresarial de los reyes magos Daggfeldt, Strand-Julén y Carlberger. Quería volver a ser un madero de verdad. O por lo menos volver a pensar.